Luego de que la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) dio a conocer este miércoles el fallecimiento del doctor José Mario Molina Pasquel y Henríquez a los 77 años de edad, la comunidad científica, política y los medios de comunicación no tardaron en recordar su legado más importante para el país: el Premio Nobel de Química en 1995.
Y es que fue el primer científico mexicano galardonado por la Real Academia de las Ciencias de Suecia, por los estudios sobre el daño que producen a la capa de ozono los gases contaminantes conocidos como clorofluorocarbonos o CFCs, que provienen desde fábricas hasta aerosoles, refrigeradores y espumas plásticas.
Gracias a ello, se pudo impulsar una acción conjunta internacional para impedir la destrucción de la capa de ozono, que protege al planeta de los rayos solares ultravioletas, los cuales pueden dañar directamente al ADN de las células de la piel y que causan quemaduras de sol.
“Es ejemplo de un problema que sí se pudo arreglar y nuestras mediciones nos indican que lo hicimos a tiempo”, declaró Mario Molina en entrevista con la BBC, en 2014.
El científico oriundo de la Ciudad de México señaló en más de una ocasión que cuando eligió el proyecto de investigar el destino de los CFCs en la atmósfera, lo hizo simplemente por curiosidad científica y que no consideró las consecuencias que conllevarían sus estudios.
Entonces ¿Cómo surgió esta curiosidad que lo llevó a ganar el Premio Nobel de Química?
Desde muy pequeño, Mario ya manifestaba un sentido innato para la investigación científica. De niño quedó fascinado cuando contempló un protozoo (organismo microscópico) a través de un primitivo microscopio de juguete.
Años más tarde, se licenció en Ciencias Químicas por la UNAM en 1965. Realizó estudios de posgrado en la Universidad de Friburgo, en Alemania, y se doctoró en Física y Química por la Universidad de Bercley, en Estados Unidos.
En 1972, Mario Molina se unió por vez primera con quien sería su gran colaborador hasta la obtención del Premio Nobel: el profesor estadounidense Sherwood Rowland. Juntos abordaron la investigación acerca de las propiedades químicas del átomo en procesos radiactivos.
Rowland ofreció a Molina varias líneas en las que desarrollar sus investigaciones. Entre ellas hubo una que le cautivó: averiguar el destino de algunas partículas químicas inertes derivadas de procesos industriales (los CFCs) acumulados en la atmósfera y cuyos efectos sobre el medioambiente nos habían sido tenidos en cuenta hasta ese momento.
Al principio el estudio no parecía ser especialmente interesante, pero después de varios meses de estudios e investigaciones junto Rowland, pronto se dieron cuenta de que los átomos producidos por la descomposición de los CFCs destruían el ozono.
En 1974, Rowland y Molina daban cuenta de los resultados de sus investigaciones en un artículo publicado en la revista Nature. En él advertían de la creciente amenaza que representaba el uso de dichos gases, pero su aviso en aquel momento fue criticado y considerado excesivo por un sector de investigadores.
No obstante, la tenacidad y el convencimiento que depositaron en sus propias teorías conquistó las mentes más incrédulas. Tras arduas deliberaciones, Molina y Rowland consiguieron la aprobación a sus tesis en encuentros científicos internacionales y estuvieron presentes en las reuniones en las que se fijaron los parámetros de control que debían hacer cada país en la emisión de CFCs.
Gracias a ello, en 1989 Mario Molina pasó a trabajar en el Departamento de Ciencias Atmosféricas, Planetarias y de la Tierra del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) como investigador y profesor. Y en 1994, su trabajo le brindó otro reconocimiento, en este caso del presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, que lo nombró miembro del comité que le asesora sobre asuntos de ciencia y tecnología, al que pertenecen 18 científicos.
El punto culminante de su trayectoria de trabajo y perseverancia en pro de su preocupación por un problema que afecta a todo el planeta llegó el 11 de octubre de 1995. Ese día el químico mexicano recibió, junto con Rowland el Premio Nobel de Química por ser los pioneros en establecer la relación entre el agujero de ozono y los compuestos de cloro y bromuro en la estratosfera.
“Los científicos pueden plantear los problemas que afectarán al medio ambiente, pero su solución es responsabilidad de toda la sociedad”, dijo durante su premiación en Oslo, Noruega.
El galardón también se concedió al danés Paul Crutzen, del Instituto Max-Planck de Química de Mainz (Alemania) quien halló en 1970 que los gases contaminantes tienen un efecto destructor en esa capa, sin descomponerse.
El 4 de diciembre de 1995, Molina, Rowland y Crutzen fueron premiados además por el Programa de la ONU para el Medioambiente (UNED), por su contribución a la protección de la capa de ozono.
También posee los premios Tyler (1983) y Essekeb (1987) que concede la American Chemical Society, el Newcomb-Cleveland, de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia (1987), por un artículo publicado en la revista SCIENCE que explicaba sus trabajos sobre la química del agujero de ozono en la Antártida. Y la medalla de la NASA (1989) en reconocimiento a sus logros científicos.
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