La maternidad podría ser considerada uno de los trabajos psicológicamente más desafiantes que existen. Casi todas las madres estarán de acuerdo en que las alegrías indescriptibles pueden ir acompañadas de sentimientos igualmente intensos de preocupación, duda, desamparo, ansiedad y, por supuesto, depresión. Esta es la gran “paradoja de la crianza de los hijos” a la que los psicólogos (por no mencionar a los padres) se han referido durante mucho tiempo.
En el mundo en el que vivimos, la maternidad a menudo se considera el pináculo de la felicidad que toda mujer debería aspirar a tener. Todo lo demás, incluida su relación consigo misma, se etiqueta como secundario. Es que traer un hijo al mundo es entender que alguien va a depender de uno, desde el embarazo y durante los primeros años nada menos que para sobrevivir; y después, para educarse, moldear su personalidad y demás cuestiones que hacen a “formarse” en la vida.
Pero no todas las mujeres lo viven de esa manera. Muchas, priorizan sus deseos y sus carreras frente al mandato social de ser mamás y otras, aún habiendo deseado ser madres, se ven invadidas luego por un sentimiento que -encima- les genera culpa: el arrepentimiento. Quizá a alguien que siente todo lo opuesto le cuesta creer que alguien pueda sentirse arrepentida de haber sido madre. Pero ocurre. Y hay mujeres que, si pudieran, volverían el tiempo atrás y elegirían una vida sin hijos.
“Tenemos un ideal de madre que es la de las canciones, los poemas y las películas, pero en la vida real vemos tantas madres como madres hay. No tenemos derecho a decir cuál es el modelo correcto de la maternidad, sin embargo cada mujer tiene su propia visión sobre lo que es bueno. La maternidad real es la maternidad que acepta la imperfección como condición humana. No puede estar fuera de lo posible y pertenecer al mundo de lo ideal. Se trata de una más de las expresiones de la actividad y del amor humano y como tal, es imperfecta e incompleta”, aseveró en diálogo con este medio Pedro Horvat, médico psiquiatra y psicoanalista.
"Sabemos que la familia y las funciones paterna, materna y filial son productos epocales que se han ido transformando a lo largo de la historia y que la relación madre-hijo, en épocas pasadas, no era como en la actualidad. Sabemos que la maternidad modifica profunda e irreversiblemente la psiquis de la madre y que la llegada de un hijo activa aspectos de su personalidad que de otra manera nunca saldrían a la luz. Que no basta con engendrarlo y parirlo, ya que es necesario ‘adoptarlo’ y alojarlo emocionalmente, siendo quizás éste el factor crucial, más allá de que la filiación sea o no biológica. Se conocen también aspectos maternales presentes tanto en mujeres como en varones y se habla de ‘función materna’ más allá del género desde el cual ésta se ejerza”, dijo a Infobae María Fernanda Rivas, psicoanalista integrante del Departamento de Pareja y Familia de la APA y autora del libro La familia y la ley. Conflictos-Transformaciones.
Para Patricia Alkolombre, psicoanalista de la misma asociación, "la llegada de los hijos se constituye en un momento de la vida esperado para muchas mujeres. Pero en algunos casos la idea que tenían sobre la maternidad estaba idealizada, con muchas expectativas de cómo sería la vida con un hijo, en otros hay menos expectativas y por último en algunos casos la llegada de un hijo se da en un clima de mucha ambivalencia y sienten que es más lo que perdieron al ser madres. No se sienten bien ni están contentas”.
La autora de los libros Deseo de hijo. Pasión de hijo y Travesías del cuerpo femenino, sostiene que “estos sentimientos ambivalentes chocan con la idea consensuada socialmente sobre la maternidad, como si debería ser siempre bajo un estado de satisfacción a pesar de la dedicación que requiere la crianza, sobre todo los primeros años”. “Estos estados de ánimo, muchas veces tienen claroscuros y esto hace que los sentimientos negativos generen sentimientos de culpa -ahondó-. Como si una madre jamás podría sentir hostilidad por la demanda que implica en la crianza de un hijo”.
Cada vez son más las madres que hablan sobre la depresión posparto y hoy en día la gente la ve más como una respuesta fisiológica normal que experimentan algunas madres primerizas. De lo que menos se habla es de que los sentimientos negativos pueden extenderse mucho más allá de los primeros meses de la vida de un bebé: pueden sentirse durante gran parte de la escuela primaria y la adolescencia de su hijo.
El agotamiento físico de la paternidad está, por supuesto, estrechamente unido al agotamiento mental: de hecho, es difícil separar los dos. El simple hecho de cuidar a un bebé o un niño puede ser agotador en muchos niveles, emocional, cognitiva y psicológicamente.
Otra razón importante por la que la paternidad puede ser tan difícil es que ejerce una enorme presión sobre la relación central de la familia: la relación de los padres. Las parejas a menudo pueden experimentar una disminución en la felicidad conyugal que afecta el bienestar general.
Después de tener un hijo, las personas a menudo notan que no se están comunicando tan bien con sus parejas como lo hacían en su relación anterior al hijo; es posible que no manejen los conflictos tan bien y pueden informar una pérdida generalizada de confianza en la relación. De hecho, los cambios negativos pueden parecer más importantes que los positivos. Aunque las personas que no tienen hijos también experimentan una disminución de la felicidad a lo largo de su matrimonio, es gradual, sin la caída repentina asociada con tener hijos.
La figura idealizada de la “madre incondicional”
Para Horvat, “la separación es enemiga de la figura idealizada de la madre incondicional. Esa madre que lo da todo por sus hijos. Ese ‘todo’ es una especie de ideal inalcanzable que renuncia a todo lo demás. Esa figura es enemiga del desarrollo de ambos, porque ni un hijo necesita que su madre muera por él, ni una madre morir por su hijo. En realidad, deben separarse para poder pensarse, desearse, crecer y enriquecerse para que de esa simbiosis inicial surjan dos personas felices. Esa separación es lo contrario a la madre incondicional. La separación supone una madre con condiciones”.
El experto advierte que "es vital que tanto la madre como el hijo aprendan el valor de la imperfección. Pongamos el siguiente ejemplo: un niño llama a su madre y ella no viene de inmediato porque está ocupada. En ese momento la madre le estaría fallando al deseo del hijo. Hay un primer momento en el que el niño piensa que su mamá ya va a venir o se imagina que lo va a hacer. Esa falla estimula la imaginación del hijo, cosa que no hubiese ocurrido si la madre se hubiese acercado enseguida. La ‘madre perfecta’ obtura la imaginación del hijo. Hay algo de la imperfección que estimula a buscar, como si hubiera una necesaria imperfección”.
“Hay un momento inicial que es casi simbiótico, como si por un momento madre y bebé fueran uno solo. A medida que el tiempo pasa, empiezan a pasarle cosas a la madre que tienen que ver con sus necesidades individuales. Las últimas entran en conflicto con la demanda permanente con su hijo y si ella no acepta la imperfección lo va a pagar con su propia persona”, dijo.
Y concluyó: “Una madre debe ser lo suficientemente buena, y eso quiere decir camiones de imperfección. Porque el amor humano es así, más allá de que hay un instante inicial con nuestros hijos de incondicionalidad absoluta pero que luego comienza a modificarse. El amor maternal no puede ser distinto de los otros amores humanos. Es cierto que como los hijos son nuestra trascendencia, son nuestra continuación en el sentido amoroso y biológico, tenemos una propensión al sacrificio personal que no tenemos en otros vínculos. Eso nace en lo biológico y termina en lo emocional. Pero eso no quiere decir que pueda ser un amor distinto de los otros amores humanos”.
SEGUÍ LEYENDO: