El mes pasado descubrí que tengo un leiomiosarcoma uterino en estadio 4, un cáncer raro y agresivo. Los médicos dicen que me quedan pocos meses de vida. El tratamiento podría darme algo más de tiempo, pero no mucho. Mi enfermedad está avanzada y es incurable. Mi pronóstico me ha dejado conmocionada, triste, enfadada y confusa. Algunas mañanas me despierto enfurecida contra el universo, sintiéndome traicionada por mi propio cuerpo, contando los años y los hitos que esperaba disfrutar con mi familia.
Dejo atrás a un marido y a una hija de 14 años a los que adoro, y una carrera como escritora y profesora que tanto me ha costado construir. He reflexionado mucho sobre mi vida y, además del horror, se ha apoderado de mí un sentimiento sorprendente: me muero a los 49 años sin arrepentirme de cómo he vivido mi vida.
Aprendí que el amor duradero consiste en encontrar a alguien que de la cara por ti.
En mi adolescencia, me enamoré de un chico que me rompió el corazón, no sólo una vez, sino media docena de veces. Fue un primer enamoramiento obsesivo, de los que me hacían dejar de comer y dormir. Rompió conmigo y volvimos a estar juntos muchas veces en el instituto.
El sentimiento era adictivo, aunque me hacía sentir desgraciada. Incluso después de graduarme, no podía quitármelo de la cabeza. Su historia terminó trágicamente: se quitó la vida a los 21 años. Su muerte fue desgarradora, pero mi tensa relación con él y las traumáticas secuelas me enseñaron lo que en última instancia quería en el amor: seguridad, apoyo, diversión y aventura.
Necesitaba una pareja que me ayudara a sentirme bien conmigo misma, alguien estable, fiable y libre de todo ese drama romántico.
Unos años más tarde, conocí a mi futuro marido, que era inseguro y luchaba con sus propias preocupaciones. Dan era inteligente, estudioso, divertido y amable. Su amor por mí era constante y nunca se puso en duda. Era escritor, pero en vez de competir conmigo, apoyaba mi carrera. Dan y yo llevamos juntos 25 años y nunca hemos roto ni nos hemos separado, ni siquiera un día.
Seguí la carrera de mis sueños con pasión.
“Nadie puede hacer carrera escribiendo”. Era una afirmación que oía a casi todos mis conocidos, desde profesores a padres, pasando por amigos preocupados. Me dijeron que me enfrentaría a una vida de rechazo y de mendigar cheques atrasados.
Pero yo sabía que no podría sobrevivir a levantarme cada día y dirigirme a un trabajo de oficina de 9 a 5 bajo luces fluorescentes. Me gusta ser dueña de mi vida y de mis horarios.
Cuando quise escribir un reportaje de historia sobre el helado en Estados Unidos, algunos se rieron. “Lo veo como un reportaje de revista, no como un libro”, me escribió un agente.
Sin embargo, conseguí un contrato con Penguin Random House para viajar por todo el país, comiendo helados, investigando, entrevistando a Jerry de Ben & Jerry’s y viajando en un camión de helados por las calles de Bensonhurst, Nueva York: “An Ice Cream Binge Through America” me abrió oportunidades que no esperaba, como aparecer en NPR y enseñar escritura creativa de no ficción.
En los últimos años, he podido orientar y preparar a docenas de escritores prometedores. A cambio, estos estudiantes, con su sinceridad y grandes ambiciones, me han ayudado a revitalizar mi propia escritura, recordándome por qué me metí en este negocio en primer lugar.
Nunca he tenido una lista de cosas que hacer antes de morir.
Siempre he intentado decir “sí” a la voz que me dice que debo salir y hacer algo ahora, incluso cuando esa decisión parece poco práctica. Hace unos años, con muy poca planificación, mi familia y yo nos subimos a un coche y recorrimos 600 millas hasta una granja de cabras en el centro de Oregón, donde acampamos durante cuatro días para ver un eclipse solar. Una vez me fui a Alemania con dos días de antelación y pasé una semana explorando Dresde y haciendo senderismo por la Selva Negra.
“El dinero siempre vuelve, pero si te pierdes una experiencia, puede que la oportunidad nunca vuelva”. Este ha sido mi mantra desde que conocí a Dan. Incluso cuando nuestra cuenta bancaria andaba escasa de fondos, decidimos mudarnos a Nueva York para perseguir nuestros sueños de escribir. Al principio fue ridículamente duro, pero salió bien porque no nos dimos otra opción.
Soy una buena ahorradora, pero cosas como las cuentas de jubilación nunca fueron importantes para mí. Cuando me daban a elegir entre hacer un viaje familiar a Kauai o acumular dinero en un 401(k)[cuenta especial de ahorro jubilatorio en Estados Unidos], siempre elegía las islas.
He encontrado personas en mi vida que me aceptan tal como soy.
No intento ocultar quién soy ni disculparme por ello. Soy un poco ermitaña. Estoy segura de que, de vez en cuando, he herido los sentimientos de la gente con mi comportamiento, al escaquearme de las fiestas antes de tiempo o al decidir no ir a la Happy Hour. No he pasado mucho tiempo preocupándome por ello. Creo que es más importante encontrar gente que me entienda y me acepte que querer cambiarme. He hecho todo lo posible por evitar a las personas que se me acercan con expectativas poco razonables. Y como no tengo que dedicar tiempo a ocultar mi verdadero yo, mis amistades son auténticas. Desde que me diagnosticaron la enfermedad, he tenido la oportunidad de decirles a mis amigos lo mucho que los quiero. Ellos también me lo han dicho, y lo siento profundamente.
Vivo donde quiero aunque los números nunca cuadren
Me encanta pasar tiempo en las secuoyas y junto al océano. Hace sólo unos meses, caminaba seis kilómetros al día por la extensa costa oceánica de West Cliff Drive, donde podía ver surfistas y nutrias retozando, y ballenas jorobadas zambulléndose junto a la orilla. Esto se convirtió en mi rutina diaria.
Mis lugares favoritos están a 10 minutos en coche de mi casa, y la mayoría siguen siendo accesibles incluso cuando mi energía sigue disminuyendo a medida que el cáncer se extiende por mi cuerpo.
La otra cara de esta vida de ensueño es el coste. Mi familia y yo vivimos en uno de los lugares más inasequibles de Estados Unidos. Dan y yo hemos hablado docenas de veces de mudarnos, pero mis amigos y nuestra comunidad de escritores están en Santa Cruz, y a mi hija le encantan sus amigos y su colegio, así que mi marido y yo hemos decidido quedarnos. Mi familia nunca será propietaria de una casa -al menos no mientras yo viva-, pero al menos me estoy muriendo rodeada de gente que me quiere y que me trae comida cuando la necesito. Son personas que están dispuestas a ayudarme pase lo que pase. Y sé que estarán ahí para mi marido y mi hija, incluso cuando yo ya no esté.
El final de mi vida se acerca demasiado pronto, y mi diagnóstico puede parecer a veces demasiado difícil de soportar. Pero he aprendido que la vida consiste en una serie de momentos, y pienso pasar todo el tiempo que me quede saboreando cada uno de ellos, rodeada de la belleza de la naturaleza y de mi familia y amigos. Por suerte, siempre he intentado vivir así.
Amy Ettinger es autora y profesora de escritura creativa y vive en el norte de California.
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