El terremoto acabó con la casa que la familia de Mónica habitaba hace 70 años.
San Gregorio Atlapulco es un lugar de tradiciones. Fue uno de los primeros pueblos fundados en México tras la conquista española. La expansión de la capital mexicana lo terminó incorporando administrativamente a su territorio. Pero aquí se vivió siempre a otro ritmo. Sus vecinos se conocen de toda la vida, crecieron juntos, heredaron casas de padres a hijos… pero el terremoto del 19 de septiembre cambió para siempre la vida de sus habitantes, que nunca habían enfrentado una tragedia así.
Asentado sobre piedra volcánica, el pueblo parecía invencible ante los constantes sismos en la Ciudad de México. Sus habitantes recuerdan que ni en el gran terremoto de 1985, que dejó 12.000 muertos en la capital, había tocado a San Gregorio. Pero el del 19S no respetó sus calles ni a sus habitantes.
Mientras toda la ayuda oficial se volcaba en zonas como las colonias Condesa, Roma, Del Valle y la atención mediática en el Colegio Enrique Rébsamen, donde murieron 19 niños, los habitantes de Atlapulco no recibían nada.
A una semana del terremoto, recuerdan que aquí no llegaron policías, militares ni voluntarios de las distintas zonas de la capital. Fueron los vecinos quienes, como pudieron, rescataron a quienes habían quedado atrapados sobre pesadas lozas.
En las inmediaciones del centro, más de un centenar de estructuras, de uno, dos y tres niveles presentan daños parciales y más de una decena están al punto del desplome.
"Aquí no llegó nadie, fuimos nosotros quienes empezamos a ayudarnos y nos dio mucho enojo porque ¿dónde estaba el Ejército, La Marina? Nuestras casas se habían caído, no teníamos agua, en la noche no teníamos luz, por eso cuando vino el delegado [una autoridad local] lo corrimos", recuerda Mónica Sánchez Baltazar, quien desde hace una semana vive junto a su familia en casa de un vecino.
El delegado de Xochimilco, donde se encuentra el pueblo, arribó al lugar 48 horas después del sismo. Su presencia despertó la ira de los habitantes, quienes lo corrieron del lugar en medio de insultos.
La casa de Mónica, ubicada en el cruce de avenida Hidalgo y Hermenegildo Galeana, sufrió daños que la hacen inhabitable y ya le dijeron que será demolida. Desde hace cerca de siete décadas, esa casa construida por sus abuelos era el más grande patrimonio familiar.
Ahí vivían su mamá, sus dos hermanos, ella, su esposo y sus tres hijos. Desde el día del terremoto, la niña más pequeña se está quedando con la novia de su hermano porque busca tenerla lejos de la pena por la que están atravesando y, sobre todo, segura, porque en plena tragedia, el caos provocó también una ola de asaltos que se registraron mientras la mayoría de sus 22.000 habitantes sacaban gente de entre los escombros.
La maquinaria no dio tregua en Atlapulco.
La ayuda de voluntarios llegó el día después del terremoto y cuando llegó colapsó al pueblo porque el ruego a través las redes sociales provocó el arribo masivo de jóvenes en motocicleta, bicicleta o caminando kilómetros, pero ante la falta de alguien que coordinara las labores de rescate, saturaron las calles y provocaron más caos.
A las 72 horas, tal y como lo establece el protocolo, la maquinaria pesada empezó a demoler las casas dañadas y a retirar el escombro que dejaron las que no resistieron el impacto.
El éxodo
Entre las calles llenas aún de residuos y polvo, continúa el éxodo, el ir y venir de vecinos que intentan salvar lo poco que queda de sus casas, como las hermanas Rosa María y Rocío Páez, quienes pasan al menos 12 horas al día sentadas en una papelería ubicada al lado de lo que era su casa.
Tienen cinco días esperando la llegada de peritos que les den más información sobre cuándo será la demolición de su casa y con qué tipo de apoyo van a contar.
"Pasamos toda nuestra infancia en nuestra casa y ahora todo el día nos la tenemos que pasar aquí porque si la gente que hace las evaluaciones pasa y no nos encuentra quién sabe cuando vuelvan a pasar", dice Rocío.
La misma situación pasa con Mónica. Ella, su esposo y algunos otros integrantes de la familia llevan días esperando novedades, después de tener la peor: ya saben que se quedarán sin casa.
"Estamos al pendiente porque si vienen y no estamos se van, no nos podemos mover de aquí. No queremos que nos construyan la casa completa, pero sí queremos que nos apoyen con algo porque tenemos tres niños", expresa.
Las hermanas Páez han recibido la misma respuesta: sólo que su casa no es habitable.
Ellas pasaron toda su infancia en esa casa y el recuerdo que se llevan es el de "gente muy buena, por eso entendemos que se le dé primero apoyo a la gente a la que se les cayó su casa desde el primer día o que no tienen donde quedarse", comenta Rosa María.
"Neto", el único supermercado del pueblo, se derrumbó completamente, pero los escombros ya fueron removidos y ahora se trabaja en la limpieza del terreno.
Un símbolo local: la Iglesia de San Gregorio Margo, un templo del siglo XVI, perdió su campanario.
Las calles lucen sin el caos del 19 de septiembre, probablemente haya sido uno de los primeros lugares en los que se procedió a la demolición. Sus habitantes comentan que nadie llegó a decirles que podían interponer un amparo al menos hasta que los apoyos quedaran claros, tal y como se ha hecho en edificios colapsados en los que se ha logrado detener la entrada de maquinaria ante la sospecha de que se encuentran personas entre los escombros.
Ahora, ya no se ven los cientos de voluntarios. Sólo personal de las secretarías de Marina, de la Defensa Nacional (Sedena), de Salud, la Policía Federal, y del gobierno capitalino.
Desde el día del sismo no hay agua, lo que ya está provocando una crisis entre sus habitantes, pues tanto para beber como para el aseo está limitada, lo que despertó el rumor de que ya se habían presentando casos de hepatitis, versión desmentida por un letrero colocado afuera de un puesto de salud improvisado.
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