VILLA LAS ROSAS, México - Esta vez, Willy Ochoa trajo refuerzos.
Esta vez, a diferencia de la anterior, estaría preparado para los ataques de los cárteles. Lo acompañaban tres camiones cargados de tropas de la guardia nacional. Dos coches de la policía estatal con luces rojas intermitentes. Iba en su propio todoterreno blindado y contaba con una dotación de guardaespaldas musculosos. Uno de ellos estaba sentado en la plataforma de una camioneta, con los ojos fijos en el cielo.
“Se asegura de que no disparen una bomba desde un dron”, explicó Ochoa.
Así es ser candidato al Senado hoy en día en México. “Estás en riesgo cada minuto”, dijo el candidato.
Los grupos del crimen organizado están convirtiendo las elecciones mexicanas en un campo de batalla en toda regla, haciendo de la campaña de este año una de las más mortíferas de la historia moderna del país. Más de dos docenas de candidatos han sido asesinados antes de la votación del 2 de junio; cientos han abandonado la carrera. Más de 400 han pedido seguridad al gobierno federal. La campaña de intimidación y asesinatos está poniendo en peligro la propia democracia.
El objetivo de los grupos armados es instalar a líderes amigos en los cargos locales para poder explotar mejor a las comunidades mexicanas. Los cárteles, que antes se centraban principalmente en el envío de drogas a Estados Unidos, ahora también trafican con inmigrantes, extorsionan a empresas y consiguen contratos para las empresas que controlan. Quieren nombrar a los jefes de policía y directores de obras públicas de las ciudades.
Eso hace que controlar las alcaldías sea crucial. Pero los candidatos a gobernador y al Congreso también corren peligro. En algunas zonas, los cárteles ejercen tanto poder que pueden decidir quién puede entrar en las ciudades, o incluso lo que la gente puede decir en voz alta.
“No les gusta que se hable de la violencia del crimen organizado, de las extorsiones, de la gente que se ve obligada a abandonar sus comunidades”, afirma Ochoa, candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI) al Senado por el estado de Chiapas. Cuando su campaña anuncia visitas a zonas asoladas por la violencia, dijo, “recibimos amenazas y advertencias para que no vayamos”.
Ya había tenido su propio roce con el peligro en febrero, cuando unos pistoleros en moto se lanzaron a por él, tras una parada de campaña en un pueblo tenso. No iba a volver a ser tan vulnerable.
El presidente Andrés Manuel López Obrador acusa a la oposición y a los medios de comunicación de exagerar la violencia en lugares como Chiapas. Sin embargo, incluso la favorita de López Obrador, la candidata presidencial Claudia Sheinbaum, fue detenida por hombres enmascarados el mes pasado en una región del estado controlada por el cártel de Sinaloa. Los hombres le advirtieron que “se acordara de los pobres” y le hicieron señas para que pasara el control.
Los asesinos han atacado a candidatos de los principales partidos de México. En Maravatío, un municipio de 80.000 habitantes situado en el estado central de Michoacán, han asesinado a tres candidatos a la alcaldía: dos de Morena, el partido de López Obrador, y uno del opositor Partido de Acción Nacional (PAN).
Carlos Palomeque, líder del PAN en Chiapas, afirma que casi dos docenas de candidatos a alcalde del partido han abandonado sus candidaturas. Antes, los cárteles compraban a los votantes, dice. Ahora, “obligan a los candidatos a abandonar la carrera. Es más barato”.
Este año, una campaña diferente
Ochoa, de 45 años, creció haciendo campaña. Su padre, activista en favor de los trabajadores del campo y otras causas sociales, fue diputado en el Congreso. A Ochoa le encantaba ir a sus mítines, viajar de pueblo en pueblo, formar parte de las multitudes sudorosas y animadas.
Sus propios hijos no están viviendo esa experiencia. Ochoa envió a los dos fuera del estado, junto con su esposa, a principios de este año. “Tengo que mantenerlos a salvo”, dijo mientras su convoy atravesaba el campo. Vio los últimos vídeos en su iPhone.
“Papá, acabo de rezar por ti”, dijo el niño de 7 años.
“Sólo faltan 30 días para que vuelvas”, sonríe a la cámara el niño de 9 años. “Espero que ganes las elecciones”.
“Mis hijos son adorables”, dijo Ochoa, le tembló la voz y bebió un buen trago de agua.
Ochoa ha sido legislador estatal, diputado federal y alto cargo del PRI. Está acostumbrado a la dureza de la política y a la larga historia de vínculos entre los políticos mexicanos y los cárteles. Pero al principio de la campaña se dio cuenta de lo diferente que sería esta contienda. En febrero, pronunció un discurso en Villa Las Rosas, una de las ciudades cercanas a la frontera con Guatemala utilizadas por los traficantes para almacenar drogas.
Al bajar del escenario, dijo, le rodearon unos 25 hombres, algunos armados. “Tenemos instrucciones de llevarle ante el hombre que gobierna esta plaza”, dijo uno de ellos. Ochoa consiguió escabullirse.
Pero unos 45 minutos más tarde, cuando se detuvo a comer, vio una fila de hombres armados en motocicletas que se dirigían hacia el aparcamiento del restaurante. Iban a por él. Sus guardaespaldas amartillaron sus fusiles automáticos. Los motoristas se detuvieron, quizá a la espera de refuerzos, y Ochoa y su convoy se alejaron a toda velocidad.
Tres meses después, Ochoa regresaba a Villa Las Rosas.
El walkie-talkie enganchado al respaldo del asiento empezó a graznar.
“El vehículo que tenemos delante hace de vigía del cártel”, decía un guardaespaldas.
“Ese tipo con gorra blanca nos está vigilando”.
“¿Ves la moto? Está a 60 o 70 metros por delante”.
“Están enviando mensajes”.
“Dejan entrar a diferentes cárteles”
Chiapas, el estado más pobre de México, saltó a los titulares en 1994 cuando campesinos indígenas lanzaron un levantamiento armado para exigir justicia. Liderados por el subcomandante Marcos, un intelectual telegénico que fumaba en pipa, los rebeldes zapatistas se ganaron la simpatía internacional.
Chiapas no era conocido por la violencia de los cárteles. La frontera sur de México, poco vigilada, había sido durante mucho tiempo un importante punto de entrada de cocaína con destino a Estados Unidos, y las exuberantes selvas del estado proporcionaban cobertura para pistas de aterrizaje clandestinas. Pero el cártel de Sinaloa tenía el monopolio del narcotráfico y mantenía las cosas en secreto.
Eso ha cambiado en los últimos años. Han surgido divisiones en el cártel. La democracia ha traído nuevos partidos políticos, que supuestamente han establecido vínculos con otros grupos de traficantes. Y el número de migrantes que cruzan México se disparó, alimentando una lucrativa industria de tráfico de personas en el estado fronterizo.
Ochoa, cuyo partido gobernó México durante siete décadas en el siglo pasado, culpa de la violencia actual a los políticos incompetentes.
“Dejaron entrar a distintos cárteles”, dijo. “No trazaron la línea”.
En la actualidad, alrededor de una docena de cárteles operan en Chiapas. Entre ellos se encuentran los dos grupos criminales más poderosos de México: los cárteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación. Los homicidios y las desapariciones se han disparado. Entre las víctimas de los últimos meses figuran seis candidatos políticos.
Sin embargo, muchos residentes están demasiado asustados para hablar siquiera del aumento de la criminalidad. Un maestro de escuela que organizó una marcha de condena de la narcoviolencia en la localidad de Chicomuselo fue torturado y asesinado delante de su mujer y sus hijos.
Ochoa está decidido a condenar la violencia. Claro, es buena política, uno de los temas principales de la campaña de Xóchitl Gálvez, la candidata presidencial respaldada por el PAN y el PRI, principal rival de Sheinbaum. Pero hay otra razón para su franqueza, dice Ochoa.
“Amo Chiapas. No saben cuánto”.
“Esto, amigos míos, no es vivir”
Ochoa había empezado el día en la comunidad indígena de San Juan Chamula. Había caminado por la estrecha calle principal de Villa Las Rosas, estrechando manos y charlando con los comerciantes.
Ahora estaba sentado en su todoterreno ante un salón comunitario encalado, al otro lado de la ciudad, mientras su equipo de seguridad inspeccionaba el lugar. Cientos de personas le esperaban dentro. Muchos estaban de pie. Había sido casi imposible alquilar sillas.
Uno de los ayudantes de Ochoa se introdujo en el todoterreno y reprodujo un mensaje de un organizador del acto en el que rechazaba la petición de proporcionar sillas. Podría haber ganado “unos pesos”, dijo, pero podría “complicarme la vida”.
Ochoa entró en la sala con la estruendosa música carnavalesca típica de las campañas mexicanas. Tomó el micrófono y denunció la plaga de extorsiones, asesinatos y asaltos en las carreteras.
“Esto, amigos míos, no es vivir”, dijo.
“Les digo a todos los malos, a los partidos políticos, a nuestros adversarios: Willy Ochoa no se rendirá y no abandonará”.
Sin embargo, su campaña de ese día mostró la magnitud del desafío. En Villa Las Rosas, la candidata a la alcaldía de la coalición opositora había abandonado la carrera. La sustituyó un novato de 28 años. En la siguiente parada de Ochoa, la ciudad de Socoltenango, la candidata a la alcaldía de la coalición apareció con él, desafiando las advertencias de que se mantuviera alejado.
Eso era pasarse de la raya. El candidato, Arturo Navarro, recibió una amenaza de muerte y se tuvo que esconder.
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