La Mamounia de Marruecos: una estadía de lujo en el hotel más afamado del mundo

Reiteradamente elegido como uno de los mejores del planeta, este exclusivo alojamiento combina lujo con exotismo y deleita a los visitantes con un impecable buen gusto. Todos los imperdibles de un hotel que hospedó a figuras como Winston Churchill, Edith Piaf y Charles Chaplin

Lujoso y exótico, La Mamounia sirvió de escenario para que Alfred Hitchcock filmase en 1956 El hombre que sabía demasiado, con James Stewart y Doris Day

A simple vista, son un mismo conjunto: el color terracota de las paredes (que aquí se denomina “rojo Marrakech”), edificios que remiten a Las mil y una noches, la muralla que lo envuelve todo. Sin embargo, hay una gran diferencia entre La Mamounia y el resto de la medina, es decir, el sector histórico de Marrakech, en Marruecos. Combina lujo con exotismo y deleita a los visitantes con un impecable buen gusto.

Afuera del hotel, todo es caos. Las multitudes se mueven en mareas. Todos intentan no chocar con quien va adelante, no ser chocado por quien viene detrás y no ser atropellado por las infinitas motos que circulan en todas las direcciones. Es imposible dar un paso sin que aparezca un “guía” ofreciendo sus servicios o algún vendedor de baratijas. El ruido es ensordecedor: ofertas a viva voz, runrún de desgastados motores de motos, grupos musicales típicos que ejecutan todos al mismo tiempo (cada uno como si los demás no existieran) y artistas de feria de otras épocas: adivinas, encantadores de serpientes, adiestradores de monos, contadores de cuentos o equilibristas que se suben los unos sobre los otros en plena vía pública. Pero ni bien se atraviesa la entrada de La Mamounia, se produce un vuelco sensorial. Sus pasillos y habitaciones tienen siempre la iluminación, la musicalización y el aroma que producen una armonía perfecta.

Lujoso y exótico, contó entre sus huéspedes a Winston Churchill (hay una habitación en su honor), Edith Piaf, Kirk Douglas, Charles Chaplin, Catherine Deneuve… Y sirvió de escenario para que Alfred Hitchcock filmase en 1956 El hombre que sabía demasiado, con James Stewart y Doris Day.

El sultán Sidi Mohammed Ben Abdellah (que gobernó Marruecos durante buena parte del siglo XVIII), regalaba un jardín a sus hijos cada vez que éstos contraían matrimonio. Así fue como Mamoun obtuvo el suyo, que utilizó para armar fabulosas fiestas llamadas nzaha, que aún hoy se celebran en todo el país. En 1923, construyó allí un hotel, con la ayuda de los arquitectos Henri Prost y Antoine Marchisio, con detalles de arquitectura francesa que no “mataron” la estética real marroquí. Se habilitó con 50 habitaciones que se convirtieron en 150 en 1946, durante su primera reforma. Hubo otras modificaciones en 1950, 1953, 1986 y 2006. Cuando reabrió sus puertas, en 2009, ya tenía 210 cuartos.

Como un cuento de hadas

Le Marocain, uno de sus restaurantes, ejecuta recetas locales a la perfección. El tajine de cordero bereber con verduras hervidas sabe a paraíso. Al igual que la degustación de entradas típicas

La última, que lo mantuvo cerrado durante tres años, estuvo comandada por Didier Picquot, su actual director general, y el decorador francés Jacques García, a quien se le atribuye la cualidad mágica de recuperar sitios emblemáticos, como Le Fouquet’s, el restaurante favorito de James Joyce, o el Hôtel des Beaux-Arts, en el que Oscar Wilde veraneaba en París. García convocó 1.500 artesanos marroquíes para que, con técnicas centenarias, trabajaran las columnas de mármol, los mosaicos, las tapicerías, los acabados en madera de los techos, los pasamanos… “Con reminiscencias de un tiempo y un legar muy lejanos, el hotel evoca un cuento de hadas moderno”, declaró García.

El jardín interior está repleto de aves y árboles y tiene una huerta en la que se plantan los vegetales que se sirven en los restaurantes del hotel. Las habitaciones se componen de sala de estar con baño, terrazas y el dormitorio propiamente dicho, en cuyo baño, con interiores en mármol, conviven una ducha de estilo moderna y una bañadera, mobiliario original, que remite a la década del 50. Destacan las tapicerías en tonos tierra y rojo, las paredes de estuco, los detalles en madera de cedro y en cuero de Hermès y algunos juegos arquitectónicos art noveau perfectamente integrados en el conjunto.

En Marrakech nació un modelo de alojamiento que luego se extendió a otras ciudades de Marruecos: el riad. Casas antiguas, restauradas, que suelen tener una decoración muy cuidada, un patio andaluz en el centro y habitaciones asfixiantes (sin ventanas, muy húmedas). La Mamounia, que respeta todos los rasgos culturales del país, incluye tres riads de tres dormitorios cada uno, con pileta privada.

Al decorador francés Jacques García se le atribuye la cualidad mágica de recuperar sitios emblemáticos, como Le Fouquet’s, el restaurante favorito de James Joyce, o el Hôtel des Beaux-Arts, en el que Oscar Wilde veraneaba en París

Le Marocain, uno de sus restaurantes, ejecuta recetas locales a la perfección. El tajine de cordero bereber con verduras hervidas sabe a paraíso. Al igual que la degustación de entradas típicas. Todo se disfruta con la compañía de músicos en vivo. Otro punto alto es el spa: semejante a un hammam tradicional, agrega grandes dosis de modernidad y un servicio de primera categoría.

Un detalle: en la puerta de entrada no hay ninguna indicación de cuántas estrellas tiene La Mamounia. “No tenemos estrellas, porque estamos más allá de la categoría máxima: somos de categoría exquisita”, asegura Picquot. Y no exagera

A un paso de camello

Nadie jamás negaría que Marrakech, ubicada en el centro exacto de Marruecos, es uno de los destinos más atractivos que puedan encontrarse: la Plaza Djemaa el-Fna es el epicentro del caos. Bicicletas y motocicletas que parecen dispuestas a arrollar a quien se interponga, los miles de puestos que moldean el zoco (el shuk, el mercado) en los que se ofrece desde especias y kaftanes hasta minutos de internet o zapatillas que dudosamente responden a la marca que tienen impresas, números de feria de otros tiempos (una adivina, un encantador de serpientes, hermanos equilibristas, adiestradores de monos) y grupos musicales que tocan su música a todo volumen sin que les importe que sus colegas estén haciendo lo mismo en ese idéntico instante, calles estrechas con forma de laberinto que tanto pueden llevar a algún lado como no… De fondo, ese terracota omnipresente (llamado, precisamente, “rojo Marrakech”) y ese aroma a delicia local, como el kebab de cordero o las berenjenas asadas, que se pueden adquirir en esa misma plaza por apenas un par de euros.

El jardín interior está repleto de aves y árboles y tiene una huerta en la que se plantan los vegetales que se sirven en los restaurantes del hotel

No obstante, una de las principales riquezas de Marrakech está en que permite al visitante la posibilidad de recorrer decenas de mundos diferentes en apenas un par de días: si uno se aleja un par de centenares de kilómetros en una dirección, encuentra el mar; hacia el otro lado, las montañas; hacia un tercer punto, el desierto. Todos los recorridos pueden hacerse en un día, saliendo bien temprano a la mañana y volviendo a última hora.

Hacia el mar

Para llegar a Esauira, ciudad portuaria y balnearia, hay que recorrer unos 180 kilómetros desde Marrakech. Esto, que a primera impresión podría ser una mala noticia, es exactamente lo contrario: el camino está en buen estado y esconde, a lo largo de todo el trayecto, innumerables riquezas para descubrir. De hecho, conviene esquivar por algunos tramos de la impersonal autopista y transitarlos por las rutas nacionales, más “cercanas” a la realidad marroquí.

El camino, recorrido en auto, parece extraído de alguna de las películas de la saga Indiana Jones. Cada ciudad, cada pequeño pueblo, guarda una historia o una sorpresa. El cercanísimo Loudaya, sin ir más lejos, se exhibe frente a la ruta con sus interminables plantaciones. Se vislumbran duraznos, damascos, uvas, naranjas y olivas. Para probar algún producto, basta detenerse en la finca correspondiente, saludar y, de inmediato, el visitante es convidado.

Para llegar a Esauira, ciudad portuaria y balnearia, hay que recorrer unos 180 kilómetros desde Marrakech. El camino, recorrido en auto, parece extraído de alguna de las películas de la saga Indiana Jones

Unos cuantos kilómetros más adelante emerge Sidi Moukhtar: un pandemónium de personas envueltas en túnica que se trasladan entre las pocas casas de terracota circundantes. Por aquí y por allá, decenas de automóviles Peugeot vintage (los más afortunados cuentan con los 504 de los ’90, los menos, con 404 de los ’70) que parecen explotar de mercadería. Todos llevan la prisa del conejo de Alicia. “Los miércoles aquí se celebra esta feria donde se subastan alfombras y kilim, por eso está tan concurrido”, cuenta Bouchaib, el conductor de uno de los Peugeot. “Estos autos se usan para traer gente de los pueblos vecinos: en un solo viaje puedo cargar hasta doce pasajeros, más los bultos para la compraventa y, en ocasiones, algunas cabras y ovejas”, agrega.

Cuando restan unos 50 kilómetros para llegar a Esauira, aproximadamente a partir de la aldea Majji, comienzan a aparecer árboles de argán: una especie que solo crece en esta zona y que, por sus propiedades (vitaminas, antioxidantes y un largo etcétera, se utiliza para fabricar el óleo homónimo. “Es espinoso, por lo que hay que esperar a que el fruto caiga para recogerlo”, explica la dependiente de la cooperativa femenina de Assous. Hay una de estas entidades cerca de cada pueblo, constituida en general por un grupo de mujeres que se ocupa del proceso de recolección, de la fabricación de los productos finales y de atender al público para explicar todo lo anterior y permitirle una degustación de amlou, otro subproducto del argán, una crema untable con almendra y miel muy sabrosa.

No todos parecen tener la paciencia para esperar que el fruto del argán caiga: sobre un árbol, una cabra trepada en una de sus ramas busca acelerar el proceso.

Nuevas cooperativas de artesanos se suman en las aldeas sucesivas. Son los que trabajan la raíz de otro árbol muy frecuente por estos parajes, la thuja.

Sidi Moukhtar: los miércoles aquí se celebra esta feria donde se subastan alfombras y kilim

Finalmente, Esauira emerge de fondo. Una ciudad amurallada, con una de sus paredes apoyada sobre un mar de color rojo. Un puerto con una actividad pesquera febril, con un fortísimo olor a pescado, gatos muy gordos y gaviotas tan llenas que parecen adormecidas sobre los palotes en los que se posan. El fuerte antiguo del puerto, que ofrece vistas panorámicas y cañones de cobre de otras épocas, puede visitarse por cerca de un dólar.

En ciudad vieja, un conjunto de restaurantes blancos con marquesinas y toldos celestes remite ligeramente a las islas griegas. Los zocos son más prolijos que lo de marrakech y los vendedores, menos acosadores. En los alrededores de la muralla se aglutinan artistas que exhiben sus trabajos. En la puerta posterior, la que da a los dos cementerios vecinos (uno católico, uno judío) se instalan unas coloridas carretillas que venden todo tipo de frutas y unas roscas de pan.

Antes de emprender el regreso, es posible darse un chapuzón o tomar un café en “Le Chalet de la Plage”, con sus terracitas con vista a las olas.

Hacia las montañas

Otra ruta mágica es la que lleva hasta el desierto: cuatro horas de recorrido por un camino montañoso en dirección a Uazárzate y, luego, al desierto

Otra ruta mágica es la que lleva hasta el desierto: cuatro horas de recorrido por un camino montañoso en dirección a Uazárzate y, luego, al desierto.

El cartel bilingüe que indica la llegada a Taferiat marca el inicio del Valle de Zat. Es el primero de un innumerable rupo de pueblos salpicados por la ruta hechos con casas de arcilla que, cuando se deterioran, sus habitantes las abandonan y se mudan a otra localidad, muchas de las cuales comenzaron a edificarse con viviendas de ladrillos. Predomina el color rojo, los cactus se agrupan al costado del camino y una cigüeña decidió armar su gigantesco nido sobre la cima de la torre de una mezquita.

A la vera del camino surgen también los vendedores de fósiles y minerales propios de estas montañas: amatista, ámbar, rosa de arena… Luego de un profundo cañón se vislumbra Touflith, una verdadera ciudad fantasma. En épocas de la colonización francesa, fue el sitio elegido por los galos para construir sus casas de veraneo. Luego de la independencia, en 1956, las propiedades quedaron abandonadas y hoy pueden verse apenas dos de ellas en estado aceptable: el resto quedó en ruinas. La huella de El Hadj Thami el-Mezouari el Glaoui, nombrado pachá o “señor de Marrakech” por los franceses, también está presente en esta zona. En los cuarenta años que duró su mandato acumuló todas las riquezas imaginables y se lo recuerda por sus fiestas pantagruélicas y por haber construido palacios estrambóticos en medio de estas montañas.

La ruta expone toda su belleza: un valle rico en nogales, campos rojos de amapolas, curvas, ascensos, descensos, precipicios...

Tanta opulencia pretendida se desvanece en el vecino Zerkten, donde se celebra casi todos los sábados una feria de compra venta de asnos (que se consiguen por unos 300 dólares) o mulas (alrededor de 1000 dólares). “Uno compra estos animales cuando son jóvenes y al poco tiempo se convierten en parte de la familia”, dice Larbi, guía turístico. “En la montaña, la mula es nuestra 4x4”, agrega.

La ruta expone toda su belleza: un valle rico en nogales, campos rojos de amapolas, curvas, ascensos, descensos, precipicios… A partir de Eit Amor, el rojo deja paso al marrón. Las mujeres beréberes pasan cargando bultos sobre sus cabezas. “Los maridos trabajan lejos, con los animales, y ellas se ocupan de todas las cuestiones domésticas”, relata Larbi.

El Paso de Tichka representa el punto más alto del recorrido: se ubica a 2260 metros sobre el nivel del mar. Aquí y allá aparecen estructuras rectangulares con un espacio cubierto y otro al aire libre. “Son refugios para los pastores y sus rebaños, para que puedan pasar la noche, porque tardan entre dos y tres meses en regresar a sus casas”, detalla Larbi. “Igual ahora ya no es como antes, que los pastores vivían desconectados, ahora tienen teléfonos móviles y la cobertura llega a todos los rincones”, explica.

Hacia las casbas

Degustar al paso es uno de los lujos de Marruecos. Los sabores de Oriente se sienten con todos los sentidos de manera profusa y profunda

Ya en Aguelmous, entre los abundantes manzanos, se vislumbra el espectáculo diario: un grupo de mujeres que se dirige al río con tablas de lavar y objetos para calentar agua. Por la tarde, el verde predominante estará salpicado de todos los colores de esas túnicas y prendas de vestir, que estarán prolija y profusamente expuestas al sol para secarse.

Setenta kilómetros más allá emerge Ait Ben Haddou, una de las casbas mejor conservadas de todo Marruecos. Se trata de un conjunto arquitectónico construido de adobe y barro, con torres que se utilizaban para defender el lugar, y un aire general que recuerda a los castillos medievales. Para llegar es necesario pagar un “peaje”: es que es imposible llegar a la casba sin atravesar un río. Para facilitar el paso, unos jóvenes instalaron bolsas con piedras en su interior que hacen de puente y hasta ayudan a las damas a cruzar del otro lado. Eso sí, ni bien el visitante pone un pie en tierra firme, le extienden la mano como para dejar en claro que la propina no es opcional. En su interior, entre los espectaculares ornamentos en el barro, las puertas bajas y los pasillos laberínticos, se respira un fuerte halo turístico: hay desde hoteles hasta artistas que exponen sus obras. Para visitar, hay que pagar una entrada equivalente a un dólar.

Al final del camino, luego de algunos kilómetros durante los dromedarios mastican sin interrupción mientras ven pasar los pocos autos que circulan por la ruta, emerge finalmente Uazárzate: una infraestructura inmensa que casi nadie aprovecha. El boulevard central parece robado de Beverly Hills, sin embargo no pasa ni un solo auto. Hay tantas torres de iluminación urbana como palmeras, pero no circula ni una persona por las calles. Existe una explicación para semejante fantasmagoria: todo está ocupado por los Estudios Cinematográficos Clé que, en esta época, está con las producciones en baja. Si todavía quedó hambre de visitar una casba, por aquí está Taourit (dos dólares la entrada), bien conservada pero mucho menos interesante que la anterior.

Durante el regreso a Marrakech, sea desde el mar, desde la montaña o desde las casbas, prevalecerá un espíritu onírico. Cuando el sol empieza a caer y los colores del cielo se vuelven difusos, al igual que las témperas usadas en una paleta, se hace muy difícil diferenciar qué cosas sucedieron en la realidad y cuáles fueron parte de algún sueño.

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