Por Felipe Fernández-Armesto
El apetito desmesurado suele ser una señal de prestigio en casi todas las sociedades, en parte como muestra de bravura y en parte, quizá, como un lujo al que sólo pueden acceder los ricos. Excepto allí donde es frecuente, como en el mundo occidental moderno, la gordura resulta admirable y la corpulencia es sinónimo de grandeza. La glotonería podrá ser un pecado, pero no un crimen: por el contrario, puede ser socialmente funcional, hasta cierto punto. Los grandes apetitos estimulan la producción y generan excedentes, restos con los que pueden alimentarse los que comen menos. Por consiguiente, en circunstancias normales, mientras el suministro de comida no se vea amenazado, comer mucho constituye un acto de heroísmo y de justicia, similar de hecho a otros actos parecidos, como rechazar al enemigo o ganarse el favor de los dioses: es normal encontrar al mismo tipo de individuo involucrado en las tres tareas. En la Antigüedad se reseñaban las grandes hazañas digestivas, al igual que los recuentos que hacían los héroes de las víctimas de las batallas, las odiseas de los trotamundos o las leyes de los tiranos. Cada día, Maximino el Tracio bebía un ánfora de vino y comía entre veinte y treinta kilos de carne. Clodio Albino era célebre porque podía comerse de una sentada quinientos higos, un cesto de melocotones, diez melones, nueve kilos de uvas, cien currucas mirlonas y cuatrocientas ostras. A Guido de Espoleto le negaron el trono de Francia porque comía con frugalidad. Carlomagno no conseguía moderar su apetito y rechazó el consejo de su médico para mitigar sus problemas digestivos, consistente en comer alimentos hervidos en lugar de asados; esto constituía el equivalente gastronómico a la negativa de Roland de pedir refuerzos en batalla: la temeridad santificada por el riesgo. Acceder a las indicaciones del médico habría sido un acto de automenoscabo.
La comida abundante forma parte del imaginario de todos los paraísos terrenales, y también de algunos celestiales, como la recompensa de los mártires musulmanes o las salas de banquetes del Valhalla vikingo. Las grandes comidas caracterizaban la buena vida en la tierra de las Sirenas, según un fragmento de Epicarmo:
«—Por la mañana, justo al amanecer, solíamos asar anchoas pequeñas y gruesas a la parrilla, un poco de carne de cerdo y pulpo, y lo acompañábamos todo con un poco de vino dulce.
—¡Oh, pobres!
—Apenas un bocado, ¿sabéis?
—¡Qué lástima!
—A continuación sólo comíamos un salmonete grueso, un par
de bonitos partidos por la mitad acompañados de sendas palo –
mas torcaces y un pez escorpión».
El consumo ostentoso genera prestigio, en parte sencillamente porque es ostentoso, pero también porque resulta útil. La mesa del hombre rico forma parte de la maquinaria de distribución de la riqueza. Su demanda atrae el suministro y con sus sobras se alimentan los pobres. Compartir los alimentos constituye una forma fundamental de intercambio de presentes y establece vínculos en la sociedad; las cadenas de distribución de alimentos son ataduras sociales: crean relaciones de dependencia, sofocan revoluciones y mantienen a las distintas clases de clientes en el lugar que les corresponde. Al parecer, cuando se convirtió en señora del palacio de Blenheim, Consuelo Vanderbilt reformó el método empleado hasta entonces para distribuir las sobras entre los vecinos pobres de la propiedad: los restos de carne se siguieron echando en bidones que se transportaban hasta los beneficiarios, pero Consuelo era lo suficientemente exigente como para insistir en que, por primera vez en la historia de la mansión, se separaran los distintos platos: la carne del pescado, los alimentos dulces de los salados, etcétera. La generosidad de Consuelo procede de una larga tradición de noblesse oblige, esparcida con las migas de la mesa del rico, asociada a los fantasmas de invitados procedentes de carreteras y caminos.
Entre los banyankole de África oriental una muchacha se prepara para el matrimonio hacia los ocho años quedándose en casa y bebiendo leche durante un año, hasta que su corpulencia la obliga a arrastrar los pies al andar.
(…) Resulta sorprendente comprobar cómo la enorme cantidad de comida servida –y a veces consumida– continúa siendo un indicador de posición social. La reverencia por el exceso todavía está muy generalizada fuera de Occidente. A los isleños modernos de Trobriand les entusiasma la perspectiva de celebrar un banquete tan grande que, en sus propias palabras, «comeremos hasta vomitar». Un dicho surafricano reza así: «Comeremos hasta que no podamos tenernos en pie». La estética de la obesidad es muy preciada. Entre los banyankole de África oriental una muchacha se prepara para el matrimonio hacia los ocho años quedándose en casa y bebiendo leche durante un año, hasta que su corpulencia la obliga a arrastrar los pies al andar. Los hábitos propios de una sobrealimentación atávica se repiten en individuos de elevada posición, incluso en sociedades que cuentan con muchas otras formas de honrar el rango, y en ocasiones en las que los comensales en cuestión no pueden haber tenido dudas acerca de sus derechos. Esto resulta particularmente sorprendente en la historia de la Europa de principios de la Edad Moderna, donde los modales en la mesa se estaban convirtiendo en un culto y los excesos egoístas al comer empezaban a considerarse repulsivos. Montaigne se reprochaba su gula excesiva, que le hacía morderse los dedos y la lengua y ni le permitía hablar en la mesa. Luis XIV se indispuso de tanto comer en su banquete de bodas. El doctor Johnson comía con tal concentración que le entraban sudores y se le marcaban las venas de la frente. Brillat-Savarin, pese a prestar tanta atención a la calidad de los alimentos, admiraba los apetitos pantagruélicos. Escribió con veneración sobrecogida acerca del sacerdote de Bregnier, quien, sin prisas ni aspavientos, comía sopa, ternera hervida, una pierna de carnero à la royale «hasta el marfil, un capón hasta los huesos», y la «copiosa ensalada (…) hasta dejar limpio el plato» antes de acabar la comida con un cuarto de un gran queso blanco, regado con una botella de vino y una jarra de agua. Este gastrónomo justificaba su glotonería alegando que mostraba «obediencia implícita a los mandamientos del Creador, quien, cuando nos ordenó comer para vivir, nos dio el aliciente del apetito, el incentivo del sabor, y la recompensa del placer». Los menús representativos de Brillat-Savarin para grupos con diferentes ingresos fueron calibrados de acuerdo a la cantidad, además del refinamiento de la presentación, y concluyen con una comida para ricos: un ave de corral de tres kilos, rellena con trufas del Perigord hasta adoptar una forma esférica; un enorme paté de foie-gras de Estrasburgo en forma de baluarte, una gran carpa del Rin à la Chambard, muy adornada y aderezada, codornices trufadas à la moelle, servidas sobre una tostada untada con mantequilla al aroma de albahaca, un lucio mechado y relleno asado al horno con una salsa cremosa de cangrejo de río secundum artem, un faisán asado bien manido, mechado en troupet, servido sobre una tostada à la Sainte Alliance; cien espárragos trigueros muy finos, con salsa de carne; dos docenas de escribanos hortelanos à la provençal.
A.J. Liebling, redactor deportivo y corresponsal en París de The
New Yorker, describió la apoteosis de esta tradición en numerosos
artículos. Su modelo era Yves Mirande, empresario teatral y último
representante de la «edad heroica» de la comida antes de la primera guerra mundial, quien «deslumbraba a sus subalternos, franceses y americanos, dando buena cuenta de un almuerzo a base de jamón de Bayona crudo e higos frescos, empanada caliente de salchicha, filetes de lucio con salsa Nantua muy cremosa, una pierna de cordero mechada con anchoas, alcachofas sobre un pedestal de foie-gras y cuatro o cinco tipos de queso, con una buena botella de Burdeos y otra de champaña, después de las cuales pedía el Armagnac y le recordaba a Madame que tuviera listas para la cena las alondras y los escribanos hortelanos que le había prometido, con unas cuantas langostas y un rodaballo y, por supuesto, un buen civet hecho con el marcassin, o jabalí joven, que el amante de la protagonista de su producción actual le había enviado desde su finca de la Sologne. "Y ahora que lo pienso", le oí comentar en cierta ocasión, "hace días que no comemos becada, o trufas asadas entre las cenizas"».
Durante el siglo XIX y principios del XX una mesa repleta de comida denotaba prestigio social en Occidente, cuando las crecientes oportunidades de diversidad gastronómica solían multiplicar el número de platos. Sin embargo, puede detectarse una actitud equívoca en el tono satírico de algunas descripciones. El régimen doméstico del archidiácono Grantly, personaje de Trollop, era una muestra tanto de su riqueza como de su sofisticación.
Los tenedores de plata eran tan pesados que costaba tomarlos, y sólo las personas más robustas podían levantar el cesto para el pan.
«Los tenedores de plata eran tan pesados que costaba tomarlos, y sólo las personas más robustas podían levantar el cesto para el pan. El té que allí se consumía era de la mejor calidad, no existían café más negro ni nata más espesa; había tostadas con o sin mantequilla, bollos y panecillos; pan caliente y frío, blanco y moreno, casero y de panadería, de trigo y de avena, y si hay otros tipos de pan, también los tenían; había huevos sobre servilletas y trocitos crujientes de panceta bajo tapas de plata; también había pescaditos en una cajita, y riñones con salsa picante chisporroteando en una bandeja de agua caliente que, por cierto, estaba colocada muy cerca del plato del honorable archidiácono. Además de todo esto, sobre una servilleta blanca como la nieve, extendida sobre el aparador, habían colocado un jamón y un lomo, ambos de gran tamaño; el último ya se había servido para cenar la noche anterior. Así eran las comidas normales en Plumstead Episcopi. Y pese a todo, la rectoría nunca me pareció una casa agradable. Parecían haber olvidado que no sólo de pan vive el hombre.»
Los excesos de las clases altas eran cada vez más cómicos. Este
diálogo de Lady Frederick, novela de Somerset Maugham, pertenece a una tradición narrativa en la que la comida se vuelve más divertida a medida que aumenta la lista de platos.
FOULDES: Thompson, ¿he comido algo para cenar?
THOMPSON [IMPASIBLE]: Sopa, señor.
FOULDES: Recuerdo haberla mirado.
THOMPSON: Pescado, señor.
FOULDES: Jugueteé con un lenguado frito.
THOMPSON: Volován Rossini, señor.
FOULDES: No me ha causado la más mínima impresión.
THOMPSON: Tournedós à la Splendide.
FOULDES: Estaban muy duros, Thompson. Debe presentar una
queja donde corresponda.
THOMPSON: Faisán asado, señor.
FOULDES: Sí, sí, ahora que lo menciona, sí que recuerdo el faisán.
THOMPSON: Melocotones Melba, señor.
FOULDES: Estaban demasiado fríos, Thompson. Era evidente que
estaban demasiado fríos.
LADY MERESTON: Mi querido Paradine, creo que usted ha cenado singularmente bien.
FOULDES: He llegado a una edad en la que el amor, la ambición
y la riqueza parecen insignificantes comparados con un bistec bien asado a la parrilla. Esto es todo, Thompson.
Actualmente, el culto a la abundancia prevalece en Estados Unidos, donde prospera debido a un exceso de riqueza: un ejemplo de derroche y opulencia en una cultura que siempre está pugnando por escapar de un pasado dominado por la doctrina puritana del ahorro. Puede que comenzara en épocas coloniales. Ya estaba muy establecido a mediados del siglo XIX, cuando «cada día, en cada comida, vemos a personas que piden tres o cuatro veces más de lo que (…) pueden comer, y tras toquetear y estropear un plato tras otro, se dejan casi toda la comida». Un hotel de Nueva York incluyó 145 platos en su carta para la cena en 1867. La carta más larga en la historia de la restauración debe ser sin duda la del restaurante del aeropuerto de Newark, New Jersey, que cada día incluía más de 50 aperitivos, 40 sopas, 300 bocadillos, 200 ensaladas, 400 platos principales, 80 verduras diferentes y 200 postres. No era raro encontrar más de 100 opciones para cenar y 75 para el desayuno. Pero cometer excesos gastronómicos era demasiado fácil y barato, y la austeridad, como cualquier extravagancia, empezaba a convertirse por aquel entonces en el credo de los árbitros del buen gusto. Sarah Hale aconsejaba a las anfitrionas de la posguerra «servir la comida suficiente, y no caer en la costumbre de comer demasiado». La
abundancia de Estados Unidos está muy bien representada por los legendarios hábitos gastronómicos de Duke Ellington, el mago del jazz. Puede que fuera, dejando a un lado a los personajes literarios, el último comensal heroico del mundo. Le gustaba «comer hasta reventar».
«En Taunton, Massachussets, se puede encontrar el mejor estofado de pollo de Estados Unidos. Si quiero chow mien con sangre de paloma voy a Johnny Cann's Cathay House en San Francisco. Compro los pasteles de cangrejo en Bolton's, que también está en San Francisco. Conozco un sitio en Chicago donde se pueden conseguir las mejores costillas a la barbacoa al oeste de Cleveland, y las mejores gambas a la criolla fuera de Nueva Orleans. En Memphis también hay un sitio maravilloso para comer costillas a la barbacoa. Compro el salmón rosado en Portland, Oregón. En Toronto como pato a la naranja, y el mejor pollo frito del mundo se come en Louisville, Kentucky. Pido media docena de pollos y una jarra de dos litros llena de ensalada de patata para poder dar comida a las gaviotas que siempre vienen a pedirme algo. Hay un sitio en Chicago, el Hotel Southway, que tiene los mejores bollos de canela y el mejor solomillo del mundo. Y también está Ivy Anderson's Chicken Shak en Los Ángeles, donde venden bollos calientes con miel y tortillas muy buenas con hígado de pollo. En Nueva Orleans se puede encontrar sopa de quingombó y mariscos. Me gusta tanto que siempre me llevo un recipiente lleno al marcharme. En Nueva York pido que me traigan un par de veces a la semana chuletas de cordero a la brasa del Restaurante Turf, en la calle cuarenta y nueve. Prefiero comérmelas en el camerino, donde tengo mucho sitio y puedo soltarme la melena. En Harrison's, de Washington, sirven cangrejo con salsa picante y jamón de Virginia. Está buenísimo.»
El auge de la gastronomía
Las grandes cantidades constituyen un importante rasgo histórico de los hábitos gastronómicos de la elite: comer por gula o como despilfarro son formas comunes de exhibición aristocrática; la ingesta heroica constituye una conducta modélica. Sin embargo, la cantidad por sí sola no era el único criterio de una dieta prestigiosa. El sabor tiene un efecto tan ennoblecedor como el despilfarro. La selección en pos de la calidad también parece estar programada en la evolución. Comparada con la de otros primates de tamaño similar, la dieta humana tiene un elevado valor nutritivo por unidad de peso. La diversidad, además de la calidad, tipifica las dietas prestigiosas y puede ser también un antojo tolerado por la evolución, el ideal de una especie omnívora. Como dijo el incomparable Jeffrey Steingarten, periodista especializado en gastronomía, «Los leones se morirán de hambre en un bufé de ensaladas, al igual que las vacas en un restaurante especializado en bistecs, pero no nosotros». La diversidad alimentaria depende de la distancia: adquiere proporciones impresionantes cuando los productos de climas y nichos ecológicos diferentes se juntan en la misma mesa. Durante la mayor parte de la historia, el comercio de larga distancia ha sido una aventura a pequeña escala, peligrosa y cara; asimismo, la diversidad alimentaria ha constituido un privilegio de los ricos o una recompensa a la posición social.
(…) La apoteosis de la cocina prestigiosa es, quizás, el kaiseki ryori,
un plato refinado de la tradición imperial japonesa, en el que minúsculas rodajas, dados, brotes y capullos –un solo huevo pequeño, tres judías, «una viruta de zanahoria, una nuez frita de ginkgo»– se convierten en platos individuales, seleccionados y presentados para proporcionar placer estético tanto a la vista como al paladar, concebidos para atraer a la mente más que al estómago: «catorce platos de fantasía extravagante», tal y como apunta el distinguido crítico culinario estadounidense M.F.K. Fischer. El efecto de una comida de estas características puede ser tan sensual como el de una comilona vulgar, aunque más sutil. Un gran chef como Shizuo Tsuji, conocido por la escuela de cocina que dirige actualmente en Osaka, puede seleccionar el pescado que se servirá en la mesa para que tenga una textura «como la juventud de una muchacha en flor». A falta de un plato «apropiadamente artístico», recomienda utilizar un trozo de madera aromática o «una piedra plana, con unas cuantas hojas a un lado».Las hojas simbolizarán, obviamente, la estación, como la atmósfera de un haiku.
La delicadeza gustativa y la mesura, la restricción del apetito y
el refinamiento en la comida, han sido indicadores de posición social en Japón al menos desde finales del siglo XX, cuando Sei Shonagon, el famoso cronista, fingía sentir repugnancia por la forma en que los trabajadores engullían el arroz. Los platos que más le agradaban eran huevos de pato –la única comida que menciona repetidamente– y «virutas de hielo con sabor de sirope de liana servidas en un cuenco de plata». Así pues, la estética del kaiseki ryori se remonta al periodo heiano. Obviamente, la austeridad en la alimentación es más notoria cuando no se respeta, como en el caso de un monje ficticio del siglo XIII, merecedor de un pasaje en Los cuentos de Canterbury, que enumeraba con fingido desdén los platos que cabía esperar que le sirviera su patrona «hasta que mi breve existencia llegue a su fin»: peras aromáticas, ramas de nueces y bellotas, mariscos dulces, pasteles de arroz y pasta de arroz, nabos escogidos, «esos espléndidos melones secos de más abajo de Komatsu», piñones, gambas secas y mandarinas. «No obstante, si no puede proporcionarme todo esto, déme cosas sencillas, como alubias secas.»
(…) Es posible causar sensación sirviendo platos de fuera de temporada, otra característica de la comida prestigiosa que sugiere heroísmo al constituir un desafío a la naturaleza. «No os maravilléis», escribió con poca sinceridad un gran cocinero del siglo XVII, «si a veces pido alimentos, como por ejemplo espárragos, alcachofas o guisantes (…) en enero o febrero y otros que al principio parecen estar fuera de temporada.» El jefe de cocina de la casa de los Gonzaga de Ferrara, Bartolomeo Stefani, escribía precisamente para épater les bourgeois que constituían el público de su libro de cocina: se
enorgullecía de platos que exigían poseer «un buen monedero y buenos caballos». En un banquete que cocinó para la reina Cristina de Suecia en noviembre, sirvió como primer plato fresas con vino blanco: una sorpresa presentada con cierta sprezzatura. Antes de que el culto renacentista por el comedimiento llegara a la cocina, las sorpresas podían ser verdaderamente espléndidas. En el banquete de boda del duque de Mantua, celebrado en 1581, se sirvieron pastelillos de venado en forma de leones dorados, pasteles en forma de águilas negras erguidas, y pastelillos de faisán «que parecían vivos». Los pavos reales, adornados con sus propias colas y engalanados con cintas «se colocaron erectos, como si estuvieran vivos; del relleno encendido de sus picos emanaba perfume, y les habían colocado un epigrama amoroso entre las patas». También había estatuas de mazapán, que representaban a Hércules y a un unicornio.
Incluso todo este fasto estaba muy por debajo de uno de los banquetes más opulentos de la historia occidental, celebrado más de un siglo antes, en Lille, el 17 de febrero de 1454, cuando Felipe «el Bueno» de Borgoña hizo el «Voto del Faisán», y exigió un juramento de cruzado a los asistentes al banquete, del mismo modo que los modernos recaudadores de fondos consiguen subvenciones en las cenas benéficas. Según un participante, «habían colocado una capilla sobre la mesa, con un coro, un pastel lleno de flautistas, y una torrecilla de la que provenía el sonido de un órgano y otra música». Al duque le servían dos mimos disfrazados de caballo y elefante, cabalgados por trompetistas. «A continuación llegó un niño que cantaba de maravilla a lomos de un ciervo blanco, mientras el ciervo lo acompañaba con la parte de tenor, y después un elefante (…) que transportaba un castillo en el que se sentaba la Santa Madre Iglesia, la cual profería quejas lastimeras en nombre de los cristianos perseguidos por los turcos.» La tradición de celebrar banquetes-espectáculo continúa vigente. El financiero James Buchanan, conocido como «Diamond Jim» Brady (famoso por ser capaz de consumir cuatro docenas de ostras como primer plato antes de la cena), fue uno de los invitados a la legendaria «Cena a caballo», celebrada en el restaurante neoyorquino de Louis Sherry, en la que actuaron varios jinetes y sus monturas, los cuales fueron transportados en ascensor hasta la sala de baile del tercer piso.
El gusto por los alimentos raros, los espectáculos de sobremesa
y los cabarets-restaurante era sencillamente burdo. La preferencia
por las comidas sorprendentes –pasteles de mirlo en la Edad Media,
tartas de las que salen bailarinas en las modernas despedidas de soltero, pollo sorpresa y bomba sorpresa– ilustra el teatro de la cocina, pero sin duda tiene también un lado intelectual: una sorpresa constituye un enigma, y los alimentos disfrazados se prestan a todo tipo de juegos intelectuales. En aquellas sociedades en las que la educación es un privilegio de la elite, este componente intelectual justifica que dichos juegos formen parte del menú de las clases altas. En la antigua Kyoto, los comensales de un banquete solían entablar competiciones para adivinar lo que habían comido, similares a la costumbre actual de adivinar el nombre y la cosecha del vino que
se consume en ciertas mesas.
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