Ser gay políticamente correcto y la profunda búsqueda de la libertad, el adelanto del libro “Yo no quiero ser Ricky Martin”

El periodista Luis Corbacho escribe una autobiografía y reflexiona sobre la condición de ser gay en este tiempo y sobre el amor verdadero. Dispara un planteo universal: ¿estar en pareja y tener hijos es la única opción de la felicidad?

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La portada Yo no quiero ser Ricky Martin, el libro de Luis Corbacho
La portada Yo no quiero ser Ricky Martin, el libro de Luis Corbacho

“Pero, ¿no te vas a casar?, ¿no vas a tener hijos?”. Luis Corbacho suele recordar estas preguntas que le hizo su hermana, Candy, la vez que se acercó para contarle que era gay. Corría el año 2003, aún no existía la Ley de matrimonio igualitario y tener hijos para dos hombres rozaba la fantasía. Hoy, si bien ya existe el marco legal que los ampara, existen aún algunos prejuicios con aquellas parejas que deciden no tener hijos, que hoy aparece como un manual a seguir.

“La búsqueda de la libertad es algo innato a quienes ejercemos sexualidades diferentes”, disparó a Infobae Corbacho, dejando un concepto potente con el que busca romper lo establecido. “Ser gay en libertad para mí, es tener la posibilidad de elegir”, remata este periodista de 43 años, quien acaba de publicar “Yo no quiero ser Ricky Martin”, su cuarta novela.

No es casual que el nombre del conocido cantante portorriqueño aparezca como título de su libro. Ricky Martin es quizás el prototipo que siguió el camino de la pareja estable y los hijos. Corbacho aclaró enseguida: “Los que quieran casarse y tener hijos, que lo hagan. Los que no queremos ese modelo de pareja o de familia, también somos libres de ejercer nuestra soltería, nuestra manera de vivir sin ser juzgados”,

Yo no quiero ser Ricky Martín es ante todo una historia de amor. Escrita como una apasionante crónica, Corbacho hecha por tierra un planteo universal que atraviesa a una generación entera: ¿estar en pareja y tener hijos es la única opción de felicidad?

Al cumplir los 40 años, apareció en la vida de Corbacho, Julián. Un joven y apuesto diplomático que lo enamoró perdidamente, curó todos sus males y llegó para replantearle su vida entera. Decidido a dejar todo por amor, Luis imaginó una vida de casado perfecta hasta que Julián fue destinado a China. Pero resultó que el COVID-19 azotó al mundo entero y sus planes se desmoronaron de un día para otro.

El periodista escribe un libro sincero, desgarrador y con tintes graciosos. Se trata de una autobiografía de la ansiedad, del miedo pero también un acto de redención en sí mismo. Luis Corbacho, dice la contratapa de su libro, se autoflagela en cada autocrítica pero en realidad nos muestra su valentía. “Lo que me pasa a mí últimamente, siendo un hombre gay de 43 años, es que a raíz de estos nuevos derechos conquistados, que obviamente celebro, a veces siento la presión social de formar una familia. Es curioso como el modelo hetero normativo se trasladó, en parte, a la comunidad gay”, agregó.

-¿Por qué confrontás con la mirada de época del gay políticamente correcto?

Me parece fantástico que todos tengamos los mismos derechos, pero, ¿qué pasa cuando esos derechos se convierten en un mandato? ¿No se supone que nuestra libertad va en contra de esos mandatos?

Han caído muchos prejuicios sobre nuestras elecciones sexuales y eso es una conquista que me da mucha paz. Pero es peligroso cuando de un estigma nos metemos en otro: si ser un gay soltero está ahora “mal visto” (y pongo comillas porque vale aclarar que solo sucede en algunos sectores de la sociedad) las libertades conquistadas quedan eclipsadas por nuevos prejuicios; y la presión de formar una familia perfecta, como la de Ricky Martin. De ahí el título de mi novela.

"¿Estar en pareja y tener hijos es la única opción de felicidad?", plantea Corbacho en el libro (@ricky_martin)
"¿Estar en pareja y tener hijos es la única opción de felicidad?", plantea Corbacho en el libro (@ricky_martin)

Aquí un adelanto de Yo no quiero ser Ricky Martin - Capítulo 11

Enero de 2020, la pesadilla comienza

Julián me había mandado un saludo frío y formal para Navidad desde China, donde pasó la noche del 24 con ami­gos de la embajada y el almuerzo del 25 con otro diplomá­tico en un restaurante de Beijing. Yo la pasé con mi madre y su marido, chequeando constantemente el celular para ver si Julián me había escrito. La Nochebuena en China había ocurrido once horas antes, pero no quise mandarle ningún mensajito. Prefería ver qué movimientos hacía él, porque después de todo yo había sido el dejado en esta his­toria.

Bueno, en realidad no sé. Pero si él no me escribía, yo tenía que entender el mensaje: it’s over. Llevábamos cerca de un mes separados formalmente, y esa soledad no me hacía bien. Me sentía vacío, con mi gran proyecto roto, con la idea de ser un viejo solterón cada vez más real y aterra­dora. En mi mente había pasado el límite de juventud para casarme y tener hijos.

¿Tan hueca y conservadora me había puesto con la edad? Esa libertad que debería disfrutar, esa vida genial llena de amigos, viajes y proyectos laborales no me terminaba de cerrar. La idea de ser el tío puto al que mis sobrinos veían con desgano en las fiestas y cumpleaños me parecía el mismísimo horror. Y con la separación todo eso se había materializado, era una realidad que cobraba fuerza y crecía de manera imparable. Ya no más vida diplomática por el mundo. Ya no más la idea del pisito que entre los dos podríamos comprar en Recoleta. Adiós al modelo Ricky Martin con marido perfecto y un par de pibes hermosos.

Para muchos, el paradigma había cambiado y mi seteo cerebral también. ¿Quién quería estar metido en un capítu­lo de Sex and the City siendo el gay divertido que se va de cócteles con sus amigas fabulosas? ¿A quién le importaba seguir levantándose tipos en todos los boliches y en todas las apps del mundo pasados los cuarenta? El manual de Ricky, que yo muy prejuiciosamente me había inventado, parecía indicar que aquello era decadente. Los putos aho­ra podíamos casarnos y hacer bebés y ser perfectos como cualquier pareja heterosexual de barrio cerrado de zona norte.

Yo quería eso, quería ser una más. Pero el desastre chi­no me había condenado.

No había podido ser la novia de diplomático canchera y adaptada. La vida en China, por más corta que hubiera resultado, me había quedado enorme. Todo había salido mal, y ahora estaba solo. Sola otra vez, como Celine Dion. All by myself.

Como decía, en Navidad Julián me mandó un mensaje cor­to, correcto, muy de diplomático. Y yo me puse loca de la rabia, tanto que al día siguiente lo llamé para decirle que si ese iba a ser el tono de nuestras comunicaciones, prefería que se llamase a silencio. Y así fue.

Si los gays luchamos a lo largo de la historia por nuestra libertad, ¿por qué ahora somos “presos” del modelo Ricky Martin?”, djo Corbacho a Infobae
Si los gays luchamos a lo largo de la historia por nuestra libertad, ¿por qué ahora somos “presos” del modelo Ricky Martin?”, djo Corbacho a Infobae

Se llamó tanto a silencio que ni siquiera me escribió para año nuevo. Mutismo absoluto. Ese fin de año me fui a Uruguay con un grupo de seis amigos y amigas. Tres parejas y yo. Alquilamos una casa en La Pedrera y casi ni pisamos Punta del Este. Los eventos pedorros del verano, que antes me llevaban un mes entero de producción, habían dejado de importarme. Ya ni siquie­ra me interesaba estar ahí bajo la excusa de “lo hago por trabajo”. Ni eso.

Julián no me escribió para año nuevo y yo tampoco le escribí y así empezamos el 2020. Pero a mediados de enero vino a Buenos Aires y me llamó. Acordamos vernos en un bar, “tomar un café” para ponernos al día o algo así. Yo no quería sentarme a tomar un café como esos exes que se reencuentran en plan amigos. ¿Qué sentido tenía hacer eso?

Yo quería verlo en mi casa y tirármele encima y decir­le que lo seguía amando y que lo intentáramos de nuevo. Pero él prefirió el bar de la esquina. Finalmente subimos a casa y nos quedamos hablando en la cocina y le dije que me había dado cuenta de que quería volver a la vida con él, que no me importaba el tema diplomático y la idea de andar de gitanos por el mundo, que prefería eso a estar solo tomando tragos en Palermo, que lo amaba y lo extrañaba, que por favor volviéramos.

En lugar de ponerse a llorar o tirárseme encima como en una peli romántica, me dijo que bueno, que lo iba a pensar, que todo esto que le estaba contando lo sorprendía mucho, lo shockeaba, y que nece­sitaba un tiempo para procesar las cosas. Cuando terminó su estúpido análisis me le acerqué y terminamos chapando en la cocina, y de ahí fuimos al cuarto y como dice Celine, When you touch me like this, it’s all coming back to me nowwww.

Después de aquel encuentro nos seguimos viendo como si nada hubiera pasado. Hablamos un montón sobre la po­sibilidad de seguir, qué hacer, cómo actuar. ¿Tenía senti­do pasar juntos ese miniverano, sabiendo que después nos volveríamos a separar? No fueron necesarias más palabras, preguntas o explicaciones para hacernos cargo de lo que nos estaba pasando. Simplemente nos amábamos, y al estar nuestros cuerpos juntos otra vez, no podíamos evitar vol­ver a ser novios, o algo así.

Los días en Buenos Aires transcurrieron entre asados con amigos, fines de semana en las playas argentinas, días de pileta en las afueras de la ciudad y noches espectaculares en mi cama. Volvimos a amarnos como antes, o más que antes, y a coger mejor que nunca. Todo fue hermoso. Julián me prometía que esta vez íbamos a lograrlo, que tenía fe en que todo iba a salir bien. Yo le decía que había cambiado, que no me interesaba la vida sin él, fuera en China o en el Congo. Que realmente no quería volver a estar solo, que tenía muchas ganas, esta vez sin dudarlo, de formar una familia. Se lo decía llorando y a él no se le caía una lágrima, pero me abrazaba y me llenaba de besos y yo tenía la espe­ranza de que esta vez todo iba a resultar.

A Julián le quedaban dos semanas de vacaciones en Buenos Aires antes de volver a China, que se terminaron convirtiendo en un mes y medio porque el corona empe­zaba a hacer estragos en Wuhan y los vuelos de American hacia Beijing habían sido cancelados. Yo estaba chocho, to­talmente ajeno al virus y muy egoísta pensando en la ma­ravillosa noticia de nuestro tiempo juntos extendido. A esa altura habíamos vuelto a actuar como novios, yendo juntos a todos lados y con Julián casi viviendo en casa. Luego de haber dormido en casa el día del reencuentro no volvimos a separarnos en toda su estadía porteña.

Estuvimos así hasta que Cancillería sugirió que debía volver a China, y él sintió que su deber como funcionario público era estar allá. “Mi deber es estar allá, ir a cumplir funciones en el cuerpo diplomático. Para eso me formé y por eso me pagan”, me dijo cuando decidió volver a Beijing en pleno coronavirus chino, cuando acá todo eso parecía una grandísima y lejana ciencia ficción. Me sentí orgulloso y furioso a la vez. “¿Qué tenés en la cabeza? ¿Te vas a ir a ese país de mierda donde comen murciélagos y se infectan como ratas? ¿Te vas a ir a morir en medio de esa plaga del orto?”, le gritaba, aunque al rato me calmaba y trataba de reflexionar: “Bueno bebu, en realidad entiendo que hacés lo correcto, es tu deber y yo tengo que ser comprensivo, aun­que no esté de acuerdo con que te vayas, respeto tu deci­sión”, le decía, y le daba un beso en la mano, le acariciaba el brazo, pasaba mi mejilla por su barbita y me moría de amor.

Finalmente Julián consiguió un vuelo de Emirates, una de las pocas aerolíneas que se atrevían a volar al medio del caos. Y se fue. Así fue que nos despedimos, y estuvo todo relativamente bien.

Yo no me quedé ni triste ni llorando como en la pri­mera despedida de Buenos Aires, cuando salió destinado a cumplir funciones en Beijing por dos años, porque sabía que todo este asunto chino iba a pasar y que para el verano de ellos seguro iba a visitarlo y después él podía venir para octubre o noviembre y así se pasaría el año y finalmente seguro le asignarían un país más cercano o podríamos pos­tular para ir a Estados Unidos y tener ahí el bebé subro­gado y convertirme en el ama de casa desesperada versión yanqui con la casa perfecta y mil chucherías de madre pri­meriza. Hasta ahí el panorama que me tranquilizaba y me hacía soñar.

Hasta ahí, tenía un plan.

En Beijing el aislamiento era absoluto. Acá llegaban me­mes de chinos desinfectando las veredas con trajes espacia­les, chinos arrestando chinas por tener la peste y no querer ir al hospital, chinos envolviendo sus mascotas en bolsas de plástico y chinos con barbijos, máscaras, guantes y an­teojos de acrílico por todos lados.

Julián se adaptó a la situación y nunca entró en pánico. Hizo lo que había que hacer, se protegió como correspon­día y aprendió a vivir así, con todo su aplomo y la frialdad que demandaba esa nueva realidad. Mientras tanto yo lo extrañaba y la idea de verme como un gay maduro de más de cuarenta viviendo solo en un departamento de Palermo, lleno de amigas que brunchean, fiestas y eventos de tu su­pertrabajo como editor de una revista cool me aterraba. No quería eso, no lo soportaba, tanto que me empecé a ob­sesionar con la idea de formar una familia, estar con Julián y casarnos y fabricar un bebé gordo y pelirrojo como él. Y aunque fuera diplomático y esa vida nos obligara a vivir boyando por el mundo, estaba dispuesto a hacerlo. Tenía una misión.

Unas semanas después, empezamos a planear un viaje a Madrid para vernos, para encontrarnos en el medio de nuestros mundos alejados, aunque fuera por una semani­ta. “Te invito a donde quieras”, me dijo, y entre los dos pensamos que España sería lo más divertido. Era fines de febrero, la cosa allá todavía no había explotado y yo esta­ba dispuesto a ir, aunque conforme pasaban los días y las noticias, empecé a dudarlo. “¿Y si me agarro corona y soy el primer argentino que lo tiene? ¿Te imaginás el quemo? ¡Saldría en todos los diarios! No te rías, Julián, no seré fa­moso pero como periodista mucha gente me conoce, tengo algunos enemigos que se harían una fiesta con algo así”.

Julián se reía y me decía que lo que estaba diciendo no te­nía sentido, que en España los casos eran muy pocos, que no pasaba nada. Pero que si no estaba del todo convencido esperásemos a sacar los pasajes, total faltaban dos semanas para la fecha que habíamos estipulado para viajar, a media­dos de marzo.

Esta vez, yo tuve razón. Nunca sacamos los pasajes, nunca viajamos. Mis temores habían sido fundados, pero ¿ganaba yo con eso?

Julián seguía al otro lado del mundo, y el mundo se caía a pedazos a cada minuto. Y mientras yo guardaba las esperanzas de huir de Argentina cuando todo se desma­drara para refugiarme en China (sí, las vueltas de la vida), Emirates cancelaba sus vuelos y Beijing blindaba sus ae­ropuertos, y la posibilidad de escapar con mi novio, dejar todo atrás y apostar a mi nueva familia, la familia que yo había construido y no la que me habían impuesto, se hacía cada vez más lejana.

Otra vez.

Y así, otra vez, volvía a ser el gay solitario encerrado en su departamentito de Palermo.

Aunque ahora Julián estaba al otro lado de la pantalla y yo mantenía la esperanza de que todo pudiera cambiar.

Luis Corbacho nació en Buenos Aires, en 1978. Es editor egresado de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y la Universidad Austral. Trabajó en Vogue Latinoamérica, La Nación y Página 12. Actualmente dirige la revista y web El Planeta Urbano y es conductor en IP Noticias y Canal 9. Yo no quiero ser Ricky Martin es su cuarta novela.

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