Caminan arrastrando una botella de oxígeno, incluso para desplazarse sobre una cinta mecánica. Lejos de la esperanza traída por las vacunas, algunos pacientes con secuelas graves de coronavirus siguen luchando en un hospital madrileño por recuperar un cuerpo que no les obedece.
La mirada de Carolina Gallardo, de 51 años y recién admitida en el servicio de rehabilitación, lo dice todo sobre su cansancio.
A duras penas se levanta de su carrito, hasta las barras paralelas. Se agarra a ellas, en un gesto febril. Y lentamente desplaza su pie, haciendo un esfuerzo monumental.
"No camino sola. De hecho, no sabía si podía levantarme", cuenta a AFP.
"No manejo las manos, y mira, yo este pelo no lo puedo agarrar sola", dice señalando su cabellera.
Con voz suave y animosa, la kinesiterapeuta coloca las manos sobre su cintura, y le pide que incline su peso sobre un pie, y luego sobre el otro.
Todo ocurre en el servicio de rehabilitación del hospital Isabel Zendal de Madrid, un gigantesco complejo público construido en tres meses.
En él hay una cinta mecánica, bicicletas estáticas, balones para hacer gimnasia y una rampa. También pueden verse cubos de madera y un espejo.
Aquí se tratan las secuelas del coronavirus, sobre todo motoras, y también respiratorias de pacientes que se vieron gravemente afectados y vieron mermadas sus capacidades hasta el punto de no poder "coger una cuchara" o "abrir una botella", explica el doctor José López Araújo.
- "Bendecida" -
Y es que cuando el cuerpo ya no responde, toca estimularlo.
Carolina viene de muy lejos. De la unidad de cuidados intensivos, de la que apenas tiene recuerdos muy vagos en fechas aproximativas.
"Creo que soy una bendecida, que yo no tenía que haber salido de allí", afirma.
Con esfuerzo recuerda, eso sí, su lento regreso al mundo de la palabra.
"No podía hablar. No podía cerrar la boca, la kinesiterapeuta trabajó con el estiramiento -añade mostrando sus labios- para que pudiera cerrar la boca".
"Hablaba muy mal, no escuchaba mi voz", pero con el ejercicio, poco a poco, "empecé a escucharla", articula suavemente.
"Es una enfermedad devastadora", agrega en un suspiro, y con un tubito transparente que conecta su nariz a una botella de oxígeno.
Otro efecto de la enfermedad es que cualquier mensaje enviado al cerebro puede quedar sin respuesta, sin reacción alguna del cuerpo. Jesús Nogales, de 68 años, sabe de lo que habla.
Pasó más de un mes en cuidados intensivos, y así lo recuerda: "yo estaba inconsciente, estaba sedado, no sabía nada. Para mí el mundo no existía, estaba en un sueño profundo".
- Flojo como un flan -
Al despertarse, supo que su esposa, con la que compartió 51 años de vida común, había fallecido de coronavirus.
"Desde el 27 de febrero está bajo tierra".
La pena lo abruma y su cuerpo es una masa casi inerte.
De la unidad de cuidados intensivos "salí hecho una gelatina. No tenía fuerzas de ninguna clase. Tuve que empezar a aprender a andar, aprender a comer y aprender a moverme", después de haber perdido masa muscular.
"Me acuerdo que me pusieron una comida sólida que fue arroz cocido. Y cuando me comí la primera cucharada de arroz, pensaba que estaba crudo porque no tenía fuerza en la mandíbula", cuenta.
Desde entonces, Jesús ha recuperado la energía para comer y enumera orgulloso los platos que puede reconocer, tras verse totalmente privado de gusto y olfato al inicio de la enfermedad. Ahora sueña con recuperarse plenamente y que sus pulmones "se [le] ensanchen" de nuevo al respirar.
"No me gustaría verme sentado en una silla de ruedas".
En la pared del servicio, un cartel con una cita de la película Rocky da el tono: "Seguir cuando crees que no puedes más, es lo que te hace diferente a los demás".
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