Por Sergio Federovisky
El concepto “Huella de Carbono” nació en Europa, en movimientos ambientalistas británicos, que cuestionaban el consumo de alimentos producidos lejos de los sitios de compra y venta, y respaldando aquellas mercaderías de origen local que no incluían las emisiones de dióxido de carbono correspondientes al transporte. A mayor proximidad entre la producción y la venta, menor es la marca de carbono.
La huella ecológica de un alimento es la cantidad total de gases de efecto invernadero que emite a lo largo de todo su ciclo de vida. “De la cuna a la tumba” se suele decir: desde que se extrae la materia prima de la naturaleza, teniendo en cuenta la cantidad de superficie y nutrientes de suelo y el agua asociada que utiliza, más todos los eslabones de la cadena hasta llegar al consumidor. Si se tienen en cuenta todos los pasos incluyendo el procesamiento, el empaquetado, el transporte y los desechos, los sistemas alimentarios representan aproximadamente entre el 43% y el 57% de las emisiones de gases de efecto invernadero en todo el mundo. Y en consumo total de energía alrededor del 30% mundial.
Si nos limitamos a considerar solo aquellos productos derivados de la ganadería intensiva, según datos aportados por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la producción ganadera es responsable del 18 % de las emisiones de gases de efecto invernadero en el mundo (sin contar las emisiones por la deforestación). Su contribución al cambio climático es mayor que la del sector transporte. Estos impactos serán aún mayores en el futuro ya que se prevé que la producción de carne se duplique de 229 millones de toneladas a 465 millones de toneladas en 2050.
En el último informe “El cambio climático y la tierra”, presentado en el mes de agosto en Ginebra, Suiza, por el Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC), Debra Roberts, co-presidenta del Grupo de Trabajo II, explicó que las dietas equilibradas basadas en alimentos de origen vegetal, como cereales secundarios, legumbres, frutas y verduras, y en alimentos de origen animal producidos en sistemas que generan pocas emisiones de gases de efecto invernadero presentan mayores oportunidades de adaptación al cambio climático y de limitación de sus efectos.
En los últimos años muchos consumidores con una actitud ambientalmente responsable adoptaron dietas veganas, vegetarianas o flexitarianas (que no renuncia a la carne sino que reduce su frecuencia de consumo). Pero las acciones individuales no alcanzan.
Se necesita de una transformación del sistema alimentario mundial hacia dietas sostenibles, equilibradas y saludables. Menos alimentos procesados, y más productos tradicionales que deben contar con certificaciones, que mediante un etiquetado aprobado por las entidades públicas correspondientes, expliquen su trazabilidad medioambiental. Es decir que hayan sido producidos de forma responsable, evitando la sobre explotación de los recursos y la destrucción del hábitat con el fin de disminuir el impacto negativo sobre el planeta. Esto podría significar en una reducción de hasta un 40% de los gases de efecto invernadero. Un objetivo alcanzable y realista.
Elegir productos locales, de temporada, de producción agroecológica que no utilicen pesticidas ni fertilizantes y sin envases. Ese sería el combo ideal para comer en tu próximo almuerzo.
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