Maureene Dinar cuenta que nació junto al mar, en Alejandría, Egipto. Dice que tuvo una infancia feliz en esa ciudad del Mediterráneo. Recuerda que su padre era ingeniero y construía caminos en el desierto y que su abuelo tenía un taller de sastrería donde jugaba con retazos, colores y agujas: el germen de lo que sería su gran pasión: la moda.
Pero a los 9 años, su vida y la de su familia dio un giro repentino y no buscado por sus padres, a quienes la convulsión política de su país, llevaron a emigrar y a trasladarse por distintas zonas como Suiza, Francia, Italia e Israel hasta finalmente recalar en la Argentina, donde sintieron que era posible descansar y crecer.
“Me fui para siempre”, dice Maureene a Infobae. Pero no tiene nostalgia porque Argentina “hoy es mi patria, donde estoy arraigada, donde tengo mi profesión, tuve a mis hijos, mi familia”. En Argentina, cuenta, tuvo sus éxitos y también, asegura, sus fracasos.
Si se le pregunta, lo dice, pero no parece un hecho que tenga ganas de contar. Regresó una vez, por unos días a su tierra de origen en 2000, junto a su esposo, Quique. “Fui a conocer la casa de mis padres en Alejandría, donde yo nací, para refrescar un poco la cabeza” con los recuerdos de la infancia. “Encontré que la familia estaba viviendo ahí, eran como 20 familias” todas juntas en la misma vivienda. Desliza cierta decepción. “Egipto no es lo que yo tenía en el recuerdo, como vivíamos y cómo contaba papá. Quedó en el tiempo”. “Me encanta donde nací porque tiene una historia muy fuerte, pero hoy me siento muy argentina”.
Maureene tiene una sólida formación en arte consolidada en la Academie Des Beaux Arts de París y, si bien estudió dibujo, pintura y escultura, atribuye a esta última disciplina su paso hacia el arte que practica con las telas.
Su regreso a Buenos Aires tras sus estudios en la capital francesa marcaron un nuevo giro. “Tengo muchas vidas en una misma vida”, dice. Su actividad no paró ni un minuto, muchas veces a pesar de los obstáculos que se le abalanzaron estando desprevenida. Se desarrolló como vestuarista de espectáculos para teatro, cine y televisión, con sus propias producciones y como persona de consulta para las alfombras rojas de Argentina e internacionales.
“Vengo haciendo moda desde los 16 años. Era muy conocida para los negocios porque al principio hacía venta por mayor con los locales más top de Buenos Aires y también del interior. Después fui siendo conocida porque me contrató Gerardo Sofovich y trabajé con él 8 años” en el programa La Noche del Domingo. Luego, en 1991, Moria Casán la convocó para el vestuario de la obra Brujas, que permaneció durante 10 años en cartel.
Destaca en especial a Sofovich. “Era una persona a la que yo apreciaba mucho”, dice porque le abrió una puerta en su carrera que ya nunca se cerró. Entonces “arrasé con un modo de vestir a todas las chicas iguales y a la figura principal distinta, con mucho bordado, que a Gerardo le fascinó”. Pero llegó el momento en que sintió que tenía que partir. “Con mucho respeto le pedí que quería liberarme de estar atada al programa porque había empezado a viajar y a representar a Argentina” en el mundo con su propia marca de moda, que había creado en 1992. Otro giro en su vida.
Su estilo sexy y recatado fue penetrando en el gusto femenino. Sus modelos fueron elegidos por celebridades del país y el exterior: Moria Casán, Susana Giménez, Graciela Alfano, Elena Roger, Candela Ferro, Gizelle D’Cole, Nacha Guevara, Adriana Varela, Shakira, Melanie Griffith, Victoria Beckham y Liza Minelli, entre otras compraron sus creaciones.
Entre tantos famosos, cuando se le pide una anécdota, dice que son muchas, pero cuenta una de 2002 que, es evidente, disfruta recordar. Ocurrió cuando Antonio Banderas rodaba en Buenos Aires la película Imagining Argentina. Melanie Griffith, por entonces aún su esposa, llegó a visitarlo y se alojó con él en el Hotel Four Seasons.
“Gabriel Oliveri (gerente del lugar) me dice ‘tengo a una mujer que te va a fascinar que la conocés, Melanie Griffith, vino con Banderas y me pidió por una diseñadora que hace jeans fantásticos y diferentes que los vio en una mujer en España’. Me imaginé que era Nacha (Guevara) en alguna reunión. Y me dice ‘te animás a venir con un poco de ropa para hacer un desfile-show en la suite’. Yo le dije ‘obvio’. ‘Te mandamos el auto y te venís’. Nos fuimos a la suite y de ahí nos hicimos íntimas amigas, inclusive me dio su teléfono de Los Angeles, hemos hablado, nos sacamos una foto, ella estaba sin pintura, estaba divina igual con mi ropa puesta. Fue muy divertido. Me acuerdo que mi asistente me decía ‘fui con ella al cuarto y vi las botas de Banderas y te juro Mo que las quería agarrar y apretar’. Mi asistente estaba enamorada de Banderas. Fue muy divertido, la pasamos muy bien”.
Los golpes más duros
Pero a Maureene se le cruzaron por el camino varias dificultades profundas, de esas que dejan cicatrices y enseñanzas. En 1992 le fue detectado un meningioma, es decir un tumor en la base del cráneo. Con la incertidumbre que significaba ignorar si era benigno o maligno, con el más chico de sus hijos varones, Ian, de tan solo 7 meses, y los otros tres aún pequeños también, se sometió a una intervención quirúrgica. “Fue una prueba de Dios tremenda. Gracias a Dios resultó muy bien, fueron 10 horas de operación”, cuenta.
Fue un triunfo y vino la recompensa. “Lo pasé y desde ese momento fui para arriba. Ahí empezó mi carrera más importante a nivel prensa. Fui a Europa y fue un éxito y se hizo como una bola de nieve con toda la gente que me empezó a llamar de todos lados”.
Pero una vez más, un golpe la hizo girar. “Hace 6 años tuve un cáncer de mama. Hice una mastectomía porque quise erradicarlo y gracias a Dios fue todo perfecto no tuve ninguna secuela hasta ahora”. Otra pelea ganada.
El más reciente desafío
El desafío mayor llegó el año pasado. Por primera vez admite: “Pensé que iba a morir”. Una afección cardíaca que tuvo desde el nacimiento, un prolapso en la válvula mitral, —que nunca le había causado síntomas—, se dilató de forma preocupante.
Comenzó el periplo: Su cardiólogo le dijo que había que operar, pero ella no quiso aceptarlo, decidió hacer otras consultas. Comenzó a pasar por varios hospitales, estudios y más estudios, una tomografía cardíaca —una hora encerrada aspirando y reteniendo la respiración—, pasó por guardias, test de COVID —sus dificultades pulmonares hacían sospechar del virus—, regresó a su casa y vuelta a consultar. Algunos médicos no daban un veredicto certero, la enviaban a retomar su vida normal. Solo uno coincidió con su especialista personal y dijo: “hay que operar, ya”. Pero no podía aceptarlo: “Yo decía, no puede ser, no me va a pasar esto”. Su estado cada día empeoraba, el cansancio no daba tregua, la falta de aire se acentuaba.
Un día sus cuatro hijos varones, Felipe, Kevin, Paul e Ian, llegaron a verla a su casa y le insistieron en que se fuese a chequear en el centro especializado ICBA. Allí, lo que en un primer momento iban a ser unas horas en observación, se transformó en varios meses en terapia intensiva. Sufrió un distrés respiratorio y fue ingresada a la UTI con asistencia respiratoria mecánica. “Pero no me podían operar, los médicos decían que era muy peligroso”, cuenta. Diez días más tarde, cuando su estado cada vez era más preocupante, los especialistas reconsideraron la situación: “Decidieron operarme con riesgo de que no saliera bien de la operación”.
Pero salió bien. Allí empezó una nueva y larga etapa. “La terapia intensiva me hizo muy mal, es muy intensa, le pedía todos los días a mi marido que me llevara a otro lugar. Tenía la sensación de que no iba a salir y me despedí de mi familia”, asegura. A ese estado de angustia se le mezclaba la preocupación por su pequeña hija Caroline, que cumplió 12 años con su madre aún intubada.
A Maureene la emociona pensar en sus afectos y en cómo actuaron cuando todo era incertidumbre. La pequeña pidió ir a verla cuando yacía atravesada de cables y con un tubo del respirador mecánico en la garganta en una cama de UTI. “Yo no quería que viniera a verme” en ese estado. “Casi ni se acercó, —cuenta— me dio un beso en la mano” y al salir se desmayó. Los hijos mayores, tres de los cuales viven en el exterior “se encontraron todos juntos a estar conmigo me venían a ver todos los días y Quique, mi marido, que me dio tanta fuerza, venía todos los días, ni un día faltó. Me traía mis pijamas limpios porque yo quería usar mis batas, no quería usar lo que tenían en la clínica”.
Finalmente, fue trasladada desde el primer centro de salud para encarar una nueva etapa de internación en UTI en otro sanatorio e iniciar luego la rehabilitación. Pero “la pasé mal porque estaba con el respirador y me decían que no me lo podían sacar”. Los especialistas comenzaron a prepararla para que sus pulmones trabajaran solos. “No aguantaba”, asegura. Primero fueron unos minutos, luego una hora, más tarde 3, luego 13 horas sin respirador. Hasta que un día le dijeron: “Tenés que dormir” sin oxígeno. El impacto fue primero emocional: “Casi me muero —dice— no dormí en tres días. Tenía miedo de no poder respirar si me dormía”. Al cabo de esa vigilia, le recetaron calmantes para relajarse y logró dormir sin asistencia por primera vez.
Entonces, vino el tiempo de dejar la alimentación por sonda y volver a la normalidad. Primero bebió algo. Después de tantos meses “el día que comí un yogur por primera vez creí que era el mejor de los manjares que había comido en mi vida”, asegura.
Si bien la internación duró 6 meses y la rehabilitación continúa aún hoy, —a un mes y medio de haber dejado la última clínica—, encaró su actual colección cuando todavía tenía la garganta atravesada por una cánula. Ya estaba convencida de que la enfermedad no la iba a detener. Hablando con Maureene uno la puede imaginar haciendo bocetos aún con el aparato colocado. “Con el respirador y todo me sentaba a diseñar y le mandaba las órdenes a mi gente para que hagan las prendas”, cuanta.
Se siente agradecida a las enfermeras y los médicos que la acompañaron. Bendecida por la presencia en su vida de sus cinco hijos y su esposo. La desesperanza pasó. “Todos los días le decía a las enfermeras ‘yo voy a estar bien por Caroline, yo voy a volver a casa’”. Nombra a Paulina, a Antonia a Claudia, que la ayudaron en su última etapa de internación, y teme olvidarse de otros nombres: “todos me ayudaron”, resume. Recuerda con ternura a una de ellas cuando le decía: “’Hasta que no te entangues no voy a parar’. Me depiló, y me insistía ‘vos te tenés que poner tus bombachas, tus tangas, tus cosas’. Me daba mucha fuerza”. Recuerda a Lucrecia, a Romina, a Lucas, que son algunos de sus colaboradores; a sus amigas, que preguntaban por ella a su esposo y él transmitía con fidelidad cada mensaje.
Ahora ya está pensando en presentar con un desfile su última colección, La vie est belle, que creó estando aún internada. Tal vez sea en noviembre, dice. “No sé, veré, tampoco me quiero apurar”, porque, aunque “estoy bien, desde que volví, estoy pensando mucho más en mi, en disfrutar mi vida, de mi hija y mis hijos, de otra manera, más allá de que me encanta mi trabajo y lo estoy haciendo muy bien, pero estoy conforme con como estoy, no estoy desesperada por mostrar y hacer un desfile. Todo tiempo al tiempo”.
Maureene mira para atrás y dice: “Es una historia de vida que a mi misma me asombra. Estoy extrañada, muy asombrada de mi misma”. Como dijo al comenzar: “tengo muchas vidas en una”.
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