El reparto de despensas, que en las últimas semanas han hecho varias organizaciones delictivas, debe tomarse en su justa dimensión. Sin duda alguna,la crisis de salud que detonó el nuevo coronavirus ha traído consigo movimientos en el campo de la delincuencia organizada a partir de las medidas de distanciamiento social y de sus consecuencias.
Por ello, las respuestas de la delincuencia ante los efectos sociales y económicos de la pandemia deben considerarse con la mayor seriedad. Sin embargo, debe decirse que el reparto de despensas no apunta, en modo alguno, a sustituir las funciones sociales del Estado, como se reportó en la prensa con cierta alarma, sencillamente porque las organizaciones del “narco” cuentan, desde hace medio siglo, con mecanismos efectivos para colonizar comunidades.
El asunto de las despensas no es un tema menor, pero su tratamiento mediático ha sido desproporcionado. El hecho se convirtió en noticia de primera plana debido al contexto generalizado de la crisis de salud, mas no implica un cambio cualitativo súbito en la logística de las organizaciones delictivas.
En otras palabras, el reparto de artículos básicos que los grupos delictivos realizaron de casa en casan constituye un cambio organizativo mas no organizacional. La entrega de despensas debe leerse como una táctica que el narco ha usado para incrementar su visibilidad pública. Una táctica que tampoco es nueva. Se enmarca en la estrategia —esta sí, organizacional— de guerra que, desde hace más de una década, la delincuencia organizada ha usado: la publicidad de sus actividades a través de redes sociales y medios de difusión. Uno de los argumentos en que se fundamentó la alarma mediática fue que la exposición pública para repartir despensas constituía un desafío de las organizaciones delictivas a las instituciones del Estado mexicano. Quizá. Pero habría que decir que, al menos en los últimos seis meses, los verdaderos retos al Estado han sido el llamado “Culiacanazo”, la masacre de la familia LeBarón y la emboscada y asesinato de 14 policías en Aguililla, Michoacán, por solo mencionar algunos eventos.
Se dijo, también, que las organizaciones delictivas buscan crear una base social, es decir, un grupo de apoyo dentro de las localidades. Al respecto, cabría recordar que una gran cantidad de organizaciones delictivas nacieron de —y se alimentan de— las localidades; las historias documentadas sobre el narco, en Sinaloa, Guerrero y Michoacán, dan cuenta de ello. Yendo aún más lejos, se llegó a anunciar que la base social que las organizaciones delictivas adquirieran hoy, resultado de su “desafío”, sería mañana la plataforma para las negociaciones políticas y la cooptación de las instituciones de procuración e impartición de justicia.
Dicho sin ambages, este es un argumento sin contexto, ya que, en el mundo, en México y en casi todas las regiones del país, los mercados ilegales son posibles justo por la connivencia de las autoridades políticas y del gobierno.
El revuelo mediático que el reparto de despensas provocó no debe alarmarnos: no habrá una nueva dinámica en la delincuencia organizada —al menos no por este acontecimiento—. En el contexto mexicano, la lógica de operación de estos grupos es clara y tiene otros mecanismos conocidos para desarrollarse en las comunidades.
En nuestro país, los grupos delictivos han sido, y son, actores con capacidad de acción colectiva en contextos locales. Dicho de otra manera, las organizaciones delictivas no solo se insertan en distintos mercados ilegales, como el de drogas, secuestros y extorsión; también desarrollan actividades comunitarias y cooperan en la vida colectiva resolviendo algunos problemas de la localidad. Sobra decir que estas lógicas no son recientes, ni mucho menos; por lo contrario, son de larga data.
Con sus excepciones, por supuesto, pero desde las décadas de los setenta y ochenta, muchas de las organizaciones delictivas vinculadas a los mercados de drogas se articularon comunitariamente, a través de la siembra y el trasiego de la marihuana o de la goma de opio. En esa época, las organizaciones no se constituyeron, necesariamente, como una actividad delictiva. Muchas veces su lógica era de subsistencia y parte de las formas de producción locales y culturales.
En todo caso, lo relevante para el asunto es que las organizaciones desarrollaron, desde entonces, anclajes comunitarios a través de distintos métodos, como la construcción de una base social y una hegemonía. Así, contribuían a la economía local con préstamos y financiamiento, dirimían disputas políticas al apoyar a uno u otro candidato o funcionario, o incluso impartían justicia.
La historia del narcotráfico en México es rica en anécdotas sobre la función social de los capos mexicanos, así como acerca de su generosidad en financiamientos comunitarios o proveyendo médicos y maestros para las tareas de educación y salud. En este siglo, el anclaje comunitario no ha sido tan idílico. Además de los mecanismos tradicionales, han surgido otros más violentos y coercitivos.
Desde el inicio de la Guerra contra las drogas muchas organizaciones han diversificado sus actividades, ingresando a varios mercados. Además, se ha dado un fenómeno de fragmentación en que los grandes cárteles se han desgranado en una multiplicidad de grupos que difícilmente hacen asequible su manejo. En este contexto, las organizaciones han adquirido una lógica más predatoria, en la que la relación con las comunidades es más instrumental y extractivista.
El cobro de impuestos, el uso de los recursos comunitarios —muchas veces precarios— o el reclutamientos de jóvenes y niños para el sicariato son las formas menos violentas en que las organizaciones han rearticulado su anclaje con lo local. Las más violentas son las extorsiones, los secuestros y las violaciones.
Dentro del fuerte acoplamiento entre el campo criminal y el campo comunitario existen muchas zonas grises. No se trata de un grupo armado que captura una comunidad o de una comunidad que provee a un grupo armado. Tampoco se trata de un asunto moral, entre buenos y malos, sino de lógicas de articulación entre las organizaciones y las comunidades. En última instancia, el reparto de despensas no es una burda suplantación del gobierno por parte de la delincuencia organizada; afirmar esto es, por lo menos, ingenuo.
Los anclajes entre criminales y comunidad han rebasado, desde su surgimiento, la dimensión estatal, económica y de seguridad; se han infiltrado en otros engranes sociales, como la producción de cultura y el sentido de vida. A través de la música y de los estilos de vestir, por ejemplo, se construye un horizonte social del gusto y una estética que da forma ala cotidianidad. A través de las figuras del líder, de la narración de sus actividades y ayudas benéficas, se construyen expectativas de vida para los jóvenes, sobre el qué hacer, cómo vivir y cómo morir.
Sin duda, la entrega de despensas causó estupor en la opinión pública. Incluso el presidente Andrés Manuel López Obrador, desde su posición de conciliación y reconciliación con las organizaciones delictivas, hizo un llamado a sus integrantes a detener la entrega. El hecho ocurrió, además, en un contexto mediático en que mucho se ha discutido sobre los posibles escenarios que tomará la delincuencia en el contexto del nuevo coronavirus, que han ido desde pensar si los integrantes de grupos delictivos iban a respetar la sana distancia o a tomar las calles, hasta especular si habrá o no una reconfiguración en la gama de delitos.
Respecto a las entregas de despensas, hay que parar las hipótesis: este suceso solamente representó una oportunidad de marketing que no estaba de más para las organizaciones delictivas. Lo importante, en todo caso, es que el estado de alarma que detonó este caso nos debe llevar a reflexionar sobre los mecanismos de anclaje y captura a nivel local. Mecanismos que, por cierto, requerirán una intervención muy distinta a la política de balazos y abrazos.
* Profesor-Investigador al Programa de Política de Drogas del CIDE en su sede Región Centro
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