Por Gonzalo Erize*
Todo comenzó en un pueblo llamado Pho Kham, al norte de Laos. Era un lugar mágico, rodeado de montañas, árboles y casas hechas de bambú. Un pueblo con gente que te recibe en su casa y te invita a pasar a tomar un té o a comer junto a su familia sin importar quién sos, ni de dónde venís. Con una amabilidad y una alegría que no se ven en otro lugar. Donde el lujo no existe y su gente vive con lo mínimo necesario, pero donde su felicidad es extrema.
Llegué a Pho Kham luego de cruzar la frontera con Tailandia donde había hecho un curso de Kung Fu. Siempre había soñado practicar ese arte marcial. Fue una experiencia única. Quería seguir viajando y conocer Laos bien desde adentro. Me encontré con un país donde la mano del hombre no había tocado su naturaleza tan radiante. Las junglas alrededor de cada aldea creaban una imagen que se mantenía a lo largo de todo el camino.
Mis ojos empezaron a abrirse a una nueva realidad jamás vista antes. Era como volver a nacer en otro país. Mi pasado, posesiones, tarjetas de crédito, no importaban en Laos. Era más fuerte una sonrisa, o el ser amable, que todo aquello material. Me sentía como en casa. Hubo encuentros con artesanos, tabacaleros, profesores de las escuelita del pueblo y hasta trabajé para sus plantaciones de arroz.
Pero mis ojos de turista se fueron apagando a medida que me adentraba en las realidades de las familias que habitaban Pho Kham. Empecé a mirar todo a mi alrededor con una mirada humanitaria. Había sufrimiento también, sobre todo en niños con graves problemas de salud. Y un buen día mi vida cambió para siempre. Un niño llamado Saun, de 11 años, fue quien me enseñó el nuevo camino de dejar todo por salvar una vida.
Estaba sentado al costado de una cancha de fútbol, con su panza abultada a punto de reventar, en estado alarmante y crítico. Mi viaje de placer se empezó a convertir en una odisea por salvar un niño que no conocía, en un país desconocido y donde los recursos son realmente escasos.
Este niño me enseñó que nada es imposible, que por más adversidad que exista, siempre que uno tenga esperanza y ponga en acción la bondad y la empatía, las cosas se van a poder solucionar. Verlo sano y salvo luego de 90 días arriesgando todo para que Saun pudiera vivir fue el quiebre que me llevó a continuar salvando vidas en otros países. Me había transformado. Mis ojos de turista se habían convertido en ojos humanitarios que veían el sufrir y el pedido de ayuda de niños que se cruzaban en mi camino.
Mi siguiente destino fue Vietnam. Recuerdo que compré en las calles de Bangkok un libro que se titulaba Mamá Tina, la irlandesa que salvo a más de 500.000 niños de la calle. Mi mente no lo entendía, no lo podía razonar. Era el título más atrapante que jamás haya leído. Mamá Tina, como la llaman en su fundación: Christina Noble Childrens Foundation. Había hecho lo imposible luego de la guerra de Vietnam. Dedicó su vida a salvar niños que sufren las peores atrocidades que un ser humano pueda entender. Logró instalar casas a lo largo de todo el país que cuidan y rescatan niños en vulnerabilidad extrema.
Su fundación me recibió con los brazos abiertos y me dio una lección de vida que ninguna universidad o escuela pueden brindar. Estaba viviendo en carne propia lo que era estar al servicio de los que nacen desprotegidos y sin nadie que los auxilie.
Cuidé de niños enfermos, huérfanos, con problemas de salud terminales y abusados. Pero una imagen que me llevó a las lágrimas fue el visitar a huérfanos con macrocefalia, producto del gas naranja arrojado en la guerra de Vietnam. Niños con una cabeza más grande que su cuerpo, llorando de sufrimiento y dolor todo el día. Me di cuenta de lo que las guerras provocan en personas inocentes. Sentí bronca, ganas de que se haga justicia e impotencia. Volvía a mi casa sin entender qué pasaba en el mundo. Me preguntaba por qué los humanos en vez de querernos, nos odiábamos hasta el punto de querer matarnos entre nosotros.
Seguí viaje a Filipinas, por recomendación del director de Comunicaciones de la fundación en Vietnam, quien me comentó que existía una organización llamada Kalipay Negrense Foundation, dedicada a rescatar niños de la trata de personas. La ciudad de Bacolod sería mi casa por los próximos nueve meses. Lo que estaba por vivir nunca me lo hubiese imaginado.
Kaiipay alberga a 200 niños con 200 historias desgarradoras. Recuerdo una muy bien, en la que una niña de 11 años contaba cómo su padre la ataba del techo y abusaba de ella junto a otros malvivientes por varias horas. Ronda se llamaba esta niña filipina. Su vida es calvario todos los días. No podía creer lo que escuchaba. Mis oídos querían cerrarse y quedar sordos de por vida. Era demasiado.
Ronda continuó viviendo como pudo luego de los aberrantes abusos. Decía que quería sacarse la piel, cortársela, porque se sentía asqueda. Muchas veces desde la fundación Ronda fue llevada al hospital con cortes en su cuerpo, producto de sus ganas de borrar las heridas de los abusos recibidos. Su cabeza no lo podía aguantar. Los recuerdos eran más fuertes. En varias ocasiones tuvo que ser internada con medicación para calmar su cabeza.
Decía que quería morir antes que seguir pensando y recordando.
En Kalipay conocí a Anabelle, de cuatro años. Sufría de una malformación en la cabeza. Su cráneo hacia presión contra su cerebro y sus ojos salían hacia afuera producto también de los palos en la cabeza que recibía de sus captores, durante los dos años que estuvo secuestrada. Anabelle se robó mi corazón. Su vida corría peligro y necesitaba de atención médica urgente. Fue de esta manera que hice lo mismo que con Saun. Moví cielo y tierra para encontrar un médico que la pueda tratar y darle a esta pobre niña una segunda oportunidad luego de tanto sufrimiento.
Hoy Anabelle ríe, corre, estudia y cuida de sus hermanos en la fundación, porque está fuera de peligro. Fue realmente un milagro lo que pasó. Cómo una persona que estaba condenada a sufrir, hoy es la más feliz. Para mí es como una hija. Salvarle la vida a alguien hace que sientas por el otro sentimientos indescriptibles y que te llevan a querer seguir en ese camino.
Mi viaje me llevó a cambiar realidades también en Argentina. Luego del aprendizaje recibido en países del Sudeste Asiático, volví a Buenos Aires con la esperanza de volcar todo lo vivido y lograr hacer por los que más necesitan en este país.
Así fue como conocí a Noah Morales, un niño cordobés que se sufre de microcefalia y su médico le había dado una expectativa de meses de vida al nacer. Lo había condenado al olvido, porque la atención que recibía era casi nula. Su madre, Sabrina, lo dejó todo por su hijo y vivió con él en el hospital, en una silla de plástico, durante más de 60 días. Tenían una orden de desalojo de su casa. Pero yo no estaba dispuesto a dejar que este niño no tenga una oportunidad en la vida. Fue por eso que me embarqué junto a Sabrina en una larga odisea, y durante los últimos meses hemos conseguido que ella junto a sus tres hijos puedan vivir dignamente en una casa, con todas las comodidades, que Noah pueda recibir una rehabilitación y los chicos vayan al colegio. El pequeño guerrero, como lo llaman, le ganó a todas las adversidades y hoy está teniendo avances significativos.
Hace un año y medio que volví a la Argentina. Con esfuerzo y dedicación logramos también cambiar la realidad de familias que vivían en la calle. Niños expuestos a los abusos y peligros de vivir y que deben dormir en colchones rotos, que no tienen qué comer y mendigan por un plato de comida, hoy van al colegio, estudian y sobre todo tienen un techo donde poder albergarse.
Sus vidas cambiaron. Sus caras son otras. Tal es el caso de los Duarte y los Avallone. Familias condenadas al olvido y a la miseria, que hoy pueden contar otra historia. Una historia con un futuro próspero y con gente al costado que los va a estar apoyando en cada paso que den.
*Gonzalo Erize creó una organización llamada Saun, que se dedica a atender casos de niños que viven en extrema vulnerabilidad, sufren de graves problemas de salud o la falta de techo.
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