En medio de la peor crisis sanitaria y económica del milenio, la sociedad mexicana se enfrasca en una batalla consigo misma. Se encamina a una polarización irreconciliable en torno a dos bandos ideológicos que la opinión púbica ha etiquetado como los progresistas frente a los conservadores. Este antagonismo político no es gratuito, debe decirse. En parte, es resultado de la histórica fractura social que ha confinado a la mayoría de la población a la exclusión y la precariedad. Esta brecha económica y social es la que se manifiesta ahora como un antagonismo político, y con mayor beligerancia en estos meses de encierro obligado, de incertidumbre y miedo. Adicionalmente, el Gobierno de México no es neutral ante esta disputa. El presidente López Obrador día a día contribuye a la discordia, en un ánimo de radicalizar el conflicto.
Sin duda, el conflicto es parte de la política. Incluso, coincidiría con los intelectuales orgánicos del régimen respecto a que, en sociedades con profundas diferencias, es preferible una democracia radical —en los términos que la propone Chantal Mouffe— que una tibia articulación deliberativa y consensual de las diferencias. Enfrentar y discutir los desacuerdos, así como permitir que emerja la oposición, permite articular las identidades políticas y los programas. Sin embargo, lo cierto es que la pugna política de los últimos meses no vertebra una discusión; convierte los temas políticos en fuente de discordia y en un factor de desestabilización. En las últimas semanas, tres episodios han canalizado verbal y socialmente estas circunstancias.
Primero. El debate en torno al racismo en nuestro país, como consecuencia de la muerte del ciudadano afroamericano George Floyd y las manifestaciones de protesta ante su asesinato en Estados Unidos. El camino que la discusión tomó en los foros no fue el de reconocer el peso que las características étnicas y raciales tienen en las oportunidades de educación, empleo y bienestar. No hubo siquiera un consenso mínimo en admitir el problema. Más bien, lo que ocurrió fue la negación, en el mejor de los casos, de nuestras prácticas y discursos racistas. Pero encima de nuestra barahúnda sobre el tema, junto con la negación, vino la incriminación: los ataques entre los progresistas y los conservadores, acerca de quién realmente ejerce prácticas racistas; las acusaciones directas por parte de los progresistas a un sector poblacional, motejado como “whitexican”, y las absurdas defensas desde lo que los conservadores llamaron “racismo inverso”. Aquí, como en todo, el antagonismo se transformó en cerrazón. No hubo diálogo, ni acuerdos, sino confrontación y discordia.
Segundo. El asesinato de Giovanni López evidencia, como bien se ha documentado, la situación de abandono de las policías municipales y estatales, las cuales se encuentran en una situación crítica: sin equipamiento, sin entrenamiento ni protocolos, sin preparación en temas de derechos humanos. Es evidente que, en México, lo que tenemos son cuerpos policiacos que dimanan de la indiferencia institucional, es decir, del abandono de políticos que prefieren privilegiar la vía de las fuerzas armadas antes que la inversión en el fortalecimiento institucional. Lo que tenemos son policías expuestas a la vorágine de la violencia criminal y al poder seductor o depredador de la corrupción. Policías, finalmente, que sirven de instrumento al gobierno en turno para vigilar y castigar a la población con base en criterios políticos, no de seguridad. Sin embargo, además de esta situación, el asesinato de Giovanni López muestra un fenómeno más profundo y grave: los criterios de detención que las propias policías usan son producto de nuestra polarización social. Casos como el de Giovanni, no son excepción, sino norma: jóvenes de escasos recursos, con empleos precarizados, educación trunca, sin futuro por delante. La pobreza, en nuestro país, se criminaliza. Y esta criminalización obedece al clasismo y al racismo. Es un producto más de nuestra desigualdad social.
Tercero. Las manifestaciones de protesta que se suscitaron en Guadalajara, a propósito de la muerte de Giovanni López, mostraron lo más impolítico de nuestra conversación pública y del tratamiento de las diferencias. En esa coyuntura, las redes sociales se convirtieron en un espacio para denostar —como tantas veces ocurre— la protesta social. Facebook, Twitter y WhatsApp hicieron las veces de canales de transmisión de un discurso de odio hacia las y los manifestantes. Una perorata que se estructuró sobre la base de prejuicios de todo tipo: políticos, ideológicos, sociales, estéticos, de clase, de credo. Ejemplo de estos prejuicios es la retahíla de adjetivos discriminatorios usados para descalificar a los manifestantes: “chilangos”, “pobres”, “nacos”, “jodidos”, “de piel morena”, “lopezobradoristas”, “feos”. Estas declaraciones muestran que la polarización que nos sacude se manifiesta, también, en la forma en que pensamos la protesta social.
Los intelectuales orgánicos del régimen celebran la polarización política que empuja el presidente López Obrador. Desde su convicción ideológica, creen que la convulsión social es transversal a la transformación del país. Creen que solo sacudiendo las conciencias de las masas se podrá avanzar hacia un nuevo estadio político y social. Pero la polarización no necesariamente se resolverá en un nuevo orden social sin injusticias, sin conflictos y sin contradicciones. La espiral de violencia política y social que día a día se agita, no se podrá sofocar, así sin más. Por el contrario, a la polarización social que este presidente buscó fallidamente revertir, le puede sustituir un ambiente de antagonismo político y conflicto social que difícilmente nuestras instituciones podrán canalizar. Y en medio del caos, la tentación autoritaria es siempre el primer recurso.
*Profesor-Investigador al Programa de Política de Drogas del CIDE en su sede Región Centro
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