Aquel Día Mundial del Medioambiente un frío inusual afectó al país entero y los porteños se ilusionaron con ver nieve en cualquier momento. Para Fernando Carrera, sin embargo, la ilusión era recuperar su libertad en el caso llamado Masacre de Pompeya, por el cual estaba condenado a 30 años de prisión.
Una causa que, denunciaron su familia y sus abogados, habría sido fabricada para ocultar una chapucería policial que tuvo como consecuencia la muerte de dos mujeres y el hijo de una de ellas. La Corte Suprema de Justicia estableció que la Cámara de Casación Penal “no efectuó una revisión integral, exhaustiva y amplia del fallo condenatorio”, emitido pior el Tribunal Oral en lo Criminal N° 14, “y omitió analizar en forma debida” la argumentación de la defensa.
La Masacre de Pompeya había sucedido el 25 de enero de 2005, cuando Carrera, un vendedor sin antecedentes penales, escapaba de la policía, que creía perseguir a un ladrón, a contramano por la avenida Sáenz, y al atropellar a varios peatones causó las tres muertes. La policía había disparado 18 veces contra Carrera, y ocho de ellas le provocaron lesiones que, según la defensa, hicieron que perdiera la conciencia dentro del automóvil. (Los familiares de las víctimas han sostenido que Carrera estaba consciente, aun después de la absolución de Carrera en 2016.)
Había otros puntos en duda, recordó la defensa: Carrera dijo que huía porque pensaba que él era víctima de un asalto armado; varios testigos vieron cómo aceleraba y se alejaba el auto donde presuntamente escapó el verdadero ladrón; la persona robada no identificó a Carrera como su asaltante. Carrera salió en libertad al día siguiente, fue vuelto a condenar en 2013 y obtuvo la libertad definitiva, nuevamente en la Corte Suprema, tres años más tarde. Durante el proceso el cineasta Enrique Piñeyro filmó El rati horror show sobre los hechos.
Desde la medianoche los ruralistas del país entero cancelaron sus actividades por siete días, para apoyar a los propietarios de tierras de la provincia de Buenos Aires, afectados por aumentos de impuestos del gobernador Scioli, pero también para hacer”una advertencia fuerte al gobierno nacional”, dijo Eduardo Buzzi, de la Federación Agraria Argentina. “Estamos mal y vamos peor: por eso, esta protesta”.
Martín Stolkiner, síndico a cargo de la quiebra de Ciccone, presentaba su informe de contaduría forense sin haber podido determinar el origen $47,5 millones que la compañía salvada de la quiebra y relanzada había recibido de The Old Fund. Tampoco le habían facilitado los nombres de los inversores detrás de ese fondo presidido por Alejandro Vanderbroele.
En el Ministerio de Trabajo, Carlos Tomada recibía un pedido formal del antimoyanismo: que se suspendieran las elecciones en la CGT. Si el ministro no accedía, los Gordos, los independientes y el barrionuevismo considerarían si participarían o no de la votación de autoridades el 12 de julio. La dirigencia de Hugo Moyano, como si nada, ratificó que el acto se desarrollaría en Ferro Carril Oeste, tal como había definido el consejo directivo de la central.
La noticia del día era sin embargo ajena a la política: la extensión del frío en toda la Argentina. En Tierra del Fuego una tormenta obligó al cierre del aeropuerto, y la provincia quedó aislada con clases suspendidas, caminos cortados y unos 30 centímetros de nieve en su capital. En lugares normalmente templados de Jujuy se sentía que había -5°C y en el sur de la provincia de Buenos Aires nevaba. Todas las ciudades de la cordillera de los Andes y la Patagonia estaban bajo cero.
Juan Martín del Potro empezó ganándole a Roger Federer en Roland Garros pero luego de dos sets reñidos uno de sus ídolos más queridos empezó a recuperarse, y lo derrotó tres sets más tarde. Novak Djokovich seguía avanzando: eliminó en su propia casa a Jo-Wilfried Tsonga.
El presidente del Paraguay, Fernando Lugo, un socialista que interrumpió un ciclo de seis décadas de gobiernos conservadores, reconoció al segundo de sus hijos, nacido, como el primero, en los años en que fue obispo. Apenas había llegado al poder, en 2008, había reconocido a Guillermo; ahora daba su apellido a Ángel. Luego había recuperado de un cáncer linfático y faltaban todavía 10 días para que comenzara una crisis política de la cual el actual senador no saldría indemne.
A un año de la operación para matar a Osama bin Laden, el gobierno de Barack Obama eliminó también al número 2 de Al Qaeda, Abu Yahya al-Libbi. No era la primera vez que se usaban drones militares con este fin —alrededor de 12 dirigentes del grupo terrorista habían muerto en esos ataques—, pero el alto perfil de Libbi, un académico religioso y un vocero de la yihad en el mundo, muy hábil en el uso de videos y con un precio de USD 1 millón por su cabeza, llamó la atención.
Comenzó así un debate aun en curso: el uso de equipos sin tripulación para la guerra. Si una regla evidente del combate era el enfrentamiento entre dos partes que pueden la vida, ¿de qué manera pensar la ética de estos ataques que se podían hacer a miles de kilómetros de distancia, mediante un control remoto, e invadiendo el territorio de otro país inadvertidamente? ¿Es válida esa asimetría cuando un lado está a distancia y el otro tiene en riesgo su población civil? Sobre todo por el margen de error que implica la nueva tecnología.
Alguien que hubiera tenido una perspectiva interesante sobre el tema murió ese día: Ray Bradbury, uno de los autores de ciencia ficción que popularizó el género junto con Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Stanislaw Lem y Philip K. Dick.
En su obra abundante se destacan las novelas Fahrenheit 451, El vino de estío, Cementerio para lunáticos, Sombras verdes, ballena blanca y una que publicó tres años antes de su muerte, Ahora y siempre, ya que nunca dejó de escribir. Bradbury también dejó famosos libros de cuentos, como Crónicas marcianas, El hombre ilustrado, Las doradas manzanas del sol y Remedio para melancólicos.
De niño tenía una “imaginación voraz”, según escribió en un texto autobiográfico. “Un frenesí después de una euforia después de un entusiasmo después de una histeria”, describió. “Más adelante en la vida, rara vez se tienen fiebres que llenen el día entero de emoción”.
A su muerte, aquel martes a los 91 años, había vendido más de ocho millones de ejemplares de sus libros en el mundo. Fue traducido a 36 idiomas.
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