La industria de la felicidad, que mueve miles de millones de euros, afirma que puede moldear a los individuos y hacer de ellos criaturas capaces de oponer resistencia a los sentimientos negativos, de sacar el mejor partido de sí mismos controlando totalmente sus deseos improductivos y sus pensamientos derrotistas. Esa es la hipótesis de la que partieron la socióloga Eva Illouz y el psicólogo Edgar Cabanas, autores del best seller “Happycracia: cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas”, para presentar un análisis descarnado de lo que ellos llaman la industria de la felicidad y de la aparente legitimidad científica de la psicología positiva.
Cabanas es doctor en Psicología, investigador en la Universidad Camilo José Cela y en el Centro de Historia de las Emociones del Instituto Max Planck para el Desarrollo Humano en Berlín y cofundador de la red internacional de investigadores Popular Psychology, Self-Help Culture and the Happiness Industry. “Creo que la felicidad existe como un negocio -asegura para romper el hielo-. En las últimas décadas ha sido una de las industrias que más fuertemente ha crecido y que más beneficios ha dado, porque capitaliza el malestar y se nutre también de él. Uno se puede preguntar cómo es que, a estas alturas, no seamos todos y todas ya felicísimos. La respuesta es obvia: ni existen tales claves para ser más felices, ni por tanto las ha descubierto nadie”.
Con esa reflexión crítica, Cabanas abre el debate entre la búsqueda del bienestar individualista y consumista, y un concepto colectivo y solidario de alegría común. “En cuanto convertimos la felicidad en una elección, automáticamente el sufrimiento también se convierte en una elección. Entonces, si sufres es porque, de alguna forma, lo quieres. El mensaje ´Si quieres, puedes´ solo añade sufrimiento y culpa”.
— ¿Cree que la filosofía positiva nos ha aportado algo?
— Desde su fundación allá, por el año 2000, la psicología positiva (o “ciencia de la felicidad”) ha tendido a exagerar sus supuestos “hallazgos” y “descubrimientos”, y los medios de comunicación han contribuido mucho a esto, exagerándolos aún más. Pero los medios de comunicación no se inventaban nada: eran los propios psicólogos positivos quienes proclamaban en libros y en artículos científicos haber descubierto por fin las “claves de la felicidad” o “la fórmula de la felicidad”, nada menos. Muchos entendíamos desde el principio que esto era, cuando menos, sospechoso, pero hoy en día sabemos que es simple y llanamente falso: ni esas claves están por ningún sitio ni, después de casi 20 años desde que apareciese la psicología positiva, sabemos más sobre la felicidad que lo que sabíamos hace dos décadas, o que lo que sabían nuestros antepasados.
— Alcanzar la felicidad, entonces, no sería cuestión de ciencia, ¿verdad?
— Si algo ha quedado claro es que la ciencia de la felicidad es, en el mejor de los casos, una ciencia débil, plagada de tautologías y de imprecisiones conceptuales, de problemas metodológicos, de etnocentrismo y de asunciones ideológicas y hasta religiosas, como analizamos en el libro. Respecto a esta debilidad científica, Daniel Horowitz, por ejemplo, que no ha sido ni mucho menos el más crítico, afirmaba recientemente que no hay ningún supuesto hallazgo o concepto procedente de la psicología positiva que no haya sido puesto en duda, modificado o rechazado (algunos incluso por los propios psicólogos positivos). Así que, en mi opinión y en la de muchos otros, la respuesta a la pregunta es que no.
— ¿Un psicólogo positivo nos sugeriría ver la crisis de la pandemia como una oportunidad?
— Estoy seguro. Para la psicología positiva, todo es susceptible de ser instrumentalizado para nuestro propio bien, bienestar o interés. Y lo mejor que podemos hacer es no dejarnos abatir por las circunstancias externas –porque, al fin y al cabo, no tienen demasiada influencia–, para centrarnos en trabajar nuestras actitudes, nuestros pensamientos y nuestras emociones positivas, dejando al lado todo lo negativo. Como si lo positivo y lo negativo se situaran como dos polos opuestos. ‘Positivo’ y ‘negativo’ es una simplificación... Es una falacia: de hecho, habría que ver si todas estas emociones positivas son tan beneficiosas. Y tachar de ‘negativos’ sentimientos como, por ejemplo, la ira, el enfado o la indignación es algo sumamente conservador, porque hay que tenerlos en cuenta ya que también nos mueven a cambiar las cosas, a modificar el statu quo. Al patologizarlos, estos sentimientos quedan denunciados como ‘improductivos’ personal y socialmente.
— ¿Cómo cree que este estilo positivista de la psicología impacta en la psicología tradicional?
— Creo que no hay una verdadera psicología, sino varias. Tampoco hay una psicología positiva única. Esta tiene sus raíces en la autoayuda, las de la psicología popular norteamericana y las de los movimientos de cura mental del siglo XIX. La psicología positiva no tiene una tradición filosófica fuerte detrás (por mucho que apelen a que toman como referencia conceptos clásicos como “eudaimonía”, por lo cual han sido enormemente criticados, y con razón), sino que su tradición es más bien popular y religiosa. Igualmente, todo tipo de psicología tiene un componente de psicología popular que es irrenunciable: al fin y al cabo, los psicólogos, unos y otros, tratamos con conceptos cuyo objetivo es describir el comportamiento de las personas en un sentido amplio y, claro, esas mismas personas acaban entendiéndose a sí mismas a través de estos conceptos y utilizándolos de nuevas maneras, dándoles nuevos significados y muchas veces distanciándose por completo del uso original.
— En el libro menciona un concepto sobre el que muchos sujetos trabajan hoy, que es el ser cada vez más feliz…
La idea detrás de esto es que la persona se conciba a sí misma como un proyecto. Hasta ahora, la unidad de utilidad había sido el dinero, pero, en estos momentos, la felicidad se ha acabado convirtiendo, quizá, en el mayor valor de utilidad. Las personas tienen que buscar la forma de conseguir el máximo enriquecimiento personal e individual, entendiendo la felicidad como su máxima expresión. Y la felicidad, en este punto, adquiere un aspecto paradójico: es, a la vez, fin y medio para lograr otros fines. Porque no solo hay que dirigirse a la felicidad, sino que, siendo feliz, se es más productivo; y cuanto más productivo eres, más feliz eres, y viceversa. Se trata de una enorme tautología, un argumento circular en el que apenas se repara y del que puede ser muy difícil salir. Felicidad, productividad, rendimiento económico e interés propio entran en el mismo círculo, retroalimentándose. Normalmente, la gente asume que una persona feliz es más productiva. Pero no hay una demostración científica de ello, se trata simplemente de un argumento que encaja ideológicamente. La industria de la felicidad se alimenta de que haya insatisfacción constante.
—¿Cree que se nos ha impuesto un concepto de diversidad versus otros?
— Nos ha arrebatado la posibilidad de pensar en formas alternativas de felicidad que no pasen por esta forma tan individualista, reduccionista y consumista de entenderla (y, añadiría también, algo infantiloide). Este discurso de la felicidad ha secuestrado el significado del concepto. Lo ha vaciado de aspectos morales y sociales y lo ha llenado con el discurso norteamericano del éxito personal, del emprendedorismo y la meritocracia, del “si quieres, puedes”, del “persigue tus sueños” y demás simplezas. No sé si podremos subvertir este significado, pero me parece realmente difícil conseguirlo, más aún cuando hay toda una industria detrás que se nutre y que promueve esta perspectiva sobre la felicidad. Nunca fui muy optimista, y con este tema, y tras varios años estudiando el fenómeno, lo soy menos todavía.
—¿Qué recomienda para enfrentar una crisis como la presente?
— Sobre todo, entender que lo que nos está sucediendo tiene un origen circunstancial y que no depende exclusivamente de nosotros. No debemos machacarnos porque las cosas ahora no vayan bien: se trata de una situación extraña e inédita en la que todo el mundo está tratando de capear el temporal de la mejor manera posible. Además, y esto es muy importante, no existen recetas para todo el mundo. Si hay alguna solución, esta descansa más en cómo podamos afrontarlo como sociedad que como personas individuales.
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