El sábado, mi padre, Henry Kissinger, cumplió 100 años. Esto podría tener un aire de inevitabilidad para cualquiera que esté familiarizado con su fuerza de carácter y su amor por el simbolismo histórico. No sólo ha sobrevivido a la mayoría de sus colegas, eminentes detractores y alumnos, sino que se ha mantenido infatigablemente activo a lo largo de sus 90 años.
Ni siquiera la pandemia le frenó: desde 2020, ha terminado dos libros y ha empezado a trabajar en un tercero. Regresó de la Conferencia de Bilderberg en Lisboa a principios de esta semana justo a tiempo para embarcarse en una serie de celebraciones del centenario que le llevarán de Nueva York a Londres y finalmente a su ciudad natal de Fürth, Alemania.
La longevidad de mi padre es especialmente milagrosa si se tiene en cuenta el régimen de salud que ha seguido durante toda su vida adulta, que incluye una dieta rica en bratwurst (una variedad de salchicha alemana) y Wiener schnitzel (una especie de escalope frito), una carrera profesional de toma de decisiones implacablemente estresante y un amor por los deportes puramente como espectador, nunca como participante.
¿Cómo explicar entonces su permanente vitalidad mental y física? Tiene una curiosidad insaciable que le mantiene en contacto dinámico con el mundo. Su mente es un arma ardiente que identifica y se enfrenta a los retos existenciales del momento. En la década de 1950, el tema era el auge de las armas nucleares y su amenaza para la humanidad. Hace unos cinco años, siendo un joven prometedor de 95 años, mi padre se obsesionó con las implicaciones filosóficas y prácticas de la inteligencia artificial.
Mientras se pasaba el pavo de Acción de Gracias en los últimos años, rumiaba sobre las repercusiones de esta nueva tecnología, de un modo que en ocasiones recordaba a sus nietos los argumentos de las películas de Terminator. Al tiempo que se sumergía en los aspectos técnicos de la IA con la intensidad de un estudiante de posgrado del MIT, impregnaba el debate sobre sus usos con su singular perspicacia filosófica e histórica.
El otro secreto de la resistencia de mi padre es su sentido de la misión. Aunque se le ha caricaturizado como un realista frío, es todo menos desapasionado. Cree profundamente en conceptos tan arcanos como el patriotismo, la lealtad y el bipartidismo. Le duele ver lo desagradable del discurso público actual y el aparente colapso del arte de la diplomacia.
De niño, recuerdo la calidez de su amistad con personas cuya política podía ser diferente a la suya, como Kay Graham, Ted Kennedy y Hubert Humphrey. A Kennedy le encantaba gastar bromas pesadas que mi padre disfrutaba enormemente (como invitar a papá a su despacho y decir que tenía una mangosta escondida en un armario).
Incluso cuando persistían las tensiones de la Guerra Fría, el embajador soviético en Estados Unidos, Anatoly Dobrynin, era un invitado frecuente en nuestra casa. Ambos jugaban de vez en cuando partidas de ajedrez entre negociaciones sobre cuestiones que afectaban a todo el planeta. Mi padre no se hacía ilusiones sobre la naturaleza represiva del régimen soviético, pero estas conversaciones periódicas ayudaron a rebajar las tensiones en un momento en que las superpotencias nucleares parecían estar en rumbo de colisión. Ojalá se diera un diálogo tan regular entre los principales protagonistas de las tensiones mundiales actuales.
Dejando a un lado el ajedrez, la diplomacia nunca fue un juego para mi padre. La practicó con un compromiso y una tenacidad nacidos de la experiencia personal. Como refugiado de la Alemania nazi, había perdido a trece miembros de su familia e innumerables amigos en el Holocausto. Regresó a su Alemania natal como soldado estadounidense y participó en la liberación del campo de concentración de Ahlem, cerca de Hannover. Allí fue testigo de las profundidades a las que puede llegar la humanidad sin que lo impidan las estructuras internacionales de paz y justicia. El mes que viene volveremos a Fürth, donde depositará una corona de flores en la tumba de su abuelo, que no logró escapar.
Sé que ningún hijo puede ser verdaderamente objetivo sobre el legado de su padre, pero me siento orgulloso de los esfuerzos del mío por anclar la acción del Estado en principios coherentes y conscientes de la realidad histórica. Esta es la misión que ha perseguido durante la mayor parte de un siglo, utilizando su cerebro poco común y su energía inagotable para servir al país que salvó a su familia y le lanzó a un viaje más allá de sus sueños más salvajes.
*David Kissinger es presidente de la productora de televisión Conaco.
Especial para The Washington Post
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