Un viaje con aroma a café por Qatar, la tierra del próximo Mundial

En el Día Internacional del Café, y en vistas al Mundial, el autor de la nota cuenta su experiencia en las cafeterías de Qatar

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El café es una de las bebidas más comunes entre los qataríes (Foto: Gettyimages)
El café es una de las bebidas más comunes entre los qataríes (Foto: Gettyimages)

Puede que los verdaderos orígenes del descubrimiento del café queden por siempre ocultos entre los misterios de Oriente. Pero la leyenda, al menos, está a la altura del producto.

Cuentan que un día como cualquier otro un pastor estaba mirando a sus cabras y observó que después de roer cierto arbusto los animales se ponían más vivaces. El pastor decidió entonces probar esos mismos granos y notó que, en efecto, producían un sentimiento muy particular. Eso sucedió en lo que en latín se llamaba Arabia Felix y hoy, en nuestro castellano, se llama Arabia Feliz.

De esas cabras y ese pastor, absurdamente claros y chiquitos en el fondo del tiempo, la planta pasó a las ciudades de toda la península. La gente dejó de ir a las mezquitas para pasar su tiempo en las cafeterías y los doctores de la ley islámica, que saben lo que es bueno, publicaron edictos contra la bebida que alejaba a los fieles del rezo y funcionaba, en los hechos, como un sustituto del alcohol. Los emires, en tanto, vieron las posibilidades lucrativas de semejante industria y prohibieron que los frutos dejaran el país; si alguien quería llevarse uno antes tenía que hervirlo y, por lo tanto, esterilizarlo.

Pero con miles de peregrinos yendo cada año a la Meca la situación no podía durar, y el café empezó así su conquista del mundo. El grano que había crecido bajo el sol del desierto empezó a cruzar mares y pasos montañosos y a extender su irresistible imperio por toda la tierra. Y hoy, lejos ya de aquellos primeros tanteos, somos millones los que cada mañana buscamos, ávidos, lo que encontraran aquellas cabras.

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En Madrid se lo disfruta en la luz dorada de la tarde. En Ámsterdam, junto a los canales de agua oscura y dormida. En Cartagena de Indias sintiendo la caricia tropical, con tajadas de plátano frito y vestido con el diminutivo colombiano: “tintico”. En la India en lugares diseñados para occidentales, donde saben exactamente cómo prepararlo. En Santos, acompañándolo con un bolo y con la conciencia de que la ciudad existe para despachar millares de toneladas de granos. En las profundidades del altiplano andino, que se definen por la falta de café y donde uno se resigna a lo que le traigan. En los abigarrados locales de Marruecos, donde nunca entran mujeres.

Pero… ¿Cómo sería tomar café en la península arábiga, de donde es originario el grano? ¿Cómo sería ir a las fuentes de donde mana la cuestión?

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El primer café que pisé en Qatar fue uno que encontré entre los edificios acristalados de Musheireb, un distrito flamante y totalmente planificado que quedaba al lado de mi hotel y rebosaba de espíritu y estilo contemporáneos: todas las construcciones parecían de oficinas y al nivel del suelo se veían restaurantes y galerías de arte. De pronto, una cafetería. Entré. El ambiente era occidental por la decoración, la máquina italiana y la excelsa pâtisserie. Lo raro era que en las mesas había solamente mujeres cubiertas por su hiyab. Por lo demás todo era carísimo, así que proseguí mi caminata.

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Unas horas después del primer intento tomé efectivamente mi primer café que en Qatar. Fue en el Souq Waqif, que es un mercado que está en el centro de Doha. Parece de cartón piedra, como si lo hubieran terminado de hacer hace cinco minutos, pero aún así me hacía sentir, por las ilusiones del turismo, en las profundidades de la Arabia. Había restaurantes por todos lados (curiosamente, uno se llamaba “La Boca” y tenía pintado el paisaje multicolor del barrio) y varias cafeterías. Sentí inmediatamente la presión de elegir la mejor para mi primer café en la verdadera patria del grano. Intenté recordar, para tranquilizarme, que la vida es a posteriori y que sólo sabemos algo de lo que ya hicimos pero nada de lo que haremos (Feli Colina canta: “me guían los pasos”). Elegí, entonces, una que parecía buena pero aceptando la cuota inevitable de azar.

El mercado de Souq Waqif en Doha es uno de los puntos gastronómicos más importantes de Qatar (Foto: REUTERS)
El mercado de Souq Waqif en Doha es uno de los puntos gastronómicos más importantes de Qatar (Foto: REUTERS)

La experiencia no fue buena: pedí, como siempre, el café solo y la leche caliente para cortarlo yo mismo, pero nada dije sobre el tamaño de la taza. Error. En la península arábiga también manejan el concepto de “tazón”, tan pertinente para la sopa y la fondue como inadecuado para el café, al que deja aguachento y con gusto a desamparo.

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Al día siguiente salí del centro y fui al Aspire Park: me bastó poner un pie en el césped para sentir irrealidad. La extensión verde contrastaba con todos los suelos qataríes que había visto hasta entonces: uno más duro que el otro, uno más seco que el otro, uno más blanco que el otro. Nada de lo que nosotros conocemos como “tierra” y juzgamos natural e inevitable. Pero en el Aspire Park sí: si bien no tenía pinta de ser profunda o gruesa, había al menos una lámina de suelo negro con pasto encima.

Había también un lago, y alrededor de él se repartían algunas cafeterías con nombres como Coffeeshop Company o Chocolate Coffee Lounge. Estaba claro que pediría para llevar y me lo tomaría caminando por ese jardín ilusorio en el que, a lo lejos, se veía cada tanto un grupito de mujeres totalmente cubiertas.

Entré al Coffeeshop Company y pedí la medida más chica y con la leche aparte (he torturado a baristas de tres continentes, y contando). Después salí y mientras me lo tomaba sentí la mágica alegría del viajar.

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Enfrente de mi hotel había una estación de servicio en la que servían un buen café: chiquito, nítido y recio. Lo opuesto al tazón. Así que cada cada mañana bajaba, cruzaba la calle y me metía en la Woqod Petrol Station. Los empleados rotaban según el día pero eran siempre de ese tercer mundo asiático que vive y trabaja en Qatar: hindúes, nepalíes, cingaleses, bengalíes, pakistaníes. Yo les pedía el mismo café de los días anteriores. En la lista de precios se llamaba macchiato, que es como lo conocemos en Occidente.

(Gettyimages)
(Gettyimages)

Así pasaron un par de días, y el cuarto o quinto sucedió algo. Entré a pedir mi café y ellos empezaron a hablar entre sí en plan “este siempre pide lo mismo”. Y entonces uno le dijo a otro: “macaíto”.

Macaíto: en esa palabra se encontraban el refinamiento occidental que yo iba a buscar con una palabra que ellos podían concebir: quizá eran indonesios y les sonó Macasar, una ciudad que está en la isla de Célebes.

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Desde su descubrimiento, y sobre todo a partir de su expansión por los trópicos, el café dominó las economías de los países en los que mejor se arraigó.

También mi día gira alrededor del café. El resto de las actividades y cosas van a, o vienen de, ese hito cotidiano que hay que encarar con todos los cuidados: dónde tomarlo, haciendo qué, con quién, con qué libro, con cuánta leche y cuánta azúcar para que la aleación sea perfecta cada vez.

Sometiendo economías enteras y organizando la rutina de una parte significativa de la humanidad: así revela el café su naturaleza despótica. “De acuerdo con su origen oriental, vuélvese cada vez más tirano” escribió Stefan Zweig.

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