Cuando alguien nos pregunta “¿qué hacés?” o “¿de qué trabajás?” tendemos a responder algo distinto a lo que nos preguntaron: soy ingeniera, soy biólogo, soy gerente de tal o cual empresa, soy panadero. Confundimos el hacer con el ser, la actividad con la identidad. Parafraseando al filósofo Descartes, parecería que hoy la regla es “Hago, luego existo”.
Lo que hacemos, el rol, el ámbito en el que trabajamos, son factores importantes de nuestra identidad, pero no nos definen por completo.
Sin darnos cuenta, nos categorizamos y nos definimos con etiquetas muchas veces vinculadas a lo que hacemos “hoy”, como si nuestra identidad fuese inalterable y eterna.
Estas etiquetas, que quizás funcionaron armoniosamente en otras épocas, cuando el mundo era más estable, podrían ser una limitante si no son reseteadas a la luz de la velocidad del cambio que nos empuja a probarnos en cosas nuevas y, muchas veces —como tanto venimos escuchando—, a reinventarnos.
Quienes somos hoy es solo una versión circunstancial de los muchos yo que podemos ser. Porque siempre estamos en tránsito, construyendo identidad con nuevas experiencias.
Las etiquetas nos limitan a la hora de hacer cambios
Suele ser perturbador imaginar un cambio importante en nuestra actividad actual. Muchas veces la propia identidad está asociada tan fuertemente con el rol y la compañía en la que trabajamos que solo pensar en un cambio laboral nos produce vértigo. ¿Qué pasaría?, ¿qué seríamos?, ¿quiénes seríamos si aceptamos este cambio?
El miedo a no ser nada, a perder la identidad, a perdernos, nos puede llevar a estancarnos en lo conocido aunque estemos pasándola mal, nos aburramos o estemos sufriendo, incluso cuando el costo sea la salud, la familia, la felicidad.
Como psicóloga, acompaño en sus procesos de cambio a personas. Un caso que vale la pena comentar es el de Gustavo, que lleva 20 años creciendo en el mismo trabajo y lo inquieta la idea de probarse como emprendedor independiente. “Pude hacer lo que hice porque estaba sentado sobre los millones de la empresa. Me siento tan cómodo, tan protagonista, tan querido en donde estoy, que pensarme afuera me hace sentir que no soy nadie”, me dijo.
Todavía debate consigo mismo si quiere, si puede, si es capaz de dar ese paso que, a la vez que le abre posibilidades de encontrar algo más significativo, lo enajena.
En cambio Carolina, que a sus 50 y pico de años está a punto de tener que hacer un gran cambio laboral que no eligió y que podría ser desestabilizante, lo asume con confianza. Identificamos juntas la clave: “No me defino como Carolina DE la compañía en la que trabajo, como si fuera mi apellido de casada —así decía mi abuela—. Siempre fui Carolina DE Carolina”.
Había una vez yo
Cada uno es narrador de su propia identidad. La historia que nos contamos y contamos a otros sobre quiénes somos o creemos ser nos sirve de traje, de caparazón, de mapa y de brújula. A veces nos olvidamos de que no es un relato fijo, verdadero, inmutable, sino que siempre es parcial e incompleto, referido a un momento y a un contexto determinados. Y que somos lo que estamos siendo, porque nuestra identidad está en continuo devenir, en permanente construcción y transformación.
Tener una noción de nuestra identidad como una narrativa que fluye en la línea de tiempo nos permite cambiar, elegir, reeditar y reescribir la forma en que nos definimos para crear nuevas versiones de quiénes somos, más acordes con lo que deseamos en cada momento.
Entonces, ¿qué hacés?, ¿de qué trabajás?, o mejor, ¿quién estás siendo?
* Andrea Churba es psicóloga y coach laboral. Autora de “Business Therapy, el método para liderar hacia mejores resultados”, “Liderá tu propio cambio” y “Lo que aprendimos en la cuarentena”.
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