Por Gloria Montanaro
Cuando está por llover en Amantaní, como en casi todas partes del mundo, sus pobladores corren para refugiarse en sus casas. La diferencia está en que, en una isla a 4.000 metros sobre el nivel del mar, la nubes cargadas de truenos no son una amenaza lejana en el cielo sino una a la altura de sus ojos.
Por los senderos empedrados que suben y bajan la montaña regresan con pasos cortos y rápidos, hombres que cargan sobre sus espaldas bolsos con herramientas para labrar el campo y mujeres que hacen lo mismo con la cosecha. Algunas tienen la columna como un bandoneón desvencijado por el peso y el paso de los años, pero sus blusas, blancas y con flores bordadas por ellas mismas, permanecen impolutas.
Para llegar hasta aquí hace falta navegar el lago Titicaca desde el puerto de Puno, en Perú, por alrededor de tres horas y media. La otra opción es ir por tierra desde Juliaca hasta el muelle de Chifrón, en Capachica, y ahí tomar una lancha que tarda unos 40 minutos en su recorrido hacia la isla.
En temporada de lluvia (de noviembre a abril) y con tormenta en puerta, los botes que usualmente trasladan a locales y viajeros alrededor de la isla deciden no salir. La marejada del lago navegable más alto del mundo se puso brava. Caminar a campo abierto hasta la costa opuesta es la única manera, con este clima, de volver desde Pueblo hasta Occosuyo. La otra opción es a lomo de burro.
En la Plaza de Armas, un rectángulo asfaltado en medio del Pueblo en el que conviven la municipalidad, la escuela, la iglesia y algunas bodegas, ya cae la noche y también las primeras gotas. Todo, menos el Bar La Plaza, donde un farol a pila brinda algo de luz, está a oscuras. Quienes aún permanecen en la calle iluminan sus pasos con una linterna amarrada a la cabeza. Parecen luciérnagas sobrevolando la vegetación. En Amantaní, cargar una es casi tan importante como llevar zapatos. En la isla prácticamente no hay electricidad.
Es en estos minutos de espera donde uno siente el ritmo y la dinámica entre los habitantes del Pueblo: el tiempo parece eterno, los pocos que quedan resguardados en el bar, conversan y sonríen, miran con amabilidad.
En la isla hay solo un hotel y es de lujo; exclusivo para quienes estén dispuestos a gastar más de 400 USD por persona la noche. La opción más asequible y popular es quedarse en las casas de los comuneros, hechas de adobe y quincha, y en las que, en general, ofrecen pensión completa a base de productos andinos. Algunas de ellas reciben pasajeros de manera directa o por agencias, y otros por rotación que establecen las asociaciones locales de turismo.
Hacerse de un guía es fundamental. Entre los rayos se vislumbra un paisaje temible pero fascinante. Presenciar de cerca esta manifestación de la naturaleza permite acercarse un poco más a las creencias animistas de los incas.
Según la mitología andina, del lago Titicaca emergieron los hijos del dios Sol, Manco Cápac y Mama Ocllo, quienes fundaron el imperio del Sol. En la misma Amantaní hay varios hitos que celebran la cosmovisión andina. Uno es el centro ceremonial Pachamama, en el punto más alto de la isla y sobre la cima del cerro Llaquistiti, dedicado al género femenino. El otro es el Pachatata, representante de lo masculino, y está frente a él, en el cerro Coanos.
Desde tiempos preincas, cada tercer jueves de enero, ambos se abren -por única vez en el año- para llevar a cabo la fiesta más antigua y original del lago, un ritual de adoración a la Madre Tierra y al Padre Cielo, la fecunda dualidad andina. Una ofrenda para que la cosecha del año sea buena. Fuera de esa fecha, sin embargo, los viajeros son invitados a subir para contemplar la puesta del sol. El Coanos es un mirador natural desde donde se llega a ver la Cordillera Real y Copacabana, en Bolivia.
En esta noche cerrada la vista solo alcanza hasta la punta de los pies, pero con cada nuevo relámpago se enciende el horizonte. Las terrazas con cultivos de papas, maíz, ocas, quinoa, arvejas y habas se iluminan tras ellos, bañadas por una tonalidad violácea. Muchas de estas andenerías fueran edificadas durante la época prehispánica. Los animales –ovejas y vacunos- están ocultos; guardados en sus corrales, casi siempre cercanos a las casas.
A eso se dedican las diez comunidades que habitan en Amantaní: a la agricultura, ganadería y a la pesca artesanal. Son cerca de 4 mil personas que trabajan de manera cooperativa y se prestan asistencia mutua. Al alojarse con familias locales, el viajero es testigo de ello: comparte sus actividades, rituales y participa de peñas folklóricas. Con algo de esfuerzo también aprende quechua, la primera lengua de los amantaneños.
En los 9 kilómetros de superficie que tiene la isla no existe presencia policial. La justicia comunal es la que vela por la tranquilidad de sus habitantes.
Al atravesar los descampados uno no siente más temor que el de la exposición a la naturaleza. Mientras afuera se desata la tormenta, adentro, el frío y el mal de altura se curan tomando un té de muña, esa planta que recomienda el saber ancestral de Amantaní.
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