La tragedia de Acapulco: COVID-19 agravó la alta mortalidad que desató el narco

La joya turística ha vivido con el problema de la saturación en sus servicios hospitalarios y funerarios mucho antes de la llegada del virus por los problemas de la narcoviolencia

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Fotografía tomada desde un dron
Fotografía tomada desde un dron que muestra fosas en el Panteón el Palmar de Acapulco, Guerrero (Foto: EFE/David Guzmá)

En Acapulco, Guerrero, un grupo de hombres trabaja a gran velocidad al pie de los cipreses del cementerio municipal El Palmar, para terminar 300 nuevas fosas ante el previsible número de fallecimientos por coronavirus.

El lugar ha sido construido para las familias de escasos recursos o para aquellas personas que por temor a contagiarse no asisten a los entierros.

La joya turística ha vivido con el problema de la saturación en sus servicios hospitalarios y funerarios mucho antes de la llegada del virus por los problemas de la narcoviolencia.

En el estado de Guerrero, los cadáveres por COVID-19 pueden ser enterrados o cremados, pero deben mantenerse en una bolsa especial y dentro de un plazo máximos de ocho horas a partir de que se certifica la defunción. Debido al corto tiempo para inhumar o cremar los cuerpos, las ceremonias fúnebres deben durar máximo cuatro horas, con una asistencia máxima de 20 personas, sólo los familiares más cercanos al fallecido.

Imagen satelital de las narcofosas
Imagen satelital de las narcofosas (Foto: FRANCISCO ROBLES / AFP)

Acapulco de Juárez encabeza la lista de contagios por coronavirus en Guerrero. El 28 de mayo contó 991 casos positivos y 77 defunciones. Le siguie el municipio de Chilpancingo de los Bravo, con 147 enfermos por COVID y 26 muertos. Ambos municipios están asediados por los cárteles de la droga. Ahí el miedo a la violencia es mayor que al virus.

Morir por COVID en tierra de narcos

En la comunidad El Naranjo, en Guerrero, donde los conflictos se dirimen con la ley de las balas, la pandemia del coronavirus llegó con timidez.

Una vista general de panteones
Una vista general de panteones sin gente, en Acapulco en el estado de Guerrero (Foto: EFE/ David Guzmán)

La región, una de las más pobres del país, asumió tardíamente que el virus se propagaría entre sus habitantes. Allí no hubo ni largas filas en los hospitales, ni un descontrol consumista en los supermercados. Los habitantes, apartados por la violencia de los cárteles, vivían en una realidad distante.

Y así fue hasta que llegó a la comunidad una delegación de Médicos sin Fronteras, organización médica y humanitaria internacional que aporta su ayuda a zonas de guerra como Medio Oriente, que los habitantes supieron que algo grave pasaba en el mundo, pues como en la mayoría de los municipios de Guerrero, los grupos armados mantienen aisladas a las personas del mundo.

El personal médico, encabezado por el doctor colombiano Nestor Rubiano, descubrieron que nadie en la región sabía del COVID-19, así que les hablaron por primera vez del virus mortal que ha dejado en el país 9,044 decesos y 81,400 casos positivos.

Sin embargo, los habitantes declararon un menos severo estado de calamidad y le pidieron a los médicos que se retiraran pues preferían no recibir foráneos por temor a que un contagio llegara a su comunidad.

La última noticia que los médicos escucharon sobre El Naranjo y otras tierras narcas, fue que el pasado 18 de abril, en pleno confinamiento, un enfrentamiento entre grupos armados dejó 13 muertos y un número desconocido de pobladores secuestrados.

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