Por Sergio Federovisky
En la década del veinte se vivió en Estados Unidos una gran crisis financiera que llevó a la sociedad a una etapa de gran depresión económica provocando miseria en la mayoría de las familias estadounidenses. En ese momento nace el concepto de obsolescencia programada, que consistió en ponerle fecha de caducidad a productos que tenían una vida útil casi infinita, como idea para la recuperación económica. La estrategia fue diseñada por Bernard London, un agente inmobiliario, con el propósito de incrementar las ventas.
El primer producto víctima de ese modelo fue la lamparita eléctrica. Todo salió a la luz en 1972, cuando se encontró en una estación de bomberos en Livermore, California, una bombilla eléctrica que databa de principio de siglo XX y que luego de setenta años seguía funcionando a la perfección. ¿Cómo podía ser que el dispositivo inventado por Thomas Alva Edison durase tanto tiempo si en las etiquetas de venta la durabilidad era de tan solo mil horas? Finalmente se evidenció la existencia de un grupo de empresas fabricantes de lámparas eléctricas, conocido como “Cartel Phoebus”, que en 1924 para vender más obligaron a los productores a que reduzcan la vida útil de las lamparitas de dos mil quinientas horas a solo mil.

Lo mismo ocurrió con la mayoría de los electrodomésticos: lavarropas, licuadoras, heladeras y televisores, que a principio del siglo XX duraban entre quince y veinte años, pero con la obsolescencia planificada su funcionamiento disminuyó a una cuarta parte. Otro tanto con las impresoras y los teléfonos celulares. En el caso de las primeras la caducidad está en el software. Al llegar a un determinado número de impresiones deja de imprimir y arreglarla resulta tanto o más costoso que comprar un nueva. En el caso de los teléfonos celulares o las computadoras personales se combinan inconvenientes tanto en el hardware como en el software. Las baterías se agotan y en algunos casos resulta imposible cambiarlas, pero además un día ya no podes bajarte la última aplicación de whatsapp.
El impacto ambiental de este modelo económico es la gran cantidad de basura electrónica que se genera con el constante recambio ya sea por la obsolescencia o por la publicidad que seduce permanentemente a los consumidores a comprar algo más nuevo antes de necesitarlo. Según un informe de Naciones Unidas (ONU), en 2018 se desecharon 48,5 millones de toneladas de basura electrónica y se estima que para 2050 serían alrededor de 120 millones de toneladas. Solo el 20% de este residuo se recicla en el mundo.

Por otro lado, para sostener la maquinaria de fabricación de estos productos se extraen miles de toneladas de recursos no renovables, como metales y minerales. Para tener una idea hasta sesenta elementos de la tabla periódica pueden ser encontrados en un teléfono inteligente.
Para sacarle provecho a esos tesoros enterrados a lo largo y ancho del planeta, poder recuperarlos, reciclarlos y reutilizarlos como materias primas secundarias para nuevos productos, se debería avanzar hacia una economía circular de electrónicos. Un sistema en el que todos los materiales y los componentes mantengan su valor haciendo que los residuos desaparezcan.
Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), con una economía circular, los desechos eléctricos y electrónicos adecuadamente gestionados, podría generar empleo, proporcionar acceso a la tecnología, propiciar la transferencia de conocimientos y competencias, y crear capital para fabricar productos básicos de segunda mano con insumos recuperados.
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