Diez años atrás, en su libro La sociedad del cansancio, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han entreabría una puerta difícil de cerrar para las sociedad actuales: la idea de personas que gozaban de una libertad plena pero que, paradójicamente, permanecían encadenadas. Uno de los fenómenos que reseña es el de la hiperatención. El reemplazo de la atención profunda y contemplativa por “una atención dispersa, caracterizada por un acelerado cambio de foco entre diferentes tareas, fuentes de información y procesos. Dada, además, su escasa tolerancia al hastío, tampoco admite aquel aburrimiento profundo que sería de cierta importancia para un proceso creativo”.
Traspolando los dichos del crítico de la “sociedad del rendimiento”, podríamos estar en presencia de la base filosófica de una práctica cada vez más recurrente, de la que nadie, o casi nadie, está exento: el phubbing o ningufoneo.
Surge del neologismo que combina “phone” (teléfono) y “snubbing” (desdeñar, desairar) e indica el acto de ignorar a la persona que se tiene en frente por mirar la pantalla de un dispositivo. El término no es tan popular como la acción, que una década atrás podía ser vista como una grosería y hoy parece incorporada a la cotidianeidad. Si bien aún provoca alguna discusión en la mesa familiar, las sociedades parecen haberse rendido ante ella. En épocas de aislamiento social y obligatorio por la pandemia del coronavirus, en las que el teléfono celular se volvió imprescindible para desarrollar todo tipo de tareas, el fenómeno cobró aún más notoriedad.
“El celular y las redes captaron nuestro instinto social y lo redirigieron, nos permitieron sentir que estamos conectados con alguien, aunque ese alguien no esté conectado con nosotros. Esto genera una especie de efecto placebo que sacia nuestra necesidad de estar en contacto con otros. Aprovechan esta característica humana para mantenernos indefinidamente cautivados, junto a la promesa de una novedad constante; siempre hay un posteo nuevo, la satisfacción de un me gusta o un nuevo seguidor. Todo nos resulta muy atractivo, muchas veces más que la charla con el que tenemos adelante”, explicó a Infobae el tecnólogo argentino Santiago Bilinkis, autor del libro Guía para sobrevivir al presente: Atrapados en la era digital.
A lo largo de los años, quienes configuran los dispositivos fueron adaptando inteligentemente sus mecanismos para aumentar la atracción. Los renombrados algoritmos hacen lo suyo y cada usuario percibe contenidos adaptados a sus gustos e intereses. El emprendedor y economista lo definió como “ese canto de la sirena que nos atrae para ir enseguida al teléfono, que se da por lo que cada plataforma necesita inducir en nosotros”. De esta forma, según detalló, las personas desbloquean sus pantallas en promedio entre 120 y 150 veces por día. Cada seis minutos del tiempo que pasan despiertos, aproximadamente.
“Las notificaciones, por ejemplo, no tienen como propósito notificarnos, sino interrumpirnos, distraernos de cualquier otra cosa que estemos haciendo para hacer lo que cada plataforma necesita que hagamos. A veces ni hace falta que el celular suene (es el efecto conocido como “vibración fantasma”). Nosotros ya sabemos de manera subconsciente que hay un montón de cosas pasando en Twitter, YouTube, Facebook, y que el precio de estar aquí y ahora charlando con otra persona es perdérmelo”, enfatizó.
“No quiero demonizarlas, son espectaculares, pero estamos librando una batalla muy desigual, donde hay compañías muy sofisticadas que entendieron muy bien cómo funciona nuestra cabeza. El propósito de Facebook no es conectarte con tus amigos, sino aprovechar la conexión que vos querés tener con tus amigos para poder mostrarte publicidad en el camino. Es importante que entendamos que el objetivo de las plataformas no siempre está bien alineado con el nuestro”, recalcó Bilinkis.
El deseo de chequear, responder, jugar, genera una ansiedad y, al no ser correspondido inmediatamente, angustia. La sensación es tan recurrente que en inglés tiene su nombre: el síndrome FOMO (Fear of missing out), el miedo a perderse algo de lo que está ocurriendo en el mundo digital, de quedar excluido. El phubbing es una de las consecuencias, pero hay razones aún más profundas para entender por qué es tan difícil soltar el smartphone.
El psicólogo Jorge Catelli (MN 19868), de la Asociación Psicoanalítica Argentina, ahondó en el psiquismo humano para identificar las raíces del comportamiento. “Los psicoanalistas reconocemos la actividad autoerótica en los niños, la famosa etapa oral, cuando, casi antes de reconocer su propio cuerpo, se chupan el dedo. Hay distintos momentos de su desarrollo hasta llegar a encontrar eso en el contacto con el otro, en un objeto externo. Hoy los dispositivos ofrecen una zona intermedia, mucho más cerca del individuo y ese autoerotismo; existe una espera de recompensa, de una gratificación simbólica en las redes”, argumentó, en diálogo con Infobae.
“El phubbing lo que muestra es como el dispositivo es aprovechado por mentes que tienen una tendencia a la desconexión, una tendencia previa, para poder sentirse más capturadas por la pantalla que por la persona que tienen a un escaso metro. Funciona como si le subiéramos el volumen a una situación preexistente. Reflejan de un modo potenciado aquello que ocurre en el psiquismo. ¿Son los grupos de WhatsApp los que ocasionan malos entendidos o es nuestro propio uso del lenguaje?”, remarcó.
La psicóloga Laura Jurkowski (MN 19244), y autora del libro Efecto pantallas ¿Cómo lograr el equilibrio digital?, amplió: “El mal uso de las tecnologías puede esconder algún otro problema de carácter psicológico, y devenir en un accionar adictivo. Se trata de buscar una satisfacción que de otra manera no se logra, llenar un vacío con un alivio momentáneo que al rato concluye y lleva nuevamente al mismo accionar”.
Jurkowski es directora de “Reconectarse”, un centro especializado en adicciones a Internet, videojuegos y la tecnología. ¿Cuándo podemos pensar que ese uso aparentemente espontáneo y tan extendido de los teléfonos se volvió una adicción? “Sucede cuando las pantallas generan problemas en la vida personal. Cuando interfieren en la relación con otras personas, cuando no permiten concentrarse en otras tareas o, si no puedo acceder a ellas por, por ejemplo, falta de batería, causa nervios, irritabilidad. El malestar puede llegar hasta la depresión o situaciones de violencia”, detalló.
No hay edad para sentir tal apego a las plataformas, pero el problema se intensifica entre los 17 y los 30 años, cuando se deja atrás la etapa escolar. No tratarlo puede devenir en complicaciones de todo tipo. La especialista citó un caso: “He tenido muchas consultas por jóvenes que son adictos a los juegos online. Su día se basa en eso. Se encierran en sus habitaciones, sin contacto social por fuera de las pantallas y sus auriculares. Se llevan la comida al lugar. Pueden pasar jornadas sin bañarse. Las horas de sueño se ven perturbadas, invierten los horarios”.
A la par de entretenimiento, las pantallas prometen aprobación, vínculos, pero según Catelli, profesor e investigador de la Universidad de Buenos Aires, es una falsa ilusión: “Es una ficción que adquirió un valor simbólico tan grande que empieza a mecharse con la realidad y generar efectos en la propia representación de cada sujeto, lo cual genera la necesidad de estar pendientes de los dispositivos; si esa energía empieza a ser absorbida por el aparato y la búsqueda autoerótica está en ese gadget, que es ajeno a mí, pero ya es una parte de mi cabeza, de mis ideas, vamos a observar actitudes como el phubbing”.
Un imperativo detrás de las pantallas: ser (o parecer) feliz
El filósofo francés Pascal Bruckner escribió sobre la “euforia perpetua”, la felicidad como una demanda social. Una exigencia que se vuelve inalcanzable. Las redes sociales plantean una búsqueda similar. “El sujeto en las redes, en general, no pone las fotos que lo muestran deslucido o pasándola mal. Es una ostentación de felicidad, prefabricada. Instagram es un excelente ejemplo, donde aparecen versiones estigmatizantes y estigmatizadas de lo que el ideal social actual está demandando”, expresó Catelli.
Por su parte, Bilinkis, añadió: “La mayoría de lo que compartimos en las redes no es la realidad. Así hacemos una comparación muy desigual entre el mundo editado y poco espontáneo de los demás y nuestra vida cotidiana. Estar constantemente mirándote en un espejo que distorsiona, termina perjudicando la propia experiencia subjetiva. Cuándo vas en el colectivo, cansado, con frió, y te ponés a mirar, parece que sos el único que está viviendo una vida normal, con percances, y no con puestas de sol. Pero curiosamente acceder a vidas que parecen mejores es lo que produce el engagement, la interacción”.
La pregunta se vuelve existencial. ¿Vivimos para mostrar o para disfrutar? “El excesivo énfasis que la mayoría de las redes ponen en lo visual, le da una importancia totalmente desmesurada a la estética por sobre todas las demás dimensiones. Los seguidores y “me gusta” se convierten en una medida objetiva. Así muchos terminamos viviendo nuestra vida más preocupados por lo que mostrarnos que por lo que disfrutamos. Estamos frente a un paisaje maravilloso y en vez de dejarnos inundar por su grandiosidad estamos viendo de dónde va a salir mejor la selfie”, afirmó el tecnólogo.
Tres síntomas puntuales de que algo anda mal y algunas prácticas saludables
“La cuestión todo el tiempo tiene que ser quién está controlando a quién. ¿Yo controlo al teléfono o él está tomando el control de mi vida?”, se pregunta Bilinkis. Los especialistas resumieron los comportamientos y métricas que podrían remarcar un uso compulsivo de los dispositivos:
- La cantidad de desbloqueos. El promedio de 120 es un número alto y solo “entendible” para aquellas personas que trabajan con sus teléfonos. Hacerlo hasta unas 50 veces por día es un parámetro razonable, distintas aplicaciones pueden medirlo para comprobarlo. Checky es una de las más difundidas.
-La cantidad de tiempo de uso. Superar las tres horas diarias indicaría el comienzo de los excesos.
-La no variedad. Pasar las horas frente a las pantallas en solo una o dos aplicaciones es un indicador negativo.
En contrapartida, hacen hincapié en prácticas más saludables, principalmente en cuarentena, cuando el uso de aparatos es (necesariamente) más prolongado:
-Desactivar las notificaciones, con el fin de utilizar y desbloquear el dispositivo cuando el usuario tome la decisión de hacerlo.
-Incorporar un límite de tiempo máximo al uso de cada aplicación para concientizar la práctica y acotar la posibilidad de consumir los contenidos, hoy ilimitados. Evitar maratones. Es posible medir la cantidad de horas frecuentadas en cada app desde los sistemas operativos de iOS y Android.
-Definir horarios de utilización para cada tarea, ya sea en el juego para los chicos o cuando los adultos deciden chequear correos electrónicos laborales. “Con la cuarentena es muy difícil establecer mallas de contención que permitan diferenciar. Esto genera un enorme agotamiento y distrés, estrés negativo, por una demanda permanente”, describió Catelli.
-Tener espacios libres de celulares.
-”No todas las acciones que realizamos con las pantallas son iguales. En cuarentena las tecnologías son un aliado, pero hay que variar”, resaltó Jurkowski. Propone implementar una agenda variada con las pantallas para no solo pasar tiempo consumiendo, de forma pasiva, sino también participando activamente, por ejemplo, en una clase de gimnasia online.
-Establecer una dieta digital. “Cuando supimos que la fast food (comida rápida) era poco saludable, reemplazamos el termino por trash food (comida chatarra o basura). Pero no dejamos de comerla. Sabemos que nuestra alimentación no puede estar basada en ellas, por eso lo hacemos cada tanto. Internet está lleno de contenido chatarra. Podemos darnos el gusto, pero no siempre alimenta la mente. Hay que sumarle a nuestra cabeza fuentes variadas”, explicita, metáfora mediante, Bilinkis.
SEGUÍ LEYENDO: