Autoconversar es algo tan simple como hablar con nosotros mismos, lo cual, claramente, es genial. Solo que, muchas veces, no lo hacemos a solas, sino que lo hacemos con otras personas.
Así es. Por citar un ejemplo, hablamos con Juan, pero sin Juan y entonces eso es terrible porque somos nosotros las dos voces: somos los que preguntamos y somos también los que respondemos. Somos nosotros los que conspiramos y los que creemos en la misma conspiración que nos hemos metido.
Algunas veces, a partir de un pensamiento incompleto, nuestra mente arma un enredo gigante. Las autoconversaciones nos hacen mucho daño porque vamos y venimos sobre nuestro mismo pensamiento, armando y desarmando teorías a las cuales les faltan datos para estar completas.
¿Por que sucede esto? Es simple: la mente no tolera los espacios vacíos y entonces rellena todo lo que queda sin completar con lo primero que encuentra, es decir, con miedos, culpas, vergüenza, historias conocidas, etcétera. Y, así, completa el espacio con esas teorías.
De este modo, surgen pensamientos como: “Me habrá dicho… porque…”; “Seguro que sabe lo que yo pienso”; “Seguro que no me contesta porque ...”. El problema de las autoconversaciones es que crecen rápido y de golpe; tan solo porque un llamado no fue atendido, por ejemplo, el mundo se viene abajo, y esto sucede porque la maraña de nuditos creció en nuestra mente.
A todos nos pasó alguna vez: nos hicimos el rollo y el problema es que, de golpe, nos olvidamos cómo dónde empezó todo. Y el rollo nos come enteros, porque estos crecen indefinidamente, se alimentan con avidez de sí mismos. Así es, el rollo se alimenta del rollo y entonces crece hasta que un día nos supera.
¿Cómo evitar hacerse el rolllo? Simple, ir a la fuente. Esto es tan simple como cuando tenemos una duda preguntar: “¿Te pasa algo que no me saludaste?”, “¿Por qué no respondiste mi mensaje?”, “Te veo raro, ¿es conmigo o es algo tuyo?”.
Preguntar, en lugar de suponer, es la mejor forma de encontrarse con el otro, porque la suposición será tan relativa a lo que nuestra conversación lo permita.
Estamos poco acostumbrados a preguntar al otro qué piensa, qué le pasa. Pareciera casi un acto irrespetuoso invadir con preguntas, cuando, en verdad, es un acto de absoluto respeto interesarse. Tiempo atrás me pasó con un amigo, que no me respondió por dos días un mensaje. Y el mensaje estaba leído encima. Le volví a escribir, entonces, y otra vez sucedió lo mismo: me dejó en visto y nunca me respondió.
Si asumía el rol del “autoconversador” iba a rellenar ese vacío (el porqué no me respondía el mensaje) con un montón de especulaciones (miedos, vergüenzas, conspiración). Pensé entonces: “Este es un buen amigo, si no me respondió, quizás le pase algo”. Lo llamé y le pregunté por qué no me respondía. Resulta que su teléfono se había roto y funcionaba solo para recibir y hacer llamadas pero no podía leer la pantalla.
Fue una pregunta que me permitió recuperar a un amigo y no perder un día de angustia. De no haberlo llamado, me hubiera quedado penando en que no me respondía porque no me quería, porque se había enterado de algo que no me gustaba o vaya a saber uno por qué razón hubiera supuesto. Lo cierto es que nunca hubiera llenado el vacío con la información verdadera: que el celular no funcionaba.
Está comprobado que el 90% de los conflictos entre las personas se dan por un tema de “formas”, mientras que el 10% son en verdad por temas reales. ¿Qué quiere decir esto? Simple, que suponemos más de lo que preguntamos.
Lo mejor es dejar el rollo, cuesta, como todo al principio. Pero, cuando empezás a entender el juego de la pregunta, el juego de la información correcta, te aseguro que nunca más te olvidás de hacerlo, por la simple razón que preguntar a tiempo salva relaciones.
*Gisela Gilges es coach y autora del libro “Una cita en el piso 32″
Edición de video: Agustina Klix / Realización: Melanie Flood / Producción: Macarena Sánchez
SEGUIR LEYENDO: