ENVIADO ESPECIAL. El Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas publicó en 2014 un estudio sobre las poblaciones urbanas y rurales de todos los países del globo. El informe "Perspectivas de la Urbanización Mundial" estableció que la ciudad con mayor aglomeración urbana es Tokio: 38 millones de habitantes en un radio metropolitano que comprende cuatro prefecturas, 23 distritos y 26 ciudades. Tokio, como unidad administrativa, condensa 13,6 millones de personas en una metrópolis de 2.187 kilómetros cuadrados. Son quince mil almas encerradas en cada uno de esos kilómetros cuadrados.
Podría ser un caos. Pero no lo es. En el distrito comercial de Shibuya, las personas son hormigas. La salida del subte desemboca en un nido de humanidad. Iluminada por el neón de monumentales construcciones, los semáforos interrumpen su juego de luces y habilitan el cruce peatonal más famoso del mundo. El entramado de piernas es un espectáculo fascinante. Los peatones atraviesan la intersección en lo que simula una dinámica descontrolada hasta que las señales detienen la orquesta. La red de personas se reúne en cada esquina a la espera -solemne e inmaculada- de una nueva oleada.
Los únicos que se mueven, giran, se codean y elevan los brazos -los celulares- son los turistas. Los hinchas de River que invadieron Tokio por el Mundial de Clubes en 2015 corrompieron la impavidez del paso transversal. La huella fue imborrable. Personas vestidas con los mismos colores, saltando y gritando, cantando canciones en un dialecto extraño son los desbordes emocionales que en Tokio escasean. Sin ellos, sin los extranjeros, las esquinas de Shibuya parecerían entrenados desfiles militares.
Según datos del Gobierno Metropolitano, un millón de peatones por día se confunde en el cruce peatonal. Es uno de los contrastes de la megaciudad japonesa. El bullicio de los serenos es un concepto que empata una ambigüedad latente y exótica: la convivencia de tanta gente en tan poco espacio sin desmadres ni emociones, con el estoicismo como principio basal. Tokio también ostenta el récord de la estación con más tráfico de pasajeros (Shinjuku, el corazón financiero, alberga tres millones de personas por día en sus 36 andenes) y las líneas de trenes y subtes más usadas del mundo (JR Yamanote recorre la ciudad de forma circular durante 30 estaciones con casi cinco millones de pasajeros diarios).
En el subte, además de personas que hacen silencio y miran sus smartphones, hay teléfonos públicos. La ciudad donde la tecnología es una obsesión aún conserva alternativas de comunicación tradicionales. Entre cables y cementos, un megáfono imita el sonido de un pájaro. El resto es orden y silencio, entre el caos de pasajeros y el ruido contenido, cortina de fondo de una Tokio donde el movimiento abrumador ataca su temple imperturbable.
Los japoneses no se tocan. Ni en un subte abarrotado. Tampoco se hablan y si lo hacen, procuran que sea un tono de voz imperceptible. Parecen tener entrenada la optimización del espacio. La ciudad crece en población, en turismo y en interés cultural. Crece también en superficie: la bahía de Odaiba es una isla artificial, un terreno ganado al mar donde se erigen hoteles, shoppings, grandes monstruos edilicios. Su expansión demográfica es vertical. Tokio es la ciudad de las arquitecturas perpendiculares, erectas. Casas, oficinas, comercios: todo prospera hacia arriba. Es un recurso para ganar eficiencia y garantizar habitabilidad.
Sus techos son bajos porque su población es baja. No hay personas altas ni obesas. Los japoneses no son todos iguales -mito derribado- pero los persiguen patrones y estereotipos comunes: contextura menuda, altura estándar, sin excesos de grasa corporal o tejido muscular, pelo oscuro, camisas, discreción, apatía. Pero su deporte más popular es el sumo. No tiene sentido. Y los atraviesa un respeto marcial por las leyes y las fronteras del derecho ciudadano. No hay deslices, omisiones ni licencias.
Esperan el subte en cuadrantes delineados y la fila se construye perpendicular a las vías, y no paralelas a ellas. La vigilia es religiosa -ante un semáforo o para entrar al subte- y no hay urgencias, los tiempos son privados de la prisa. La basura es responsabilidad individual. Las calles no tienen cestos ni perros. El único perro que es parte del paisaje urbano de Tokio es una escultura a Hachiko, la mascota del profesor e ingeniero agrónomo Eisaburō Ueno que murió esperando nueve años inerte a un dueño que nunca volvería a la estación de Shibuya, donde la historia es homenajeada. La dignidad es patrimonio cultural. Las propinas son dinero que no corresponde recibir. Las bocinas son herramientas inútiles. La ironía es inadmisible. Los gérmenes, enemigos. Los barbijos, decencia y preocupación por el otro. La solemnidad, un bien preciado. La puntualidad, sagrada. El silencio, institución. La serenidad y la hospitalidad, su principal capital.
Pero en la televisión el contraste es atroz. Allí son su alter ego: desfachatados, histriónicos, bizarros, divertidos. Su reserva, recato y cautela se desdibuja en la pantalla del televisor. Al japonés, el desequilibrio lo desconcierta. Es la lógica del hábito: las cosas funcionan; cuando no, cuando los imprevistos suceden -costumbres argentinas- representan inconvenientes exagerados. Valoran la creatividad y adaptabilidad del gen argentino y cuestionan su falta de estandarización, su fidelidad a lo establecido: una contradicción. Pequeñas reseñas de la vida en Tokio.
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