No hace mucho tiempo, Byung-Chul Han –el filósofo surcoreano de moda– escribía que la era inmunológica se encontraba agotada y presenciábamos su ocaso. Por paradigma inmunológico, el intelectual se refería a la lógica amigo-enemigo que permeó la política del siglo XX. El periodo de las Guerras Mundiales y de la Guerra Fría cristalizaba la idea. La fase histórica en la que entender a los otros como extraños era el primer paso para construirlos socialmente como enemigos. Una época en que el otro podría significar riesgo o peligro.
Lejos estamos del fin del paradigma inmunológico. Como sociedad, en situaciones de incertidumbre y zozobra, aún seguimos construyendo culpables y enemigos y detonamos reacciones inmunológicas frente a la extrañeza y la otredad. La pandemia de la COVID-19 ha traído consigo episodios de violencia y señalamiento social hacia un sector de la población: las y los trabajadores del sistema de salud. Como puntualmente ha documentado Infobae, desde el inicio de la epidemia del nuevo coronavirus, el personal médico, en especial el de enfermería, ha sido agredido en los centros hospitalarios, en la vía pública o en sus domicilios. Las agresiones no solo han sido verbales, sino también físicas: desde amenazas hasta ataques directos. Por ejemplo, se les acusa de ser un riesgo de contagio, se les impide abordar el transporte público o se les rocía cloro en el cuerpo.
El asunto no es menor. Ya desde finales de marzo, el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) llamaba a “evitar actos discriminatorios contra personal médico y de enfermería que atiende casos de COVID-19”. Hace unos días, El Universal informó que en un mes se habían registrado 35 agresiones contra médicos y pacientes. El asunto transitó de casos aislados a episodios encadenados de violencia. Pero, ¿por qué ocurren estos ataques?
Desafortunadamente la violencia contra el personal sanitario no es un problema regional y coyuntural, sino global y sistémico. Un estudio de 2014, publicado en la revista The Lancet, advierte sobre los inusitados niveles de agresiones que los trabajadores de salud sufren con respecto a colegas de otros sectores. Médicos y enfermeras están expuestos a diversas formas de ataques físicos y psicológicos: intimidación, golpes y hasta tiroteos. La mayoría de las veces, estos actos de violencia son perpetrados por pacientes, familiares y visitantes.
De acuerdo con los estudios académicos, tres características de la violencia sistémica hacia los trabajadores de la salud llaman la atención. La primera es que el 70 u 80 por ciento de las agresiones no se denuncian porque los propios afectados los perciben como parte del trabajo. En otras palabras, el personal de salud ha normalizado la violencia que padece. La segunda es que a nivel mundial al menos un tercio de las enfermeras es víctima de estos actos. La tercera es que la mayoría de las agresiones ocurre en las salas de emergencia.
Para entender por qué en México se han presentado los recientes episodios de violencia hacia el personal de salud, en especial, hacia enfermeros y enfermeras hay que comenzar por revisar los problemas por los que atraviesa el sector.
El estado del sistema de salud mexicano es deficiente. Respecto a los pacientes, la atención médica que reciben no es de la mejor calidad debido a que las instituciones de salud presentan problemas de capacidad instalada: insuficiencia de equipo, de medicamentos, de personal médico y de infraestructura. En lo concerniente al personal, este se enfrenta a problemas propios de una administración pública anquilosada, penetrada por la corrupción y con demasiadas resistencias. En relación con la administración interna, no olvidemos que recién en enero de este año el gobierno federal consumó una reforma estructural al sistema de salud, por lo que todavía no hay plena claridad en sus mecanismos de operación y financiamiento. Aunado a estos factores intrínsecos, el contexto actual es inédito: el sistema enfrenta una pandemia como no ocurría en cien años y de la que aún sabemos poco. Todas estas variables son condiciones para que –como se ha puntualizado en un informe reciente– las próximas semanas sean críticas y el sistema de salud enfrente una fuerte presión externa en condiciones internas de “debilidad extrema”.
En este escenario, la posibilidad de ingresar como paciente diagnosticado con COVID-19 es preocupante, por decir lo menos. Como ciudadanos nos enfrentamos a la posibilidad de contagio y de muerte. Sin duda, la zozobra despierta emociones. No es fácil lidiar con un fenómeno que nos rebasa. Además, la enfermedad no es la única situación que agobia. La mayoría de las familias mexicanas se encuentran expuestas a otra incertidumbre, no menor, que la pandemia del coronavirus ha traído consigo: el futuro económico, laboral y social. También es necesario apuntar un elemento adicional: a diferencia de países como Ecuador o Argentina, en México hemos padecido la agonía del tiempo. Desde acá, llevamos ya tres meses contemplando el caos y la crisis mundial: tres meses de espera de lo inevitable.
Es en este escenario de incertidumbre y desasosiego que resulta difícil generar confianza hacia sistemas abstractos como ese llamado ciencia. Es en escenarios críticos y de miedo cuando se vuelve apremiante, pero complicado, darle sentido a lo inconcebible, a lo disruptivo y extraño que resulta todo. No olvidemos que en pocos días el distanciamiento social —que se convirtió en confinamiento— nos cambió la vida. No es realista esperar que los individuos tomen decisiones más informadas (racionales, dirán algunos) en contextos en que las tecnologías de la inmediatez nos inundan con noticas falsas. Aquí cabría preguntarse, ¿con qué herramientas y materiales contamos los individuos para ordenar el caos, disciplinar las sensaciones y sosegar las inquietudes?
Desafortunadamente, como sociedad aún echamos mano de los prejuicios y del pensamiento mágico para tomar decisiones o para explicarnos muchos fenómenos. Esto ocurre en dos vertientes. Por un lado, en contextos de miedo y desesperación, expresamos nuestra zozobra a través del filtro de los prejuicios, antesala de la intolerancia y la violencia. Por otro lado, en estas épocas de crisis tendemos a creer en las soluciones mágicas contra el coronavirus, como el famoso dióxido de cloro, conocido como “suplemento mineral milagroso” o el, más asombroso, “pelito sanador”, que no es otra cosa que un cabello que supuestamente se encuentra dentro de cualquier Biblia.
En la actual coyuntura crítica, la incertidumbre ante lo absurdo y complejo busca resolverse con certezas, muchas de estas falsas. El miedo ante el contagio y la muerte busca un culpable concreto, de carne y hueso. Por ello, en los episodios de violencia de los últimos días no se culpa al sistema de salud en su totalidad, como ente impersonal. No se ataca a un virus invisible, ni a una “epidemia abstracta”, como la llamó Esteban Illades. Los episodios de violencia reclaman un enemigo concreto. Para una psique vulnerada por el pánico, los prejuicios o la desinformación, el médico, con su bata blanca, o la enfermera en uniforme no solo simbolizan el sistema de salud y sus carencias, sino también la pandemia, su virulencia y los efectos sociales y económicos que trajo consigo. Por tanto, resultan ser los sujetos idóneos para culpabilizar, para construirlos como un otro, como peligro y enemigo.
Byung-Chul Han estaba equivocado en su afirmación. Seguimos politizando y erigiendo enemigos con el ánimo de inmunizarnos frente al peligro. En un país profundamente desigual, el “culpable” encarna todos los males y en esa figura se trasminan todos los prejuicios de clase, de género, de tono de piel. No casualmente, los ataques más agresivos que hemos presenciado han ocurrido contra las enfermeras. En el México de las élites de expertos, de la violencia de género y de las desigualdades sociales, las enfermeras se encuentran en el eslabón más bajo y más débil del imaginario colectivo. A la enfermera se la percibe como una cuidadora subordinada al médico, no solo en una jerarquía de poder sino también y, sobre todo, en una jerarquía de saber. La enfermera representa, en pleno siglo XXI, a las mujeres cuidadoras y buscadoras de la era de la peste bubónica.
El presidente López Obrador, el Conapred y el Dr. López-Gatell Ramírez han llamado a la solidaridad y al respeto hacia el personal de salud. Como sociedad es necesario comprometernos con el llamado. Pero no basta con romantizar una profesión. No basta con exaltar la solidaridad de la población. Lo que se necesita es discutir la realidad. La precariedad laboral del personal médico y, en especial, el de enfermería. Visibilizar la situación de vulnerabilidad a la que se les ha condenado. Más aún, en tiempos del nuevo coronavirus debemos eximir a nuestros médicos y enfermeras de la polarización que carcome al país y a su vida política. Rescatarlos de la precariedad y vulnerabilidad e inmunizarlos ante el dogmatismo, el oscurantismo y el fanatismo. En esta historia, el personal médico es la primera y última trinchera en una guerra que se vislumbra difícil y dolorosa.
* Profesor-Investigador al Programa de Política de Drogas del CIDE en su sede Región Centro
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