Hace un tiempo un psicólogo español realizó un simple y elegante experimento, les pidió a diferentes personas que vinieran con la gente más próxima y cercana a cada uno de ellos. Luego los interrogaba, largamente, sobre la relación entre ellos y entre medio de las preguntas indagaba sobre la frecuencia de sus encuentros, finalmente los reunía por grupos para anunciarles cuánto tiempo más se verían antes de morir.
La respuesta uniforme, era el desconcierto y la negación de estar confrontados con algo que conocemos perfectamente, pero preferimos ignorar, y es que, desde el instante de nuestro nacimiento, empieza a correr el reloj de nuestra partida, y que la haremos como llegamos: solos. Esa característica que es la que nos permite al mismo tiempo imaginar nuestra vida, en la que podría no haber un devenir si imaginamos la muerte como constante, queda interrumpida un día por una visita al médico, o por una llamada que nunca quisiéramos recibir, o una noticia sin tiempo.
Esa noticia ocurrió hoy. Con la no sorprendente -y tantas veces anunciada- noticia de la muerte de Diego Armando Maradona. Las sucesivas resurrecciones esta vez habían llegado a su fin, y ese ser ahora entrará a tener su historia reescrita por todos, ya que a todos nos pertenecía en apariencia cuando se convertía en motivo de tantas opiniones como juicios posibles. Es decir, pasará a lo que los antiguos consideraban un Dios o semi Dios mítico, sujeto a las más diversas interpretaciones.
Sin duda aparecerán aquellos que se apoderarán de una parte de su ser, contando ese fragmento de la memoria que poseen. El mito nos pertenece a todos y al igual que estos ofrece las más diversas interpretaciones.
Todos tendrán una parte de Diego, el mito, a tal punto que en medio de una pandemia global y de protocolos que impidieron despedir a los seres queridos de miles de personas, se harán funerales nacionales y multitudinarios en todo el globo, con los honores de un jefe de estado, aún más, de un rey atemporal. Es que Diego, el mito, vivió rodeado de todo y de todos, sin provocar la indiferencia de nadie.
Ninguna de las visitas que recibió de las Parcas en todos sus años y que eficazmente “gambeteó”, tan bien como cuando lo hacía en las canchas, había logrado su cometido. Por eso de alguna manera, todos creímos que ese momento nunca iba a llegar.
Fuimos espectadores del Diego 360° y global, ofrendando todo lo que tenía para dar en sus últimos años inclusive su ser, su salud, su cuerpo; lo veíamos caer, pero siempre creímos que se iba a levantar…como en los partidos.
La salud de Diego fue una segunda saga, que posiblemente disfrutamos, vergonzosa, pero irresistiblemente, quizás, más que la primera. Aquí el mito cumplía las funciones de tal, y estaba como todos los héroes, dioses y semidioses, frente a un destino al cual se enfrentaba solo.
En su calidad de mito, inevitablemente no se le concedió la posibilidad de la compasión o la subjetividad del hombre y así estuvo solo. Nadie podía con Diego, era la frase recurrente, en realidad quizás Diego, el hombre había sido olvidado, excepto entre sus más próximos y queridos, a los cuales el mito lo había relegado.
Como Jano, en sus dos facetas, faltaba la unidad del hombre o quizás simplemente estaba solo. Ese hombre quizás nunca pudo ser protegido del mito, del dios, que se lo impulsaba a ser.
El ídolo, el mito será velado con rituales multitudinarios, el hombre vivió sus últimos años y murió, solo, como los dioses olvidados.
*Enrique De Rosa (MN 63406) es médico forense, neurólogo y psiquiatra. Aquí se refiere y analiza por qué un ídolo llega a morir en soledad.
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