Le decían Margarita pero se llamaba Miriam. O Miria, como decía ella. Trabajó con María Angélica Rodríguez viuda de Trejo por tres años hasta que un día, después de una pelea, Miriam asesinó a Rodríguez. Le disparó cuatro veces hasta que ya no habló. “No mató, yo la maté”, confesó después Miriam.
Rodríguez, de 63 años, la trajo a la Ciudad de México de Simojovel, Chiapas, para ser trabajadora del hogar. Con una vida triste, sin papás y con seis hermanos, aceptó. Hijo de Rodríguez y estudiante de veterinaria en la UNAM, José Alberto declaró que Miriam era una persona agresiva: no de manera física sino grosera.
Durante tres años le pagaron cinco pesos a la semana. Cuando el reportero de La Prensa Wilbert Torre Gutiérrez entrevistó a la joven en la jefatura de Policía ella confesó, sin estar nerviosa y de manera natural, haber matado a su empleadora.
“Siñora se enojó porque no supe hacer su comida”, le contó Miriam a Torre Gutiérrez. Miriam trambién describió el abuso que recibía todos los días de la “siñora” Rodríguez. Golpes con palos, chorros de sangre, bastante sangre.
El escenario fue en las calles de Unión 181-18, un departamento en la Colonia Escandón. Los balazos estaban en la espalda, en la axila derecha, y en el muslo. José Alberto la encontró con un cuchillo y junto a las parrillas de la estufa. Sin haber nada robado y Rodríguez sin aparentemente tener enemigos, Miriam se convirtió en la única y principal sospechosa. Lo que sí encontaron, de acuerdo a El Heraldo de Chiapas, fueron rastros de sangre en las escaleras que conducían al departamento. También era imposible que alguien ingresara sin que el portero se diera cuenta, y la prueba de parafina de José Alberto había salido negativa.
Los policías no se tardaron en encontrarla. Escapó y tomó un camión de la línea San Ángel Inn hasta que un chofer de la terminal, al verla dando vueltas y perdida, la llevó con una amiga que la recomendó para que pudiera entrar a trabajar. El chofer le dio a los agentes que la estaban buscando la nueva dirección de Miriam. Fotos y datos de la sospechosa fueron pegados en calles de la ciudad, en paraderos de autobuses, y en la recién inaugurada línea 1 del Metro.
Fue detenida el domingo 11 de octubre de 1970, cuatro días después de que José Alberto encontrara muerta a su madre. Trabajando en otra casa, ella misma abrió la puerta y recibió a los comandantes Baena Camargo Inclán, Rosendo Páramo, Mario Devars, y el sargento Abel Ramos. Los policías no encontraron el arma homicida hasta que ella les enseñó que la tenía amarrada, con un mecate, abajo de su blusa.
Miriam sentía culpa y arrepentimiento pero estaba tranquila. Tenía 14 años y se le dificultaba hablar español. No sabía leer ni escribir. El pie de foto de un periódico informaba que había sido capturada en una casa de la Unidad Santa Fe. También describen a María Rodríguez como la enriquecida y acaudalada ganadera y a Miriam Ruiz Hernández como su sirvienta.
“No te vayas”, fue lo último que Rodríguez le gritó a Miriam. Confesó a Torre Gutiérrez que la siñora agarró su cuchillo y le dijo que la iba a matar. Miriam caminó rápido a una recámara, recogió una pistola debajo de una almohada, regresó a la cocina, y disparó.
Miriam declaró que la “siñora era mala. Ya no quiero matar… ya no quiero volver a pecar”. También explicó que ella quería trabajar con la señora Marcela Gómez, quien le ofrecía diez pesos diarios de sueldo, además de que a Miriam no le gustaba que la señora Rodríguez le escogiera y comprara ropa y zapatos.
Myriam Laurini y Rolo Diez, en su libro Nota Roja 70’s, publicado en 1993 y donde describen la crónica policiaca en la Ciudad de México, afirman, en esta “pequeña historia de odio y venganza”, que Miriam Ruiz fue enviada al Tribunal para Menores. También especulan lo que pudo haber sido de su vida: tal vez aprendió a leer y escribir, tal vez aprendió algún oficio, tal vez se casó y tuvo hijos, tal vez no aprendió nada. “Lo único real es que la niña chiapaneca fue noticia por tres días y luego nunca más se supo de ella”, cuentan.
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