El miedo es una emoción que nos acompaña desde siempre. Su poder y su fuerza radica en que es una emoción básica, primaria y constitutiva. Hay algunas emociones que podemos modificar y otras tantas que podemos anular, pero en lo que respecta al miedo, solo podemos controlarlo y minimizarlo. Es quizás la emoción que con mayor rapidez se activa si interpretamos a una situación como peligrosa o amenazante.
Para comprender su importancia debemos saber que las emociones se dividen en dos grandes grupos: básicas y no básicas.
Las emociones básicas son formas, genéticamente determinadas, de respuesta a los estímulos que nos llegan del entorno. En ese sentido son universales, es decir las compartimos todos los seres humanos sin distinción de razas y culturas. Estas emociones son: el miedo, alegría, sorpresa, ira, tristeza y el asco. Todas tienen en común un mecanismo básico, un conjunto innato e inmutable que determina implacablemente un patrón especifico de reacciones corporales ante determinados estímulos ambientales
En cambio, las emociones secundarias o no básicas varían de acuerdo a la cultura. Entre ellas encontramos la vergüenza, la culpa, aversión, indignación, envidia, vergüenza ajena, admiración etc. A diferencia de las emociones básicas, estas emociones están determinadas por la cultura y su manifestación es producto del aprendizaje, la educación que recibimos, el ambiente en el que nacimos, la familia a la que pertenecemos, etc. Debido a que su aparición no está determinada por los genes, cada uno de nosotros podemos responder de diferente manera a los mismos estímulos. Por ejemplo: sentimos vergüenza o admiración por distintas cosas.
Hoy el mundo está viviendo una nueva pandemia con el coronavirus que nos tiene a todos de una manera u otra, atemorizados. Y la pregunta que podemos hacernos es: ¿Está bien tener miedo? O ¿tenemos que estar tranquilos, mantener la calma y no preocuparnos? ¿Cuál es la mejor conducta que podemos tener al respecto? ¿Cómo tenemos que sentirnos de acuerdo a lo que está sucediendo?
El miedo les sirvió a nuestros antepasados para sobrevivir en su medio ambiente, para protegerse y mantenerse a salvo de los peligros que en ese momento existían. Hoy nosotros estamos en la misma situación que nuestros antecesores. Por supuesto que no es un león el que nos están corriendo, sino un virus, que no vemos, pero que sabemos que está diseminándose con mucha rapidez y que nos puede atrapar al igual que el león a nuestros predecesores.
Las circunstancias son distintas, pero el miedo que provoca es el mismo. El instinto de supervivencia hace que se active rápidamente nuestro sistema de alarma interna (el miedo) y nos lleve a ponernos al resguardo.
¿Hay que tener miedo? Sí. Simplemente porque es un riesgo real que pone en peligro nuestra vida. ¿Podemos hacer algo al respecto? Si. Cuidarnos y cuidar a quienes nos rodean. Hacer el 100% de lo que nos corresponde y de lo que está a nuestro alcance. Es decir: lavarnos las manos frecuentemente, limpiar las superficies que utilizamos, no estar en ambientes cerrados, no dar abrazos y todo lo que las autoridades y especialistas en tema indiquen.
La mejor manera de reducir el temor, es actuando. Ser responsables en nuestros actos de cuidado y protección contra el virus, tanto para nosotros como para quienes nos rodean, nos hará sentirnos bien. Saber que estamos haciendo lo correcto y todo aquello que esté a nuestro alcance, es la mejor manera que tenemos de apaciguar el miedo.
*Psicóloga y escritora
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