De la guerra contra el narcotráfico que emprendió el ex presidente Felipe Calderón en 2006, los niños y las niñas mexicanas no quedaron a salvo: a ellos la violencia también los engulló.
A unos los hizo huérfanos, víctimas de asesinato o desaparición. A otros el crimen los reclutó como "halcones" (vigilantes a sueldo) y distribuidores de droga al menudeo, a cambio a veces de algún juguete, una bicicleta o un pago miserable.
Incluso hubo alguno que recibió de los criminales entrenamiento y armas para matar. Como el caso muy conocido en México de "El Ponchis", un adolescente que tenía 14 años cuando lo aprehendieron por posesión de armas de fuego exclusivas del Ejército y participación en secuestros, torturas y homicidios.
Por ellos, aquel muchacho recibió una sanción de tres años en un centro de tratamiento de menores de Morelos, a donde llegó sin saber leer.
El suyo es el ejemplo más extremo y mejor documentado de lo que el crimen y la violencia han hecho en la vida de los niños y las niñas mexicanos, cuyas historias se pierden en las abundantes cifras de víctimas –muertos, desparecidos, desplazados– que ha dejado la violencia y la política de seguridad de dos gobiernos en México.
Entre los números aparecen a veces sus voces. Historias de niños que juegan a ser narcos o sicarios, los que marchan con sus familias en las caravanas de víctimas de desaparición y asesinato, los que sobreviven en la orfandad porque perdieron a un padre o una madre, o aquellos que murieron en medio de un enfrentamiento o por el "error" de un mal cálculo oficial en un ataque.
Víctimas de la impunidad
Es difícil seguir la pista de la violencia en la infancia en México. Pero algunas cifras ayudan a entender la profundidad de su huella.
De acuerdo con la Red por los Derechos de la Infancia en México (Redim), de 2006 a 2017 sumaron 11.000 los niños, niñas y adolescentes asesinados y 6.800 los desaparecidos en el contexto de la lucha contra el crimen organizado.
A pesar de los números, la mayoría de los casos de violencia y crimen que involucran y tienen como víctimas a menores "pasan desapercibidos", afirma Juan Martín Pérez, de la Redim. A menos de que se trate de "casos gravísimos, muy duros, que logran indignar o movilizar a la población", dice.
Los ejemplos sobran. Desde 2006 se acumulan las historias de niños y niñas muertos en enfrentamientos o que, junto con sus familias, fueron víctimas de agresión por parte de criminales y aun de policías o fuerzas armadas.
Esos menores formaron parte del amplio grupo que el gobierno de Calderón llamó "víctimas colaterales".
La mayoría de esos casos ha quedado en la impunidad. Como lo evidencian las cifras de la Redim, que cita al Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi). De acuerdo con sus números, de cada 100 carpetas de investigación que involucran a algún niño o niña como víctima, sólo tres alcanzan sentencia condenatoria.
"El escenario es de mucha incertidumbre para niños, niñas y adolescentes en general", dice Juan Martín Pérez.
El Estigma
Su nombre es Edgar N. Jiménez. Pero desde 2010 todos lo conocieron como "El Ponchis" y de manera despectiva lo llamaron "El Niño Sicario" y lo expusieron en todos los medios.
Internado durante tres años en el Centro de Medidas Privativas de la Libertad para Adolescentes (CEMPLA) de Morelos, salió en 2013 a la edad de 17 años, escoltado y con rumbo a Estados Unidos para garantizar su seguridad bajo la custodia de su madre, que había viajado a aquel país hacía 7 años, dejando solo a Edgar en México.
Por los días de su salida, una fuente de aquel centro informó que entre 2011 y 2013 al menos 12 jóvenes habían sido asesinados al volver a la calle, de modo que nadie en México podía garantizar que Edgar pudiera sobrevivir.
"El Ponchis" fue el primer caso conocido en México de un niño reclutado por el crimen para matar. El mismo reconoció haber matado a 5 personas obligado por Julio de Jesús Hernández Radilla, "El Negro", jefe del extinto cártel del Pacífico Sur y hoy en la cárcel por el asesinato del hijo del poeta Javier Sicilia.
La Redim presentó su caso ante las Naciones Unidas como ejemplo de reclutamiento forzado de la infancia en México y en varias ocasiones denunció la estigmatización en su contra, que es parte de la violencia, dice Juan Martín.
"La sociedad en su conjunto se hace cómplice, no voluntaria, pero cómplice de estos patrones de justificación del Estado bajo la lógica de que son las personas jóvenes quienes son potencialmente delincuentes y potencialmente agresores cuando en realidad son las víctimas de reclutamiento forzado" dice.
Años después, cuando la ofensiva del gobierno federal no hizo más que multiplicar la violencia, los grupos armados y las justificaciones para armarse, apareció el caso de "La Kika" en Michoacán.
Esta vez se trataba de un adolescente que participaba en los grupos de autodefensa de la comunidad de Antúnez, municipio de Parácuaro. Aunque ofreció algunas entrevistas a medios, siempre pidió la reserva de su identidad por miedo a El Tucán, un líder criminal de la zona.
"La Kika" había sido reclutado a los 12 años por los Caballeros Templarios, que lo entrenaron como "puntero" o "halcón". A cambio recibía 1.500 pesos a la semana, maltratos y golpes que lo hicieron cambiar de bando en cuanto pudo para reclutarse el mismo en las autodefensas, los grupos que nacieron para defenderse del crimen (aunque después también fueron perseguidos por las autoridades).
"Por un Chiquihuitillo libre", decía la playera que usaba en sus patrullajes. Así se llamaba su pueblo, de donde salió apenas leyendo y donde quería regresar en cuanto pudiera dejar a un lado el fusil AR-15 que empuñaba en las fotografías.
Su historia, por supuesto, levantó la indignación en todos los ámbitos oficiales. Pero no más. Incluso líderes de las autodefensas negaron su participación y prometieron investigar el caso. Nada pasó.
Casos como estos se multiplicaron en todo el país. Periodistas como Lorenzo Encinas, de Monterrey, pudo documentar los casos de niños y jóvenes de colonias populares asentadas en la periferia de la capital de Nuevo León, que trabajaban para el narco, participaban en bloqueos y recibían a cambio cualquier cosa: una bicicleta para sus "rondines" como "halcones", en la mayoría de los casos.
Medidas gubernamentales insuficientes
En estos 12 años el gobierno federal ha dado pasos lentos y cortos en la atención de la infancia en México ante la violencia.
En 2015 creó –muy tarde– El Sistema Nacional de Protección Integral de Niñas, Niños y Adolescentes, reformó la ley de justicia para adolescentes –que todavía no entra en vigor–, creó las procuradurías de defensa del menor y ha diseñado con gobiernos estatales políticas de prevención en lo que ha llamado "los polígonos" con alta incidencia delictiva. Se trata de zonas en municipios que presentan los más altos índices de violencia y donde ha intervenido con organizaciones de la sociedad civil. Los resultados para el caso de la infancia se desconocen.
Las autoridades mexicanas además restringieron durante mucho tiempo la prevención de la violencia al ámbito escolar con programas como Mochila Segura, que nació en 2001 en la delegación Iztapalapa de la Ciudad de México, como medida para inhibir la entrada de armas en las escuelas.
Más tarde, el gobierno del panista Felipe Calderón lo integró a la estrategia del Programa Escuela Segura, que tenía como propósito "prevenir situaciones de riesgo que impactan la seguridad de la comunidad escolar".
Arrancó el 6 de febrero de 2007 en nueve entidades del país y un año después se extendió a todos los estados, pero cada uno aplicó el operativo de manera distinta. En Yucatán, un estado del sur con muy bajos índices de delincuencia y homicidios, los maestros fueron los responsables de revisar las mochilas. En cambio Chihuahua, uno de los estados más violentos del país, designó a elementos de la policía estatal.
La estrategia dejó de lado la evidencia de las cifras. En 2007 el Inegi reportó 1.002 muertes por homicidio de menores de 19 años y la cifra escaló a 1,057 en 2015. La mayoría de esos asesinatos ocurrieron en calles y casas, y poco a poco Mochila Segura quedó en el olvido.
Hasta enero de 2017 que el entonces titular de la Secretaría de Educación Pública, Aurelio Nuño, ordenó de nuevo su aplicación en todas las escuelas del país, como consecuencia de un hecho violento ocurrido en Monterrey, capital de Nuevo León.
Allí un estudiante de secundaria se disparó en la cabeza luego de herir con un arma a dos compañeros y su maestra, en el salón de clases de un colegio privado.
Las organizaciones de la sociedad civil dedicadas a la atención de la infancia rechazaron siempre este programa por considerarlo una violación a la privacidad de los menores. Criticaban también que las autoridades trasladaran la discusión sobre el tráfico y uso de armas al ámbito de las escuelas.
A punto de concluir el sexenio del presidente Enrique Peña Nieto, los niños, niñas y adolescentes en el país son todavía protagonistas de las historias de violencia en México. Aunque cada día es menos la sorpresa y, a veces, la indignación.
"Tenemos un entorno lleno de violencia, donde el Estado ha fracasado para garantizar la integridad, la inseguridad y el patrimonio de sus habitantes, particularmente los niños, niñas y adolescente", dice Juan Martín, de la Redim.
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