Pocas cuestiones generan tanta controversia como el costo de descarbonizar la economía mundial. Durante años, se ha asumido que la transición energética implica un gasto exorbitante para la humanidad. Sin embargo, un reciente análisis presentado por The Economist revela que esta idea está muy equivocada.
Más allá de los números, las consecuencias sociales de esta narrativa son profundas. Las comunidades vulnerables enfrentan las mayores amenazas del cambio climático, pero también soportan los mayores costos financieros. Según el informe, países como Zambia enfrentan tasas de retorno del 38% para proyectos sostenibles, mientras que en naciones desarrolladas como Alemania, este porcentaje desciende a un accesible 7%, reflejando una brecha en los sistemas de financiamiento global.
La percepción de que las soluciones son inaccesibles, tanto en términos económicos como tecnológicos, también afecta cómo las personas en distintos contextos sociales entienden y reaccionan ante el problema. Los costos de no actuar, que incluyen el desplazamiento masivo de comunidades y la pérdida de recursos esenciales, son una realidad para millones de personas.
El costo incremental de descarbonizar el mundo se sitúa en apenas un 1% del PIB global. Para las comunidades urbanas en países desarrollados, esta inversión está transformando el panorama energético. En 2015, las inversiones en combustibles fósiles superaban las de tecnologías limpias, pero en 2024, estas últimas duplican a las primeras, lideradas por la energía solar con 500 mil millones de dólares.
La tecnología como impulsora de un cambio factible
Tecnologías como los paneles solares y las baterías de litio, pilares de la energía renovable, experimentaron reducciones de costos drásticas. Esto permitió que el ambicioso objetivo de limitar el aumento de la temperatura global a 1.5°C sea teóricamente alcanzable con un gasto mucho menor de lo anticipado.
Los modelos económicos, que evalúan los costos de la transición energética, fallaron en reflejar estas realidades. Gran parte de las estimaciones actuales subestiman el ritmo al que se abaratan las tecnologías limpias y sobreestiman el crecimiento de la demanda energética.
Esta última presunción está basada en proyecciones económicas que fueron desacreditadas por estudios como los del periodista y escritor británico Matt Burgess, que señalan que el crecimiento del PIB global será mucho más modesto de lo que los modelos tradicionales sugieren, especialmente en regiones de ingresos bajos y medios.
La insistencia en modelos exageradamente costosos refuerza la percepción de que los países en desarrollo no pueden permitirse una transición energética justa, consolidando un ciclo de dependencia de combustibles fósiles y perpetuando las desigualdades estructurales. Como subraya The Economist, el costo incremental real para limitar el calentamiento a 2°C se estima en apenas 0.5% del PIB global anual, mucho menor que los costos de inacción, que incluyen desastres naturales, inseguridad alimentaria y desplazamientos masivos.
La contradicción en China
Un caso que refleja las desigualdades en la transición energética es la adopción de vehículos eléctricos (VE) en China, líder mundial en su producción y consumo. En ese sentido, tendrán una inversión significativa dentro del sector de tecnologías limpias, con cifras que superan los 500 mil millones de dólares, según The Economist. De igual manera, el impacto en las emisiones no es tan lineal como parece.
En regiones de China donde la red eléctrica depende mayoritariamente del carbón, los vehículos eléctricos reducen la demanda global de petróleo, pero no contribuyen significativamente a disminuir las emisiones de carbono. Los países más avanzados en la adopción de estas tecnologías limpias pueden seguir enfrentando desafíos estructurales en sus sistemas energéticos. Para que los vehículos eléctricos sean efectivos, es necesario complementar su implementación con la transición a redes eléctricas libres de carbono.
A pesar de los avances, no todas las comunidades ven los mismos beneficios. El costo de las soluciones verdes sigue siendo prohibitivo para muchos sectores de la población, particularmente en contextos de bajos ingresos. A nivel global, las políticas públicas deben equilibrar la urgencia de la transición con la necesidad de incluir a las comunidades más marginadas, evitando que la crisis climática se convierta en una crisis de desigualdad aún mayor.
El análisis de The Economist pone en evidencia que los costos de la transición energética fueron sistemáticamente exagerados, tanto por activistas climáticos que buscan justificar la urgencia de una mayor inversión, como por escépticos que intentan evitar compromisos políticos y financieros. Los datos sugieren que el costo incremental real no solo es manejable, sino que representa una fracción mínima del PIB global.
Las barreras para lograr una transición justa y efectiva no son exclusivamente económicas o tecnológicas, sino también políticas y sociales. Las desigualdades en el acceso al financiamiento, los altos costos de capital en países en desarrollo y la falta de coordinación global son obstáculos que pueden ser superados con un enfoque más inclusivo y colaborativo.
Como indica el artículo, el cambio climático no es “el fin del mundo ni un costoso engaño” sino un problema complejo pero abordable, por lo que avanzar hacia un mundo descarbonizado es posible.