Por qué hay que hacer desaparecer los superyates de los multimillonarios

Incluso las pequeñas victorias en contra de la aristocracia del carbono desafían la narrativa estándar sobre el cambio climático

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Los superyates de los multimillonarios
Los superyates de los multimillonarios empiezan a parecerse mucho a robos (Milagros Pico for The New York Times)

Si eres multimillonario y tienes un barco palaciego, solo hay una cosa que hacer a mediados de mayo: dirígete a Estambul y únete a tus compañeros de élite en una ceremonia al estilo de los premios Oscar, en la que se rinde homenaje a los constructores, diseñadores y propietarios de las embarcaciones más lujosas del mundo, muchas de ellas de poco más de 60 metros de eslora.

Las nominaciones para los Premios Mundiales de Superyates se entregaron en 2022, y los mayores aspirantes son básicamente mansiones flotantes en el mar, con comodidades como ascensores de cristal, piscinas acristaladas, baños turcos y cubiertas de teca. El Nebula, de 68 metros de eslora, y propiedad del cofundador de WhatsApp Jan Koum, cuenta con un hangar para helicópteros con aire acondicionado.

Odio ser aguafiestas, pero la ceremonia de Estambul es vergonzosa. Poseer o explotar un superyate es quizá lo más perjudicial que un individuo puede hacer para el clima. Si de verdad queremos evitar el caos climático, tenemos que gravar con impuestos, o al menos avergonzar, a estos monstruos acaparadores de recursos hasta desaparecerlos. De hecho, enfrentarnos a la aristocracia del carbono, y a sus modos de transporte y ocio más intensivos en emisiones, puede ser la mejor oportunidad que tengamos para elevar nuestra “moral climática” colectiva y aumentar nuestro apetito por el sacrificio personal, desde cambios de comportamiento individuales hasta mandatos políticos de gran alcance.

A título individual, los superricos contaminan mucho más que el resto de nosotros, y los viajes son una de las partes más importantes de ese impacto. Por ejemplo, Rising Sun, el megabuque de 82 habitaciones y 138 metros de eslora propiedad del cofundador de DreamWorks, David Geffen, que según un análisis de 2021 en la revista Sustainability, se calcula que el gasóleo que alimenta la navegación de Geffen arroja anualmente a la atmósfera 16.320 toneladas de gases equivalentes al dióxido de carbono, casi 800 veces lo que genera el estadounidense promedio al año.

Y esa es solo una embarcación. En todo el mundo, más de 5500 embarcaciones privadas rondan los 30 metros o más de eslora, el tamaño con el que un yate se convierte en superyate. Esta flota contamina tanto como naciones enteras: tan solo los 300 barcos más grandes emiten 315,000 toneladas de dióxido de carbono al año, lo que equivale a los más de diez millones de habitantes de Burundi. De hecho, sin moverse, un buque de 61 metros quema 132 galones de gasóleo por hora, y puede engullir 2200 galones solo para recorrer 185 kilómetros.

Luego están los jets privados, cuya contribución global al cambio climático es mucho mayor. La aviación privada añadió 37 de toneladas de dióxido de carbono a la atmósfera en 2016, lo que compite con las emisiones anuales de Hong Kong o Irlanda. (El uso de aviones privados ha aumentado desde entonces, por lo que es probable que la cifra actual sea mayor).

Seguramente estarás pensando: ¿pero eso no es una gota de agua en el mar comparado con los miles de centrales de carbón que emiten carbono en todo el mundo? El año pasado, Christophe Béchu, ministro francés de Medio Ambiente, desestimó las peticiones de regular los yates y los vuelos chárter por considerar que se trataba de una medida “vistosa”, escandalosa y populista que anima a la gente pero al final solo se queda al margen del cambio climático.

Sin embargo, esto pasa por alto un aspecto mucho más importante. Las investigaciones en Economía y Psicología sugieren que los seres humanos están dispuestos a comportarse de manera altruista, pero solo cuando creen que se pide a todos que contribuyan. La gente “deja de cooperar cuando ve que algunos no hacen su parte”, como los científicos cognitivos Nicolas Baumard y Coralie Chevallier lo escribieron el año pasado en Le Monde.

En ese sentido, los yates y jets supercontaminantes no solo empeoran el cambio climático, sino que reducen la posibilidad de que trabajemos en conjunto para solucionarlo. ¿Para qué molestarse, cuando el magnate de artículos de lujo Bernard Arnault navega en el Symphony, un superyate de 150 millones de dólares y 101 metros de eslora?

Si se les permite a algunas personas emitir 10 veces más carbono para su comodidad”, plantearon Baumard y Chevallier, “entonces, ¿para qué restringir el consumo de carne, bajar el termostato o limitar las compras de nuevos productos?”.

Ya sea que estemos hablando de cambios voluntarios (aislar nuestros áticos y usar el transporte público) u obligatorios (tolerar un parque eólico en el horizonte o decir adiós a un césped frondoso), la lucha por el clima depende en cierta medida de nuestra voluntad de participar. Cuando a los ultraricos se les dan esas libertades, perdemos la fe en el valor de ese sacrificio.

Los impuestos destinados a los superyates y los aviones privados quitarían parte de la incomodidad de estas conversaciones, lo que ayudaría a mejorar la “moral climática de todos”, un término acuñado por el profesor de derecho de Georgetown, Brian Galle. Pero hacer que estos juguetes demasiado grandes sean un poco más costosos es probable que no cambie el comportamiento de los multimillonarios que los compran. En cambio, podemos imponer nuevos costos sociales a través de una buena y tradicional vergüenza.

El pasado mes de junio, @CelebJets —una cuenta de Twitter que rastreaba los vuelos de personajes conocidos utilizando datos públicos, y luego calculaba sus emisiones de carbono para que todo el mundo las viera— reveló que la influente Kylie Jenner tomó un vuelo de diecisiete minutos entre dos aeropuertos regionales en California. “Kylie Jenner está ahí tomando vuelos de tres minutos con su jet privado, pero yo soy el que tiene que usar pajillas de papel”, escribió un usuario de Twitter.

Mientras los medios de comunicación de todo el mundo cubrían el rechazo que esto generó, otros famosos como Drake y Taylor Swift se apresuraron a defender su gran dependencia de los viajes en avión privado. (Twitter suspendió la cuenta @CelebJets en diciembre después de que Elon Musk, un blanco frecuente de las cuentas que dan seguimientos a los jets privados, adquirió la plataforma).

Aquí hay una lección: las emisiones per cápita masivamente desproporcionadas enfadan a la gente. Y así debe ser. Cuando los multimillonarios malgastan nuestros recursos comunes en ridículos barcos o cómodos vuelos chárter, acortan el tiempo de que disponemos el resto de nosotros antes de que los efectos del calentamiento sean realmente devastadores. Desde este punto de vista, los superyates y los aviones privados empiezan a parecer menos una extravagancia y más un robo.

El cambio es posible, y rápido. Los funcionarios franceses están explorando la posibilidad de limitar los viajes privados en avión. Y tan solo la semana pasada —tras la presión continua de activistas— el aeropuerto de Schiphol en Ámsterdam anunció prohibiría los jets privados como medida ecológica de ahorro.

Incluso en Estados Unidos, la “humillación por consumo de carbono” puede tener un impacto enorme. Richard Aboulafia, consultor y analista del sector de la aviación desde hace 35 años, afirma que ya se vislumbra en el horizonte una aviación más limpia y ecológica para los vuelos cortos, desde los “city hoppers” totalmente eléctricos hasta una nueva clase de combustibles sustentables. Los clientes de alto poder adquisitivo de la aviación privada solo necesitan más incentivos para adoptar estas nuevas tecnologías. En última instancia, dice, solo nuestra vigilancia y presión acelerarán estos cambios.

Los superyates ofrecen una oportunidad similar. No hay más que ver el Koru, el nuevo megabuque de Jeff Bezos, de 127 metros de eslora, una goleta de tres mástiles que, según se dice, puede cruzar el Atlántico solo con energía eólica. Es un comienzo.

Incluso las pequeñas victorias desafían la narrativa estándar sobre el cambio climático. Podemos decir no a la idea del saqueo ilimitado, del consumo excesivo injustificable. Podemos decir no a los juguetes de los multimillonarios.

(C) The New York Times.-

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