Viajar es, sin duda, una de las experiencias que más alteradas se han visto por la pandemia del COVID-19.
Desde las horas previas, el ritual viajero pareciera de un universo paralelo. La emoción que –la mayoría de las ocasiones– surge por la idea de montarse en un avión hacia un nuevo destino, ahora pareciera empañada por la ansiedad, el miedo.
La marca del Covid está presente desde la romántica despedida, o bienvenida, según sea el caso. Atrás quedaron –por tiempo indefinido– los abrazos propios de la antesala a distanciarse de un ser querido. Lo mismo para aquellas avalanchas eternas dignas de un recibimiento. A lo mucho ahora se choca un codo.
Eso sí, para el momento de entrar o salir del aeropuerto, se entiende que el viajero ya va enfundado en los accesorios más trendy de la temporada: esas mascarillas cuyo encanto radica en el poder de salvar vidas; las caretas que dan un toque extra de estilo (protección); y el must de la época, el frasco con antibacterial.
Sin todavía ingresar al recinto aéreo, ya llené un formulario en el que, sin otro soporte más que la confianza en la palabra, hay que contestar si se tienen o no síntomas del nuevo coronavirus (también es la palabra de moda).
Todavía fuera, una escena del tipo matanza intergaláctica –la imaginación es subjetiva– se recrea cada dos minutos: un trabajador te apunta a la cabeza como si de una pistola láser se tratara. Pero la realidad no se ha tornado tan interesante (aún). Solo es el control en el que te miden la temperatura; si el número que ese moderno artefacto marca es mayor a 37.5 no se viaja y –se supone– uno es mandado a aislamiento. Aún así, es un control que cualquier asintomático, que se propusiera burlar a la autoridad, se echaría a la bolsa muy fácilmente.
Una vez dentro, arranca el desfile de la moda Covid: hay quienes llevan tapada la nariz y la boca con el cubrebocas, otros literalmente solo llevan cubierta la boca. Colores, diseños, tamaños y materiales: definitivamente hay una gran variedad de mascarillas para todos los gustos. El estilo no es excusa. No tanto en el caso de las caretas. Pero igual, salvo los trabajadores del aeropuerto, solo unos tres o cuatro precavidos llevan una puesta. Antibacterial cada tres pasos, eso sí.
El personal aeroportuario no te toca. Es uno el que pasa el código del pasaje por el lector. También es uno el único que toca su equipaje al pasarlo por la máquina de seguridad. Tampoco el tradicional chequeo corporal –ese en el que palpan por los lados, para cerciorarse que uno no carga con algo que no deba llevar–, en tiempos del Covid solo te revisan con la mirada –y censores digitales–, tal parece que en tiempos de pandemia no queda más que confiar en los demás.
Después de todos los controles, la sala de abordaje y el despliegue de expectativas/realidades.
En los asientos de espera sí hay letreros que indican, a manera de uno sí uno no, en donde está permitido sentarse. Pero la distancia entre los asientos habilitados no llega a ser ni de un metro. Y ni mencionar la inexistente separación con las personas de la fila de asientos que está a espaldas. Tuve la ligera sospecha que no lo pensaron bien.
Otra novedad patrocinada por el virus: los pasajeros antes de abordar deben llenar una pequeña ficha en la que vuelven a declarar que no tienen ningún síntoma de coronavirus –y es que a esas alturas esa es la única respuesta– así como la nacionalidad y si han estado en otros países en los últimos 14 días.
Pero es preciso señalar que las fichas están en bloque –a manera de post-its– sobre la mesa, con dos bolígrafos, sin ningún recipiente con antibacterial al menos en 5 metros a la redonda. Todo pasajero tiene que ir y arrancar la ficha del bloque y tomar el bolígrafo y llenar a mano esa ficha. El riesgo se cuenta solo.
Un vistazo profundo a la sala 7, la que tenía asignada, hizo que me percatara de que el aforo sí que lucía sin alterar, de los pocos detalles de una rutina de viaje sin Covid que parecen intactos. Entonces caí en cuenta que el avión iría ocupado a su capacidad habitual, la de los días en los que ni existía el término de “sana distancia”.
Sonó la voz entrecortada por los altavoces para indicar qué numero de grupo empezaba abordar. Los del uno hicimos fila. La locutora en la bocina pidió también guardar sana distancia, pero no había nadie revisando que efectivamente se hiciera, mucho menos imponiendo la medida en caso de que alguien no la estuviera cumpliendo. Ni siquiera había cintas en el piso –que de tanta ayuda han sido en los supermercados– para señalar la distancia ideal entre cada pasajero. “No lo pensaron bien”, volví a concluir.
Pasé el código del pase de abordar, del teléfono al lector. Mostré de lejos mi licencia de manejo. Abordé. Después del pasillo hacia la puerta del avión, me recibió una sonriente azafata –deduje el gesto por su mirada–. No me resistí y le pregunté si dejaban un asiento vacío entre cada pasajero como medida sanitaria. “Qué ingenua”, habrá pensado –lo deduje también solo con verle los ojos–. Yo lo pensaría. Contestó: “No, ninguna aerolínea del país (México) lo está haciendo”. Supongo que la mirada que le eché habló de más porque enseguida agregó: “pero desinfectamos el avión entre cada vuelo”.
Si las matemáticas no me fallan, ese avión tenía 180 asientos disponibles; si la capacidad visual no me falla, en ese vuelo solo quedaron como 10 lugares libres; si la precisión no me falla, eran como mucho 10 centímetros los que me separaban de la persona enseguida de lado a mí; unos 30 de las que se encontraban a mi altura en las filas de adelante y atrás (los asientos bastante juntos son característica principal de los vuelos low cost).
Por dar una idea, moví el brazo derecho (más bien lo giré) y toqué a la persona de a lado involuntariamente. Si extendía el brazo hacia adelante seguro le tocaba la frente al de enfrente. Precisamente esa persona, con todo derecho, echó el respaldo un poco hacia atrás. Consecuencia: ni siquiera podía (yo) llevar el ordenador abierto en habitual ángulo de 90 grados. Era más bien en forma de “V” que escribía algunas de estas líneas.
La persona detrás de mí estornudaba constantemente. “Seguro es por el aire frío del avión”, pensé intentando autoconvencerme. “Qué bueno que llevo puesto cubre bocas”, continué y giré a ver. “Qué bueno que él también”. De no haber sido así y el hombre en cuestión hubiera sido positivo al virus, sin duda me arrastraba en su capítulo Covid.
Pero nada de esto parecía preocupar a nadie –o lo aparentaban magistralmente–; nadie parecía esforzarse por guardar “eso de la sana distancia”. Ni la aerolínea, al no procurar siquiera dejar un asiento vacío entre sus pasajeros; ni estos al descender. Precisamente, en ese momento se presentó una escena habitual que logró imponerse al Covid: al aterrizar todos se amontonaron en una larga fila de desesperación por salir del avión.
Me esperé hasta el final. Salí. Pero no sin antes volver a insistir con la azafata: “¿de verdad no hay alguna disposición oficial que les obligue a viajar a menos de su capacidad total?”, a lo que contestó resignada: “Ninguna. De hecho, hace una semana me tocó trabajar en un vuelo que iba completamente lleno, no había ni un solo asiento disponible”.
En los días más álgidos de la pandemia en México –202,901 contagios acumulados y 25,060 muertos– en los que ya se registran miles de casos nuevos por día, no pude evitar pensar: ¿Cómo es posible que al tratar de implementar la “nueva normalidad”, justo en los que parecieran los momentos más críticos de la epidemia, no se pueda al menos garantizar las condiciones para que las personas guarden la sana distancia en todo momento?”.
Pero luego reparé: “O ¿será que realmente el mayor escudo contra el COVID-19 es no mentir, no robar y no traicionar?”.
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