Por Flavia Tomaello
Los sectores norte de Noruega, Suecia y Finlandia están hermanados por una cultura en común, la sami o lapona, dedicada a la cría de renos y apoyada en costumbres ancestrales.
Los mapas políticos no la registran, pero una vez allí, los límites arbitrarios fijados por la geografía se desvanecen. En occidente se la conoce como Laponia. En el lenguaje originario, como la región de los sami, la única cultura nativa de Escandinavia conocida hasta el momento. Se calcula que su población alcanza las 200.000 personas, pero el número es caprichoso y difícil de determinar: además de las comunidades bien contabilizadas de los nortes de Noruega, Suecia y Finlandia, existen poblaciones remanentes en Rusia de las que hay pocas noticias, aunque la mayoría coincide en que se trata de apenas un puñado de almas.
Buena parte de los sami vive de la misma manera desde hace cientos de años. La parte restante ha sabido sacar provecho de esto. "La mayoría sigue dedicándose la ganadería de renos, mientras que algunos decidimos ampliar horizontes, estudiar y trabajar en el sector turismo", dice Ken, de 27 años, ojos claros y flequillo. Las actividades que estos guías turísticos desempeñan consisten, precisamente, en mostrar a viajeros de diferentes partes del mundo cómo viven los sami.
Los embates para que se asimilasen a la cultura nacional, tanto por parte de los países que albergan a las comunidades como de la iglesia católica, los hicieron más fuertes: a partir de 1986 tienen una colorida bandera y desde los 90 cuentan con representación parlamentaria y un consejo propio cuyas decisiones alcanzan a los sami que viven en los tres países nórdicos.
De punta en blanco
Hacia donde se mire, todo es de color blanco: el suelo, el mar, el cielo. Puede adivinarse que debajo de una capa de hielo respira una conífera, o que el camino escarpa hacia arriba, pero nada queda exento de la nívea cobertura. El camino hacia el primer campamento sami desde Tromso es una postal continua con el agua por momentos congelada en uno de los laterales y las montañas, crecientemente altas, en el otro.
Las carpas (llamadas lavvu), sobre las que es imposible decir si aún sirven como habitáculo o si fueron montadas ex profeso para sorprender a los visitantes, recuerdan a las de los sioux americanos: telas envueltas de forma cónica y sujetas doblemente por parantes de madera que van de "piso" a "techo" y por otros que cruzan a los primeros de manera transversal. La magia hace su presencia en forma de una ilusión óptica incomprensible: desde el exterior, parece un espacio mínimo; desde adentro, un sitio gigantesco. En los alrededores pastan decenas de renos, muchos de ellos recién nacidos. Adentro, un fuego permite acercar las extremidades del cuerpo y volverlas a la vida, luego del letargo en el que habían quedado por el contacto continuo con el frío exterior. En el centro de la llama, una olla despide un olor que sólo podría definirse como "comida de la abuela".
La segunda ilusión, la de haber viajado en el tiempo, queda rápidamente rota por las necesidades prácticas de esta antigua tribu: Eljes, un hombre con aire a Tommy Lee Jones encargado de manejar los trineos, rompe la ancestralidad del evento en el mismo instante en que responde sus WhatsApp mientras, al mismo tiempo, se apoya en una de las numerosas motos de nieve Toyota estacionadas en las inmediaciones del predio.
A pesar de las nuevas tecnologías, Ken enfatiza con que la principal herramienta del sami sigue siendo el cuchillo. "Mi abuelo me regaló el primero que tuve a los tres años", cuenta. ¿Recibió algún consejo para no herirse, siendo tan pequeño? "Sí: me dijo que si lo usaba mal podía perder un dedo, así que tenía máximo diez oportunidades para aprender a emplearlo bien". Y agrega: "Los sami salimos solos a la montaña con dos cuchillos: si no nos alcanzan para resolver cualquier problema que se presente, es porque no estábamos preparados para salir solos a la montaña".
El temor a los humanos
Los renos, con sus cornamentas afiladas y sus ojos saltones, generan miradas en un punto intermedio entre la sabiduría y el pedido de misericordia. "Le tienen mucho miedo a los humanos", dice Eljes. Y se nota. Apenas se aproxima la pequeña masa de personas dispuesta a dar una vuelta en trineo, algunos se alejan como si hubiesen visto al diablo. Eljes los trata con dulzura y los hace recapacitar. Esquiva los movimientos repentinos de las cornamentas con precisión de ballet.
El paseo es suave y placentero. Los renos son capaces de hacer cualquier cosa mientras llevan el trineo, sin detenerse (desde sus necesidades fisiológicas hasta comer, pasando por beber agua de nieve). Por cómo está dispuesta la formación, cada pasajero tiene como vecino un animal, por lo que queda frente a frente con esa mirada y, ocasionalmente y cuando el viaje es cuesta arriba, con la lengua que le pende por afuera de la boca. Cada tanto, Eljes gira y mira hacia atrás: si corrobora que sus pasajeros la están pasando bien, sonríe y vuelve a su tarea.
"Hay que hacerlos pasar por un proceso de socialización para que puedan hacer acarreos", contará después el especialista. "En general, los ponemos en campo abierto, les acercamos comida (el chocolate es su favorita) y los acariciamos lo suficiente hasta que empiezan a ceder", concluye. Cuando se trata de ganadería, el trato no es tan amistoso: el aroma que desprendía aquella olla en la carpa era originado por algún antiguo camarada de los que aquí empujaban el trineo.
La mesa está servida
El olor a comida de la abuela era ni más ni menos que un guiso de reno con papas y zanahorias. "Era la comida que se servía en bodas y eventos especiales", cuenta Daidu, de unos 40 años y piel blanquísima, estudioso de la cultura sami. "No por la carne, que siempre tuvimos de sobra, sino por las hortalizas, un verdadero lujo para nuestros antepasados". Luego sirve, con una especie de obsesión por llenar los platos hasta el mismo borde. Si el líquido del caldo queda un milímetro por debajo, entonces llegará un nuevo cucharón a suplir la falta.
La charla gira en círculos alrededor de lo que significa ser sami, de sus objetos, de sus culturas. "Este abrigo está en mi familia desde hace treinta años, es decir, tres antes de que yo nazca, y va a seguir estando durante muchos años más", señala Ken, no sin cierto orgullo, su tapado de piel de reno, por supuesto, que le llega hasta un poco por encima de las rodillas y que se ajusta a la cintura. "Hace poco me gasté 700 coronas (unos 75 euros) en una campera en una tienda de Tromso y me duró un invierno", se lamenta.
El principal orgullo de Ken y Daidu, sin embargo, es la supervivencia del saber sami. "Nuestras costumbres, nuestros conocimientos, nuestra cultura, todo es 100 por ciento de transmisión oral y estuvo a punto de perderse, pero aquí estamos, más vivos y con más fuerza que nunca", concluye Daidu, habitante de Laponia, una región que no conoce, literalmente, de fronteras.
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