Escribir un poema después de Auschwitz es un acto de barbarie.
—Theodor W. Adorno
¿Es posible escribir poesía en medio de la barbarie? Esa pregunta me la hice hace unos años cuando efectuaba trabajo de campo en Tierra Caliente, en Michoacán. Poco antes, la entidad había transitado por una de sus mayores crisis de seguridad: el alzamiento de las autodefensas. Durante el periodo 2006-2013, los actos delictivos perpetrados por Los Caballeros Templarios dejaron en claro que la violencia en México no solo se había disparado en sus indicadores cuantitativos, como la tasa de homicidios, sino que también había cambiado cualitativamente. Desde entonces, se presentaba con mayor crueldad y brutalidad. Sin embargo, a pesar de esta situación de violencia barbárica, en Apatzingán me topé también con una vibrante vida cultural. ¿Cómo conciliar ambos fenómenos? ¿Cómo podían coexistir arte y violencia? ¿Cómo era posible escribir poesía en un espacio social tan violentado?
En su momento, el muy citado pasaje de Adorno —que aquí retomo— abrió un amplio horizonte de discusión para reflexionar sobre el sentido que la Modernidad occidental daba a la cultura y a la creación artística. Más que una reducción prescriptiva que invitara a rechazar el arte, la frase de Adorno fue una licencia retórica que el filósofo de Frankfurt lanzó para indagar sobre el papel de la cultura y las posibilidades del arte en la comprensión de la sociedad hacía de sí misma. Adorno realizó su reflexión en el marco de un momento histórico particular: la Segunda Guerra Mundial; sin embargo, su pensamiento no deja de ser vigente. La creación artística y cultural surge en toda crisis, para representar, reflexionar y sobrepasar esa situación. Hemos visto este fenómeno en entornos de violencia, guerra y conflicto. Y ahora lo estamos presenciando en el contexto de la crisis sanitaria mundial por el nuevo coronavirus.
Si entendemos el arte, en su definición mínima, como una manera alternativa de representar la realidad a partir de la búsqueda de lo sublime, resulta evidente cómo en la poesía, la pintura, la literatura o el teatro, el mundo, en tiempos de crisis, es representado en versiones estéticas, cabe decir, poéticas. No por casualidad, las pandemias o los conflictos armados han sido, desde siempre, temas recurrentes de las artes. Ahí están los relatos de Camus, Mann y García Márquez; están también la Guernica de Picasso, el Guerrero indio de Rivera o La Libertad guiando al pueblo, de Delacroix.
Pero el arte no solo ha representado las pandemias y las guerras, también ha sido vía para expresar, y muchas veces aliviar, las penas y sufrimientos por estas causas. Hoy en día, afortunadamente, existe un robusto cuerpo de literatura que documenta una rica paleta de experiencias comunitarias en las que la cultura y la creación artística se han usado como herramientas para resarcir heridas en momentos de crisis y conflicto. En general, esos estudios demuestran que, además de la expresión artística, la promoción de la creación y el disfrute artístico, por sí misma, tiene efectos tanto en el nivel emocional, como en el ámbito psicológico y social. Por ejemplo, organizar lecturas de poesía, montar una obra de teatro o enseñar la ejecución de instrumentos musicales contribuye a mitigar los efectos de experiencias traumáticas, a recuperar la capacidad de comunicación interpersonal, y a construir una memoria colectiva.
De ahí la necesidad de mantener el impulso de las iniciativas culturales desde el Estado, pero también desde la sociedad civil. Sobre todo, en contextos en los que las dinámicas adquieren su propia singularidad a nivel local. Como algunos colegas han señalado, es necesario centrar la mirada en los enclaves regionales, locales y comunitarios no solo para entender de mejor manera las violencias, sino también, para observar las respuestas ciudadanas ante la barbarie. Esto ocurre en Apatzingán, un caso que he estudiado.
La semana pasada se llevó a cabo el Primer Festival Virtual de Poesía y Canto, de Apatzingán y Tierra Caliente, organizado por el colectivo Revolución Cultural. En él concurrieron poetas, músicos, narradores y asistentes —virtuales— de la región y otras partes del país. No se trató de un festival de coyuntura, propio de la situación de emergencia sanitaria en la que se encuentra el mundo, sino que formó parte de toda una cadena de eventos que colectivos de creadores, así como promotores y funcionarios del sector cultural en la región han impulsado, a pesar de todo —incluso de ellos mismos— como una manera de manifestarse frente a la violencia y de responder a sus causas estructurales.
El objetivo de estos grupos se despliega en tres vertientes. Primero, impulsar y difundir la cultura, las artes y las tradiciones regionales para construir alternativas de esparcimiento ante la precariedad de la infraestructura cultural. Segundo, impulsar el arte y las actividades culturales como una estrategia para ganar terreno a lo que llaman la cultura del narco. Y, tercero, construir nuevas formas de organización y convivencia social.
Cabe decir que ese empuje cultural en la región se canaliza a través de distintas vías. Ahí nacieron, de la imaginación del poeta Uriel Ramírez, las poemantas, una propuesta estética de subversión simbólica que busca enfrentar el imaginario cultural y la legitimidad que en estos territorios han ganado las organizaciones delincuenciales. Ahí surgieron, de la mano del colectivo Revolución Cultural, las Rondallas y las Ferias del Libro para la Paz y la Esperanza, que buscan impulsar y difundir las artes y la convivencia social a través de la música. Y ahí se originarion, también, las valonmínimas, formas poéticas enraizadas en la cultura regional. Todos estos eventos y encuentros toman lugar en el Callejón de la Esperanza, espacio inaugurado por los colectivos de activismo cultural.
El Estado, hay que decirlo, ha respondido a la efervescencia cultural de la región a través de una institución fundamental, el Fondo de Cultura Económica. Desde 2014, el FCE, junto con el gobierno del estado y del municipio, ha trabajado en la construcción y puesta en marcha del centro cultural “La Estación”, un espacio para la enseñanza de las artes y la cultura regionales que, además, impulsa el modelo de “Cultura de paz, palabra y memoria”, una estrategia de convivencia comunitaria para hacer frente a la violencia. Si bien las relaciones entre esta institución del Estado y el activismo cultural local no siempre han sido coincidentes, con el tiempo y el diálogo se ha construido cierta colaboración que permite el flujo de las distintas lógicas culturales de la sociedad civil y del Estado.
Como se observa en el caso de Tierra Caliente, la crisis de seguridad que envuelve al país trajo consigo un refortalecimiento del arte y las actividades culturales. Ahora, en el contexto de la crisis de sanidad detonada por el nuevo coronavirus, los colectivos de cultura de Tierra Caliente recurren a la modalidad virtual para continuar sus expresiones artísticas. Paradójicamente, el encierro obligado por la contingencia sanitaria permitió al Festival no solo salir de sus fronteras regionales, sino expandir el alcance de sus propuestas. No por casualidad el lema del Festival fue este: “Decenas de apatzinguenses y terracalentanos abrazados, para abrazar al mundo”.
Sin duda, los colectivos de arte y cultura son de vital importancia para la vida comunitaria: permiten fortalecer los vínculos sociales a través de la convivencia y la solidaridad; propician la politización de las y los ciudadanos mediante la dinámica de organización, movilización y discusión colectiva que generan, y, sobre todo, en contextos como el de Tierra Caliente, ayudan a limitar el alcance de la violencia, que no cesa. (Tan solo hace unos días, en una región cercana a Apatzingán, se reportaron varios enfrentamientos con un saldo de más de 21 muertos).
Desafortunadamente, además de las dificultades propias de los contextos en los que surgen, en nuestro país, estos colectivos de arte y cultura enfrentan desafíos históricos: la falta de apoyos, en primera instancia. Falta que, recientemente, se ha tornado aún más crítica, a partir de que el gobierno federal redujo el presupuesto destinado al fomento de las actividades de la sociedad civil.
Justamente ahora, y a pesar del pesimismo que en su momento generó la reflexión de Adorno, es necesario decir que el arte y la poesía no solo son posibles después de la barbarie, sino que son una obligación ética. La lírica y las manifestaciones del espíritu se levantan de entre las ruinas de las atrocidades, ya sea para documentar el horror o para tratar de superarlo en un marco de verdad, justicia y perdón. Así vio la expresión artística toda una generación de escritores, desde Primo Levi hasta Paul Steinberg. En Apatzingán aún desconocemos el alcance de la barbarie; esta aún no termina. Los actores de la violencia se diversifican e intensifican sus atrocidades. Aún así, ante la violencia y la precariedad, una gran parte de la energía colectiva apuesta por lo que llaman una “revolución cultural”:
En poético ritual,
bajo el sol, bajo la luna,
en Apatzingán hay una
Revolución Cultural;
así sea en modo virtual,
nos comparte su alegría,
y suena en la melodía
y en el verso cada vez,
que Tierra Caliente es
lugar de canto y poesía.
* Profesor-Investigador al Programa de Política de Drogas del CIDE en su sede Región Centro
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