La ansiamos y se nos escapa de las manos. Aunque nos tendría que resultar más sencillo, ¿por qué seguimos haciendo esfuerzos denodados por alcanzar la felicidad, pero siempre corre más deprisa? ¿Por qué la gran mayoría simplemente renuncia a ella como algo que pueda perdurar y se conforma con sucesos efímeros?
Yo creo que en gran medida se debe a nuestra incapacidad para comprender la realidad tal y como es, sin engaños, sin edulcoraciones, sin creernos lo que los medios de comunicación se empeñan en grabarnos, sin admitir los modelos desgastados de la publicidad, sin aferrarnosa la educación recibida, sin tomar nuestras creencias como verdades absolutas.
Hemos de empezar por cuestionarnos, por darnos cuenta si los hábitos, pensamientos y comportamientos que hemos utilizado desde que tenemos memoria nos siguen siendo de utilidad y nos colman como desearíamos. ¿Encontramos verdadera satisfacción con lo que hacemos y cómo lo hacemos? ¿Estamos abiertos a mejorar y seguir aprendiendo? ¿Tenemos la impresión de que la felicidad es algo que todavía se nos escapa, aunque en ocasiones sintamos que la tenemos muy cerca?
La realidad es que el hombre está diseñado biológicamente para sobrevivir, no para ser feliz; por eso, no es algo automático. La felicidad me parece algo totalmente factible, pero eso sí, requiere un gran trabajo interior. Esas son las malas noticias. ¿Las buenas? Que podemos hacer algo para remediarlo.
Crecer como personas
Todo lo que pretendamos que desde fuera nos llene está destinado al fracaso. Las personas, las circunstancias y los objetos que nos acompañan vienen y van, es lo natural en este mundo. No obstante, continuamos empeñados en hacer perdurar aquello que es mutable en esencia. Aspiramos a vivir en El país de nunca jamás, seguimos siendo como esos niños que jamás maduran, y así es muy difícil cimentar las verdaderas bases de nuestra felicidad.
Nos equivocamos gravemente en cuestiones de fondo, ni siquiera de forma. Confundimos el fin con los medios: el dinero, la familia, el trabajo de nuestros sueños, la pareja ideal… Lo tomamos como cuestiones que colmarán nuestros vacíos y, sin embargo, cuando por fin lo logramos, seguimos teniendo la molesta sensación de que aún falta algo en la ecuación.
Para muchos la felicidad es equivalente a lo que solemos denominar "una buena vida". Es decir, disponer de la situación económica idónea que permita disfrutar de comodidades, toda clase de ocio y acceso a cierto lujo. Reflejando esta posición, un anuncio de automóviles hace años proclamaba: "Quien dijo que el dinero no compra la felicidad es porque no lo gastaba bien".
"¿Disponer de más de dinero te haría más feliz?", la mayoría contestaría que sí. Asumimos con esto que existe una conexión entre el valor monetario de lo que poseemos y la sensación de sentirse bien. Es lo que Juliet Schor llama "el ciclo de trabajo y gasto". En otras palabras, trabajar más para comprar más, tener más dinero para poder gastar más. ¿Es así como encontramos la dicha?
En los años sesenta apareció la llamada Paradoja de Easterlin. Es un concepto empleado en la economía de la felicidad que pone en tela de juicio la teoría tradicional económica que afirma que a mayor nivel de ingresos de un individuo, mayor será su nivel de felicidad. Fue un postulado enunciado por el economista Richard Easterlin, quien se encargó de evidenciar —al comparar los resultados en varios países— que el nivel medio de dicha que los sujetos dicen poseer prácticamente no varía, al menos en los países en los que las necesidades básicas están cubiertas para la mayoría de la población.
El gran misterio
Recientemente, la revista de negocios americana Forbes publicó una comparación académica de la felicidad entre directivos de empresas de alto nivel y personas de la tribu Masai, en Kenia, África. El resultado señaló que no había grandes diferencias entre los que ganaban cien millones de dólares al año y los que apenas llegaban a cien dólares anuales.
Hay un cuento de Anthony de Mello que lo ilustra a la perfección: "Un hombre rico le contaba una vez al Maestro que por más que lo intentara no podía refrenar su deseo compulsivo de ganar dinero.
–¿Ni siquiera a costa de no poder disfrutar de la vida? –preguntó el Maestro.
–Creo que eso tendré que dejarlo para cuando sea viejo…
–Si es que vives lo suficiente –le replicó el Maestro, el cual le contó además lo de aquel atracador que le dijo a su víctima: '¡La bolsa o la vida!'.
Y el otro le contestó: 'Quédate con mi vida. La bolsa la guardo para cuando sea viejo'".
¿No nos estamos engañando? ¿La ventura aparece con un sueldo de muchos ceros o procede de amar y sentirte amado, de dedicarte a lo que te apasiona, de estar en paz contigo mismo, de haber dotado a tu vida de sentido? ¿Son los ricos más felices?
Es innegable que disfrutar de una economía saneada ayuda a mejorar el bienestar; para nuestra supervivencia, precisamos cosas tan elementales como alimento, cobijo, descanso. No obstante, en los países desarrollados, la relación entre riqueza y sentimiento de bienestar es sorprendentemente débil. Una vez que logramos cubrir nuestras necesidades con cierto desahogo, más y más dinero no incrementa en nada nuestra dicha.
Buscar de verdad
Los símbolos pueden ser muy engañosos: tienden a distraernos de la realidad que se supone que representan. Lo cierto es que la calidad de vida no depende directamente de lo que los demás piensan de nosotros ni de cuánto poseemos, sino que tiene mayor relación con cómo nos sentimos con nosotros mismos y con lo que nos acontece.
Tanto los estudios como la experiencia corroboran que el dinero no implica ventura; quizás haya que hacer caso a Tolstoi cuando indicaba: "El secreto de la felicidad no es hacer siempre lo que se quiere, sino querer siempre lo que se hace". Lo esencial no es la riqueza en términos absolutos, sino la sensación de abundancia que cada persona percibe. Sentirse rico consiste en tener deseos que uno se pueda permitir, no necesitar más de lo que ya se posee.
Asimismo, es revelador el hecho de que, a largo plazo, el incremento de capital apenas afecta la dicha. Un ejemplo palpable pueden proporcionárnoslo los moradores de ciertas zonas de Calcuta, cuando demuestran que en su pobreza disfrutan de la alegría de un modo diferente de otros a quienes no les falta nada. Podríamos acaso afirmar que la riqueza es como la salud, su total ausencia alimenta la aflicción, pero tenerla no representa garantía alguna de felicidad.
Oscar Wilde escribía: "En este mundo existen solo dos tragedias. Una es no conseguir lo que uno quiere, y la otra es conseguirlo". Wilde nos advertía sobre el peligro de obsesionarnos por obtener éxito, porque a menudo al obtenerlo nos percatamos que no es exactamente aquello que tanto anhelábamos. El dinero y el poder son incapaces de saciar el hambre indescriptible del alma. Podemos conquistar todos los objetivos ansiados y lograr la lista completa de deseos, y aún así sentirnos vacíos.
Por su parte, Carl Jung escribía: "Pasamos por alto el hecho esencial de que los triunfos que nuestra sociedad premia se ganan a costa de la disminución de la personalidad. Muchos aspectos de la vida que deberían haber sido experimentados yacen en el trastero de las memorias polvorientas". El aplauso, el elogio y la adulación ahogan la suave voz interior que nos advierte que nos estamos dejando algo esencial en el camino.
Defender la alegría
La verdadera felicidad es esa que dura y perdura, esa que nos inunda de serenidad, esa que nos establece anclados en la tierra y unidos con el cielo, esa que nos interrelaciona con otros seres humanos. La que se mantiene a pesar de los des calabros y los baches, esa que nos infunde esperanza y nos permite comprender más allá de las apariencias, la que se va construyendo paso a paso, con constancia y confianza, con la claridad de saber que tiene mucho que ver con el aumento de conciencia y muy poco con el mundo material, mucho con la fe del que se sabe a contracorriente, pero no se deja llevar por las modas ni por la presión de la mayoría.
Podemos salir de los círculos agónicos y obstruidos, de los escenarios áridos y desolados en los que nos hemos sumido con las mejores intenciones, pero con resultados aciagos. En nosotros se ubica la capacidad de ser felices o miserables, tan solo variando los contenidos de nuestra conciencia. La dicha no es un resultado de la suerte; no depende fundamentalmente de los acontecimientos extrínsecos, sino de cómo los interpretamos. La capacidad para perseverar frente a los obstáculos sin desespero y sin perder la integridad es imprescindible, no solo para alcanzar el éxito, sino también para disfrutar de la vida.
La felicidad no es algo que se ubica fuera, es un sentimiento que se desarrolla dentro y al que se le prende la chispa desde el interior, con denodada paciencia y constancia. Por ello, en los Upanishads, los libros sagrados hinduistas, se asegura: "Todos los seres provienen de la alegría, viven en la alegría, y a la alegría regresarán".
Para muchos la vida se presenta como un camino sinuoso, plagado de obstáculos, que en contadas ocasiones brinda oportunidades de deleite; y cuando estas llegan, aparecen de forma efímera, como fruto de los estragos del azar. Se sienten indefensos ante los zarpazos del abismo del sufrimiento y las caricias fugaces. De algún modo, permiten que sean el placer y el dolor los que determinen su vida y pierden el control sobre ella.
Sin embargo, cuando abandonamos la añoranza del refugio en atalayas inexpugnables y nos alejamos del deambular por las luces rotas, la orfandad anímica y el raudo oscurecimiento de la conciencia para adueñarnos del dominio personal sobre las experiencias, entonces aprendemos a disfrutar de cada momento y permitimos que el control sobre la vida regrese a nuestras manos.
"No solo has de soportar aquello que es necesario, sino que debes amarlo", aconsejaba Nietzsche. Puede resultar abrumador reconocer que nadie ni nada puede salvarnos ni rescatarnos de la opacidad de nuestros espejos; sorprendentemente en ello reside nuestro poder. Tenemos la elección de continuar en la mediocridad de la insatisfacción permanente o saltar a la excelencia de nuestras capacidades.
Podemos nadar en océanos de desidia o caminar bajo el sol de nuestro propio esplendor. El único límite de nuestro impacto se ubica en la imaginación y el compromiso con el que nos responsabilizamos de nuestra vida, de nuestros movimientos, de nuestro presente.
Se puede acceder a esa indeleble felicidad cuando disponemos de la valentía de abandonar creencias que nos invaden, disolvemos miedos que nos atenazan y renunciamos a las aparentes seguridades al intuir que son falaces y no aportan más que preocupaciones, cuando de verdad empatizamos con el otro desde su sufrimiento y su dignidad.
También logramos la plenitud cuando nos concentramos en el presente sin enredarnos en un pasado inamovible y unas inquietudes futuras que rara vez se materializan, cuando buscamos dar sin retribución y escuchar con compasión, cuando agradecemos cada regalo de la vida sin fijarnos en todo lo que aún nos falta, cuando caminamos desde el corazón y dejamos descansar la incesante charla interna.
En definitiva, cuando abrazamos la realidad sin desesperarnos y nos damos cuenta de que la felicidad no es una meta, sino un camino de crecimiento personal y espiritual. Esa es la clave para avanzar cada día un paso más hacia la felicidad plena. Quisiera, a modo de conclusión, recordar las palabras del gran Carl G. Jung para que no olvidemos que la felicidad es un viaje interior: "Quien mira hacia fuera, sueña; quien mira hacia adentro, despierta".