Si algo ha quedado patente en el sentir de las familias mexicanas a lo largo de varias décadas, es la legítima preocupación social por las condiciones de inseguridad y violencia que prevalecen en el país y se asoman como un espiral interminable.
Despojándonos de cualquier juicio de valor o consideración de tipo político, no sería aventurado afirmar que la República se encuentra inmersa en una crisis de seguridad que - sumada a la complejidad de los tiempos actuales - ponen entre dicho la efectividad tanto de las políticas públicas en esta materia así como las estrategias de prevención social de la violencia que se han implementado al menos durante los sexenios que inauguraron la llamada alternancia política (2000-2020).
No conviene insistir aquí en las cifras o tasas que sirven como botón de muestra de la gravedad de la situación y que trimestralmente son reportadas por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Prácticamente en todos los diagnósticos, encuestas y mediciones puede confirmarse que el país ha adoptado políticas erráticas para disminuir los indicadores de homicidios, robos, secuestros, extorsiones, feminicidios y por si ello fuera poco, también en los índices de violencia hacia la infancia, rubro que termina de redondear un escenario inadmisible y por demás vergonzoso para nuestra generación (véase).
En la bruma del ir y venir de los gobiernos y partidos, se ha perdido de vista algo fundamental de la visión de Estado: la seguridad pública es una función compartida cuya responsabilidad no puede recaer únicamente en un solo nivel de gobierno, y mucho menos sujetarse a la discrecionalidad del mandatario en curso o a los cálculos del calendario electoral.
Analicemos algunos hechos. Tan solo en los últimos ocho años, lo que era la Secretaría de Seguridad Pública Federal ha transitado por tres diseños institucionales distintos, pasando de ser desde una “súper” Secretaría de Estado con importantes recursos presupuestarios y amplias estructuras administrativas para el despliegue de capacidades de planeación y operativas, hasta una Comisión Nacional de Seguridad atípica subordinada al poder político de la Secretaría de Gobernación.
En 2018, esta instancia sufrió un nuevo cambio orgánico tras la reciente transición del poder político, y fue elevada nuevamente al rango de Secretaría pero con modificaciones significativas en su organización interior en detrimento de áreas consideradas estratégicas, nada más y nada menos que en las unidades encargadas de generar planeación, inteligencia, desarrollo científico, así como la administración de los registros nacionales de información y el uso de tecnología para el apoyo de las capacidades policiales, entre otras funciones.
El más claro ejemplo de este “declive” administrativo, puede verse en el destino de la Policía Federal. Luego de llegar a ser una de las corporaciones con importantes capacidades estratégicas y operativas, así como con un valioso capital humano integrado por profesionales técnicos formado de décadas atrás, hoy sus recursos fueron transferidos por decreto a la Guardia Nacional sin diagnóstico de por medio, y algunas de sus divisiones convertidas en automático en direcciones de carácter meramente administrativo mermando su capacidad de operación.
En el terreno de la coordinación el contexto tampoco resulta alentador. La ley en la materia, prevé la existencia de un Consejo Nacional de Seguridad Pública de altísimo nivel, que desde el texto representa una de las figuras más promisorias del federalismo cooperativo en México, ya que está integrado por el Presidente de la República, los 31 mandatarios estatales y la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, el gabinete de seguridad, invitados especiales y representantes de la sociedad civil.
Si bien este Consejo en el pasado ha emitido acuerdos de relevancia para la homologación de acciones y estrategias de seguridad en el país y cuenta con un Secretariado Ejecutivo para materializar y operar la integración de esfuerzos, en la práctica ha resultado ser un órgano intermitente, sin dientes y carente de resultados concretos para el ciudadano a pesar de la riqueza institucional y el potencial de su conformación.
Pero más allá de este análisis ¿Qué nos dice este escenario? Es innegable que México padece el síntoma de una política de seguridad pública improvisada, sin visión estratégica de largo plazo y sobretodo sujeta a las decisiones coyunturales que adoptan los titulares de los distintos niveles de gobierno. Las consecuencias de continuar con esta patología pueden ser fatídicas.
Se trata de tomar una decisión de Estado , o mejor dicho, una decisión del Estado federal. La coordinación en materia de seguridad, no debe ser un guiño político entre los gobiernos federal, estatal y municipal, es una exigencia que ya está en la ley y debe llevarse a la práctica para lograr resultados efectivos en la reducción de la incidencia delictiva y el combate al crimen a lo largo del extenso territorio que conforma nuestro país.
No basta con cambios de nombre por decretos o reestructuras de las áreas de seguridad, mucho menos con discursos y reuniones protocolarias que solo sirven para la fotografía y el comunicado. La seguridad para las familias y las niñas, niños y adolescentes de México no llegará por arte de magia, requiere de altura de miras y sobretodo de trabajo en serio, diario, técnico y coordinado. No político.
La memoria de los tiempos es implacable y si la politización de la seguridad continua perpetuándose como hasta hoy, el juicio histórico que recaiga sobre esta generación de gobernantes será realmente demoledor. Están a tiempo.
*Director Ejecutivo del Think Tank mexicano Early Institute.
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