Por Dante Avaro*
Una de las nociones que se resignifica completamente, al ingresar en este siglo, es la de trabajo. De hecho, comienzan a borrarse los límites precisos entre ocio y trabajo. El teletrabajo, el trabajo a distancia, el trabajo virtual, los profesionales freelance, son formas en las que se licúa ese concepto que regía nuestra vida hasta hace unas décadas: el trabajo, y los puestos de trabajo.
Al mismo tiempo, de la mano de esas transformaciones, en el mundo occidental crece el fantasma del desempleo. Desde siempre la ciencia y la tecnología, con grandes inversiones detrás, han impulsado la generación, en el nivel de la sociedad, de tiempo extra. Es decir, innovamos para trabajar menos tiempo, y producimos, así, más tiempo que sobra.
Y mientras que, hasta el siglo pasado, podíamos comprender este fenómeno con el paradigma que oponía tiempo de trabajo (o sea, tiempo productivo) a tiempo de ocio (o no productivo) en la economía del conocimiento que se impone hoy, sobre todo en los países desarrollados, es imposible utilizar esas categorías.
Actualmente, el insumo más preciado es la información, junto con la capacidad de analizarla. El conocimiento es valioso, y cuanto más rápido se toman las mejores decisiones, mejor es el resultado que se obtiene. El sentido de la oportunidad pesa como nunca antes.
La cuestión acerca de qué vamos a hacer con el tiempo extra deja muy atrás las viejas y siempre reeditables rencillas entre capitalismo y democracia. El tiempo extra coloca sobre la mesa de lo público la posibilidad latente de conformar múltiples procesos cooperativos, que serán, además de voluntarios, transitorios, puesto que dependerán, como nunca, de sus entrelazamientos con la producción de tiempo.
Si trabajar es producir tiempo extra, a mayor volumen de trabajo, más cantidad de tiempo extra producido. Se produce más riqueza en menos tiempo, se optimiza la eficiencia de cada proceso productivo; ergo, se libera tiempo. De esto, no hay vuelta atrás. Lo que queda por analizar es cómo hacer una sociedad más justa, en ese contexto.
La incorporación de inteligencia artificial a la cadena de valor obliga a tener mayor capacidad de adaptación, pero también pone sobre la mesa la discusión sobre qué hacer con quienes quedan rezagados, o desempleados. En ese sentido, recientemente el Ministro de Finanzas de Córdoba, Osvaldo Giordano, se reunió para debatir estos temas.
La innovación que justificó dicho encuentro se llama Laura. Laura es un robot que atiende, desde hace poco más de un mes, a los adultos mayores de Córdoba que comienzan sus trámites jubilatorios. Según Giordano, Laura realiza trámites burocráticos, mecánicos, repetitivos, de esos que ningún ser humano querría hacer. Por ende, gracias a Laura, ahora los empleados públicos ven "desrobotizada" su actividad laboral cotidiana: les queda por delante, el desafío de realizar tareas que realmente aporten valor al trabajo.
Sin embargo, si analizáramos la incorporación de un robot al trabajo con las viejas ideas, veríamos con desconfianza el futuro: el conocido fantasma de que las máquinas generan desempleo. Advirtiendo esta posibilidad, pero sin llegar a volverse apocalíptico, debemos comprender el tiempo extra como un flujo en la sociedad, tanto como el trabajo.
Es tiempo de que los ciudadanos comprendamos que ya no tiene sentido pensar en el puesto de trabajo. Ni cómo conseguirlo, ni cómo conservarlo. No hay, en el mundo desarrollado (y no habrá, en el futuro cercano, en América Latina) puestos de trabajo con jornadas regulares, rutinarias, entre otras. Se trabajará a tiempo parcial, por objetivos. La clave no es cambiar eso, sino que eso alcance para vivir bien.
Negarse a la innovación es necio. Así también lo entiende Juan Corvalán, quien encabeza el proyecto Prometea. Se trata de la aplicación de Inteligencia Artificial para la resolución de casos simples de la Justicia porteña: derecho a la vivienda, cuestiones procesales, y de empleo público. Prometea es un sistema completamente digital que resuelve casos con menor intervención humana.
Otra vez: mayor trabajo y desarrollo de ciencia y tecnología aplicadas, da como resultado más eficiencia, rapidez, resultados y… tiempo extra. Me pregunto una y otra vez: qué hacer con el tiempo extra. Ese que sobra porque lo fabricamos al dar a luz a Laura, Prometea, y tantos otros ejemplos.
Una de las respuestas, es, sin dudas, el consumo. El capitalismo no puede subsistir sin capacidad de compra. El ocio está ligado al entretenimiento, y ello al gasto de recursos. Mientras más innovamos, menos trabajamos, más tiempo tenemos, y más gastamos. Pero para gastar hay que tener dinero.
Por eso, la idea de una renta básica universal, aplicada con creatividad: si todos comprendemos que necesitamos que toda la sociedad funcione para subsistir, no tendremos problemas en aceptar que, cuando nos toca producir, esa producción sostenga la situación de vacancia de quien no está produciendo; luego, nos tocará a nosotros. Se trata volver a pensar en términos de cooperación.
Reformular lo que entendemos por cooperación y competencia, es el verdadero cambio de paradigma de este siglo. La economía colaborativa, sentada sobre las bases de las plataformas digitales, gana terreno en la medida en que somos cada vez más conscientes de que no conduce al éxito que una parte de la sociedad quede fuera del sistema.
*Dante Avaro es economista e investigador del CONICET
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