Me di cuenta de que hacía frío ya en la calle. Tenía puesto un abrigo ligero esa noche así que me costaba pensar en otra cosa que no fuera el inverosímil viento helado de octubre y la llovizna de agujitas molestas sobre mi cabeza. Acababa de llegar del trabajo e iba apurada con mi bolsa ecológica en busca de pan y leche al chino de enfrente de mi casa, el que tiene el contenedor de la cuadra a unos metros. No había demasiada luz pero sí la suficiente para iluminar lo que en principio parecían unos cartones, esa clase de cartones carcomidos que suelen quedar sobre la calle luego de que pasaron por ahí quienes buscan entre los restos aquello que todavía puede serles útil para usar, para comer, para vender…
Me acerqué mejor para ver en detalle lo que sospeché que eran documentos de vida y, efectivamente, los supuestos cartones no eran tales. El más grande era la foto de una novia; calculo que por el vestido, el peinado de la mujer y el tono sepia debía ser de una boda de la década del 30. Otro era un diploma de Teoría y Solfeo, tradicional de la época, y otro, una foto familiar en la que también se veía a la mujer del traje de novia pero esta vez con otra ropa y acompañada de varias personas en el comedor de una casa. Dudé si sacarles fotos a esos objetos con mi celular, era de noche y soy bastante torpe y lenta para decidir cuándo es el momento de hacer click. Durante esos segundos de titubeo comencé a pensar que ahí, sobre la calzada húmeda, alguien había abandonado las huellas de una vida.
A partir de ese momento mi cabeza fue un torbellino de pequeños argumentos detrás de aquellas fotos descartadas. Algo así me pasa cada vez que voy al cementerio y en el camino hacia las tumbas de los míos voy viendo nombres, años y mensajes que me cuentan historias. Historias superpuestas que siempre se reducen a vida, amores, sufrimiento, obras, regocijo, muerte… Y siempre la foto como la radiografía del momento que permite reconstruir una vida posible.
El rostro de esa mujer de pelo oscuro, cejas marcadas, boca corazón y rasgos ligeramente mediterráneos permanece clavado en mi cabeza
El rostro de esa mujer de pelo oscuro, cejas marcadas, boca corazón y rasgos ligeramente mediterráneos permanece clavado en mi cabeza. Quién fue, cómo le fue en su matrimonio, cómo le fue en la vida, cuánto vivió, cómo vivió. Me pregunto si habrá seguido tocando el piano o ese diploma fue apenas un modo de satisfacer un capricho familiar. Me pregunto también si habrá muerto ella antes que él, o si lo sobrevivió, o si volvió a casarse, incluso. Todo esto me pregunto y sobre todo me desespero por saber cómo fue que esas fotos llegaron hasta el contenedor, quién decidió que ya no tenían valor, quien definió que esas imágenes y la historia detrás de ellas ya podían volverse polvo y desaparecer para siempre.
Escenario 1. Murió la abuela y hay que desarmar su departamento. La escena es conocida: reparto clásico de alguna de sus prendas u objetos queridos o con historia, incluidas algunas fotos, y el resto a donar, regalar y/o tirar. Ahí se fueron las fotos y el diploma. (¿Serán grandes esos nietos que se ocupan de hacer la limpieza de esa casa? ¿Les habrán contado al resto de la familia que se desentendieron de esas fotos y ese diploma? ¿Les habrá dolido hacerlo? ¿Habrán llorado mientras lo hacían? ¿Se habrán reído o burlado de todo lo que guardaba la anciana?)
Escenario 2. Murió una mujer muy grande, ya viuda y sin familia. Nada de lo suyo significa hoy nada para nadie, por lo tanto nada queda por recordar. Su muerte termina siendo apenas algo más que un trámite. La sonrisa eternizada el día de su boda, cuando la vida entera aún estaba por delante, ya no tiene a quién conmover. (Imagino a una especie de autómata que selecciona: esto sí, esto no. Un cleaner, alguien acostumbrado a hacer "limpieza post mortem" y para quien las ropas o los objetos del muerto no significan nada, ni siquiera una curiosidad estética, salvo que haya entre esos objetos algo de valor material.)
Escenario 3. Murió la hija o el hijo de la mujer de la foto, alguien que conservaba esa foto de su madre desde hacía muchos años y que cada tanto dedicaba un momento a mirar la sonrisa de la novia -su mamá- y a pensar qué habrá sentido ese día, ese momento, la mujer enamorada que se comprometió a vivir por siempre al lado de un hombre. (Y entonces volvemos al escenario 1, con chicos jóvenes que se desprenden de objetos familiares pero para quienes en realidad, la familia es algo mucho más cercano: para ellos, golpeados por la muerte reciente de su propio padre o madre, esas imágenes mustias no significan mucho porque tal vez ni siquiera conocieron a esa abuela.)
Podría seguir inventando argumentos para el descarte que me duele. También sé que podría haber hecho el esfuerzo de levantar las fotos y el diploma del piso, limpiarlos un poco y entregarlos a personas y organizaciones que trabajan con esa clase de documentos ya porque hacen arte con eso o porque se proponen satisfacer el interés de quienes, como yo, sueñan mundos posibles a través de alguna foto de época.
Vivimos tiempos de casas pequeñas y vidas prácticas, tiempos de hacer orden y de quedarnos con lo necesario, nos insisten en varios libros de autoayuda, algunos muy exitosos. Hay algo de cierto en esa necesidad de desprendimiento y es por eso, y por el peso que significa desde lo físico y también desde lo psicológico conservar ciertos objetos, que busco cada tanto deshacerme de lo realmente inútil. El problema es distinguir exactamente qué es lo inútil y qué lo indispensable, manejar un criterio sobre qué es aquello de lo que podemos prescindir y qué lo que necesitamos conservar, por diferentes motivos.
A cierta edad, cuando ya “levantamos” varias casas de muertos queridos, albergamos algo parecido a museos familiares cuya curaduría es guiada por el impulso sentimental
A cierta edad, cuando ya "levantamos" varias casas de muertos queridos, albergamos algo parecido a museos familiares cuya curaduría es guiada por el impulso sentimental. ¿Es inútil la agenda de mi madre? Sí, lo es. ¿Puedo tirar la agenda con la letra de mi madre, una letra única e irrepetible como su voz o como sus ojos? No, al menos yo no puedo hacerlo. Podría seguir mencionando objetos que tengo guardados y de los que me es imposible desprenderme aún cuando no tenga contacto asiduo con ellos. Cajitas con collares baratos, medallas de premio, documentos de identidad, libros con dedicatorias…
Tal vez sea por todo esto que desde esa noche de frío inoportuno no dejo de recordar esas fotos muertas, ahora desaparecidas para siempre y me detesto por no haberles sacado fotos a esas fotos, aún de noche y con poca luz, como un modo de retener esa memoria desleída, una memoria que alguien consideró inútil.
Le hablo del episodio a mi hija, le cuento que necesito escribir sobre esto pero que no tengo cómo contarles a ustedes, lectores, la historia mínima que me persigue desde entonces porque no tengo documentos para ilustrar mi relato. Ella, que afortunadamente tiene todos los talentos de los que yo carezco, me dice que tal vez puede ayudarme, que cree que puede ilustrar lo que me pasa y una vez más tiene razón: esas ilustraciones que me ofrece son las imágenes que acompañan mi texto.
Le doy vueltas al asunto y creo que finalmente lo que me duele es deshacerme de lo que otro no pudo o no quiso desprenderse, aquello que un ser querido guardó, cuidó y conservó hasta el final. Me doy cuenta de que me resulta mucho más fácil tomar decisiones sobre mis propios objetos que sobre aquellos que me dejaron como herencia: no me es fácil decirle adiós a lo que mis antecesores preservaron, sigo leyendo historia ahí, la historia de ellos pero también la mía.
Conservo guardadas en cajas varias fotos antiguas de novias jóvenes y amadas -mi abuela, mi madre, mi tía del alma, también mi suegra-, mujeres que miran a la cámara con la secreta ambición de que la felicidad de ese día dure para siempre. Alguna se ve más tímida, otra más impetuosa, todas lucen como orgullosas protagonistas de un día especial. Estoy segura de que ninguna de ellas habrá pensado entonces que esa foto soñada con su traje de novia terminaría ajada y descolorida junto a un contenedor, una noche de lluvia, muchos años después.
SEGUÍ LEYENDO: