Los migrantes se subieron a los vagones oxidados de un tren de carga hace tres días, con la esperanza de que esa fuera el último tramo de lo que parecía ser un trayecto interminable a Estados Unidos.
Ahora, mientras el sol del desierto chihuahuense caía, el cansancio dio paso al optimismo: se estaban acercando a la frontera. Estalló una ovación. Los adolescentes saludaban a los autos que pasaban.
“¡Viva México!”, gritó alguien.
Numerosos grupos de personas se han apresurado a llegar a la frontera en las últimas semanas, en vísperas de que expire una medida de salud de la época de la pandemia que Estados Unidos usó para expulsar rápidamente a los migrantes que cruzaran la frontera ilegalmente. La gente ha llegado en autobús, en su mayoría, y a veces en avión.
Pero en Ciudad Juárez, al otro lado de la frontera con El Paso, Texas, los migrantes están llegando cada vez más en un tren de carga tan peligroso que se conoce como “la Bestia” o “el tren de la muerte”, pues muchos se han caído, perdido extremidades o han muerto.
La mayoría de los pasajeros del lunes eran de Venezuela y habían viajado durante meses para llegar a México, atravesando varios países y un tramo de selva brutal de 106 kilómetros de largo que conecta Centroamérica y América del Sur. En el camino, algunos fueron asaltados y secuestrados.
Abordaron el tren de manera clandestina en Ciudad de México y dijeron que era la única forma en que sabían que podrían llegar al norte. Las paredes de metal del tren estaban tan frías por la noche que era difícil dormir, y tan calientes durante el día que tocarlas con la piel desnuda era doloroso.
El sol del desierto no dio tregua, por lo que las madres se encorvaron para darles sombra a sus hijos o construyeron refugios improvisados usando lo que sea que llevaran para aliviar el calor.
Cuando, al mediodía del lunes, los límites de Ciudad Juárez quedaron a la vista, el ánimo mejoró. Una pareja joven de inmigrantes que se conoció en el camino se inclinó para darse un largo beso. Los niños pequeños gritaron, tal vez sintiendo la ligereza repentina de sus padres.
Tan pronto como las ruedas se detuvieron en el centro de Juárez, los migrantes salieron y arrojaron sus mochilas a sus compañeros de viaje que ya estaban en el piso. Unos hombres ayudaron a un padre a bajar con cuidado a su bebé dormido.
Como la mayoría de los migrantes que llegan estos días, esperan que su estadía en México sea breve.
Algunos migrantes dicen que han escuchado que la frontera estará abierta cuando la regla de salud de la pandemia, conocida como Título 42, expire el jueves por la noche. Otros creen lo contrario, que se cerrará por completo. Ninguna de las dos cosas es precisa y, sin embargo, independientemente de su punto de vista, muchas personas creen que no tienen tiempo que perder y se dirigen directamente a Estados Unidos.
Los operadores de refugios en México dicen que muchas de sus camas se han vaciado en los últimos días. La gente se ducha y come algo, pero luego se dirige a la frontera. Casas abandonadas que antes estaban llenas de tiendas de campaña ahora están casi vacías.
Dos sacerdotes locales que ayudan a albergar a los migrantes, Juan Fierro y Miguel González Ponce, estimaron que la cantidad de personas que vive en campamentos en las calles de Juárez se ha reducido en alrededor del 80 por ciento en las últimas semanas.
Algunos migrantes que habían estado en el tren abordaron un autobús público que creían que los dejaría cerca de una sección específica de la frontera, donde otros se habían reunido. En cambio, quedaron a dos horas de camino.
Una niña de 13 años llamada Caroline dijo que solo quería ver a su madre, quien había emigrado a la ciudad de Nueva York meses antes. Dailimar, una joven madre de 18 años, cargó a su hija pequeña y caminó junto a su madre y media decena de familiares.
Un niño llamado Miguel, de 7 años, se abrió paso a brincos por el camino de grava, responsable de llevar una bolsa de plástico con algo indispensable: los pañales de su hermanita. Sus padres cargaban en brazos a sus hermanos menores y otras pertenencias.
“Mamá”, dijo Miguel, con sus brazos apuntando con intensidad hacia la valla fronteriza a la distancia, “¿nos vamos a Estados Unidos?”.
Resulta que realmente iban a Estados Unidos, o al menos a suelo estadounidense. Los migrantes finalmente encontraron el punto de cruce que estaban buscando y, como centenares de otros, cruzaron la frontera.
El río Bravo, que divide Estados Unidos y México, es poco profundo y tranquilo en algunas partes de Juárez, lo que lo hace fácil de atravesar. Una vez que las personas llegan a la mitad del río, técnicamente están en Estados Unidos.
Las autoridades estadounidenses colocaron alambre de púas a lo largo de la orilla del río, pero los inmigrantes lo cortaron y se concentraron en grandes grupos del lado estadounidense.
Ellos, al igual que los funcionarios estadounidenses, no tienen idea de qué sucederá exactamente cuando expire el Título 42. Por ahora se quedan donde están, durmiendo en el suelo, atrapados entre la frontera y el enorme muro que aún se yergue entre ellos y casi todo Estados Unidos.
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