En mayo de 2013, un horrendo doble asesinato cimbró al estado de Chihuahua. Ana Carolina, una adolescente que en ese entonces tenía 17 años, junto con su novio José Alberto Grajeda Batista y Mauro Domínguez, un amigo, cometieron uno de los homicidios más crueles de que se tenga memoria.
El viernes 3 de mayo de ese año ingresaron sigilosamente a la casa de los señores María Albertina Enríquez Ortegón y Efrén López Tarango, de 69 y 88 años, respectivamente, quienes eran padres adoptivos de la joven.
Ana creció en un ambiente de amor, nunca le faltó nada, según relataron familiares cercanos. Sus padres le dieron una vida desahogada económicamente, de hecho, después se supo que su plan era matarlos para heredar varios millones de pesos en cuentas bancarias y negocios como bares y expendios de licor en la ciudad, además de distintas propiedades en Chihuahua y Texas, Estados Unidos.
Los señores López tuvieron varios hijos, pero cuando estos crecieron quisieron adoptar una niña. Su posición social les permitía evitar que alguna pequeña creciera en un orfanato.
Ana Carolina, “Yeni”, como le decían de cariño sus padres, preparó durante un mes una trampa de dos tiempos. Primero prendió la televisión de la sala y esperó a que su padre no estuviera para llamar a su madre a la cocina, con Mauro agazapado detrás de un sillón.
“Mamá, no encuentro un ingrediente”, dijo. Cuando Albertina entró a la estancia, fue sorprendida por la espalda. Tenía los ojos clavados en su hija al momento de ser asfixiada con un cable. Don Efrén nunca tuvo la oportunidad de salvarse. A las 10, cuando regresó de la que sería su última partida de pool, Ana Carolina repitió la operación. “Papá, ¿no vienes a cortar fruta conmigo?”. Esta vez, el brazo ejecutor de “Yeni” fue José.
Esa noche fueron golpeados por minutos, luego los estrangularon y les inyectaron cloro con insecticida en el cuello, para asegurarse que estuvieran muertos. Ahí los dejaron un día entero, inertes, tirados en la cocina, bañados en sangre.
Los tres asesinos limpiaron meticulosamente la cocina, para que no quedara una sola evidencia de lo que ahí acababa de ocurrir. Después del homicidio, Ana Carolina, José y Mauro dejaron los cuerpos en la sala para ir a cenar hot dogs. Remataron con un six de cervezas. Al día siguiente, por la noche acudieron a celebrar en una fiesta de XV años.
Metieron los cuerpos en bolsas de plástico y ya en la madrugada los subieron a una camioneta propiedad de las víctimas, compraron gasolina y los llevaron hasta el paraje el Sapo Verde, lugar donde fueron localizados. Ahí, los rociaros con combustible y les prendieron fuego hasta calcinarlos, luego se dirigieron al norte por la carretera a Ciudad Juárez hasta tomar el camino que conduce a Namiquipa donde quemaron el automotor
Los dos cadáveres estaban carbonizados y yacían junto a una barda de hormigón ennegrecido, ahumado, como si ahí hubiera una chimenea. Los peritos determinaron que habían sido incendiados y abandonados apenas hacía unas horas. Por la posición de las manos y los pies, atadas a la espalda, estaba claro que no habían podido defenderse. El desgaste de los dientes en los cadáveres reveló que eran personas ya viejas.
Una cadera permitió establecer que una de ellas era mujer, quizá de 60 años de edad. El otro muerto desconcertaba. Todo indicaba que se trataba de un hombre que rondaba 90 años, algo que hacía el crimen completamente atípico. A escala nacional, menos de 0.09% de los homicidios involucran a personas mayores de 80. ¿De 90? Quizá haya uno o dos casos en 10 años.
La solución del caso tomó menos de lo esperado. Sólo 24 horas después del hallazgo cerca del Sapo Verde, José Alberto Grajeda Batista, estudiante de quinto semestre de preparatoria, se quebró.
“¡Ya no puedo más, necesito un psicólogo!”, pidió a investigadores de la Fiscalía, mientras le hacían preguntas de rutina sobre la desaparición del empresario Efrén y su esposa Albertina.
El quiebre de José Alberto lo arruinó todo. Ana Carolina ya había sido entrevistada por agentes judiciales en dos ocasiones, en las que se comportó fría. Se mantuvo firme: aseguró haber visto a sus padres viernes y sábado, como todos los fines de semana. No fue sino hasta el domingo que se dio cuenta de su desaparición.
–Me desperté y ya no estaban– sostuvo.
Para quienes la vieron después del homicidio, Ana Carolina no mostró la más mínima señal de arrepentimiento. En las horas iniciales tras su detención, fue interrogada en dos ocasiones por agentes sin dar la menor señal de ser la autora del crimen . “Siempre capaz de sostener la mirada”, delineó un judicial presente.
–¿No te arrepientes?, le preguntó un agente
–Sí y no. Sí porque ya no me voy a poder casar con mi novio. No, porque ya no aguantaba a mis papás.
–Vamos a suponer que no te hubieran atrapado. ¿Cómo te veías?
–Yo, feliz.
Hoy la también llamada “psicópata adolescente” cumple condena de 14 años de prisión, por lo que saldrá libre cuando tenga 32, fue el centro de un intenso escrutinio criminalístico que hasta no ha descubierto que Yeni, como le decía su familia de cariño, tiene una psicopatología nivel 9, que en escalas del FBI sólo está reservada para los peores homicidas. El examen reveló trazas de sadismo sexual y una absoluta falta de remordimiento.
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