Por Gonzalo Erize*
Anabelle es una niña de 5 años que nació en Bacólod, una ciudad costera de Filipinas, a la que se conoce como "La Ciudad de las Sonrisas". Pero en su vida, como en la de su familia, esta expresión de alegría, de dicha, no era algo común.
Hija de un tercer matrimonio, la niña nunca llegó a conocer a su padre, quien está en prisión aun antes de su nacimiento por venta ilegal de drogas. La vida en su hogar no es sencilla, comparte una pequeña habitación junto a seis hermanos, donde no tienen acceso a los servicios básicos, como el agua potable o el gas.
A los dos años, la ya dura infancia de Anabelle tuvo un giro aún más trágico, cuando su madre la vendió por 100 dólares a un grupo de traficantes. Fue obligada a pedir en las calles para solventar al "sindicato" que la tenía cautiva, que la explotaba como a una esclava. En aquellos días, la despertaban por la mañana muy temprano, le pegaban con palos en la cabeza para que llore. Luego, la llevaban a alguna esquina populosa, para que sus ojos hinchados en lágrimas conmoviesen aún más a los transeúntes. La fórmula de los criminales estaba probada por años de explotación infantil, mientras más lástima generaba en la gente, mayor era el dinero que podían recaudar.
Los criminales tomaron ventaja de su aspecto. La niña sufría del Síndrome de Crouzon, una rara enfermedad genética también llamada disostosis craneofacial congénita, que se caracteriza por malformaciones del cráneo -lo que limitaba el desarrollo del cerebro- y de la cara. Además, debido a la presión que ejercía el cerebro, sus ojos salían para afuera y no se cerraban siquiera al momento de dormir. Su existencia, inocente, joven, era un martirio tanto en el exterior, como en su interior, ya que sufría de manera permanente dolores de cabeza y de ojos.
Estas características físicas hacían de Anabelle una de las preferidas del sindicato criminal que se aprovechaba de ella. Siempre estaba acompañada por una mujer que hacía las veces de "madre" para el engaño, una mujer que la cargaba en sus brazos y que también vivía su propio infierno: había sido quemada varias veces por los mismos malvivientes para que generase empatía con mayor rapidez en la gente. La pareja, madre e hija del horror, reunían grandes montos de dinero.
Localizarlas no era sencilla. Los traficantes las movían de una ciudad a otra de manera constante, siquiera repetían las mismas calles cuando regresaban a algún lugar en el que ya habían estado. Todo para impedir que la policía pudiese seguirles el rastro, todo para que siguiesen generando dinero.
Anabelle fue rescatada en el año 2016 por la Kalipay Negrense Foundation, una organización que alberga a más de 200 niños rescatados de las mafias. Era la salvación dentro un infierno que parecía extenderse cada vez más y que cada día arrebataba un poco más de sus sueños, de sus deseos, de sus ganas de vivir.
Anna Balcells, su fundadora, es una mujer de aspecto erguido, palabras claras y una actitud decidida. En Filipinas es muy respetada por su extraordinaria labor solidaria. Se enfrenta a los peligros más grandes que alguien pueda imaginarse con tal de salvar la vida de uno de "sus niños", como ella los llama. Cada vez que se produce un rescate, ella está allí, para proteger a la criatura con sus propias manos, para arroparlos contra su cuerpo y que sientan, luego de mucho tiempo, el amor de otra persona.
Este mismo año me encontraba trabajando en la fundación. Anna me pidió una reunión, y debido a mi historia con Saun en Laos, me encomendó la vida de Annabelle. "La vida de esta niña corre un grave peligro y el tiempo se le acaba", recuerdo que me dijo con un tono triste, pero que guardaba un espacio para la esperanza.
Las personas encargadas de su cuidado me contaban que se despertaba durante las noches, a los gritos por las pesadillas de su pasado. Pero yo estaba ahí otra vez, listo para darle a Anabelle la oportunidad de una vida mejor, en la que pudiese jugar sin dolores y vivir dignamente. Porque ella es una niña alegre, que se ríe, te abraza y te habla con una ternura que es imposible no querer ayudarla. A pesar de haber atravesado un infierno, nada pudo destruir su esencia.
Cuando la vi por primera vez sentí una profunda conexión con ella y su historia. La decisión de ayudarla ya era un hecho. Había que actuar. La niña necesitaba ayuda. El primer paso fue volar hasta la capital, Manila, para realizar los estudios correspondientes. Fueron días de pediatras, odontólogos y neurólogos: la respuesta era unánime, había que operar urgente.
Pero antes, Anabelle debía llevar adelante un tratamiento dental, ya que su dentadura se encontraba completamente infectada y, además, tenía que subir 3 kilos de peso para afrontar el quirófano. Me mantuve a su lado durante todo el proceso. Lo único que quería era regalarle a aquella niña a la cual le habían robado su felicidad la posibilidad de reír otra vez.
Fue un proceso complicado, una situación muy delicada, en la que el paso del tiempo era una amenaza constante. Pero nuevamente todo el esfuerzo valió la pena. Anabelle salió con éxito de la cirugía craneal, dando lugar a que el cerebro pueda crecer. Se curó completamente y hoy conoce el significado de disfrutar, de divertirse. De vivir.
Corre, juega y comenzó el colegio. Además, ayuda en todos los quehaceres de la fundación, no sufre más de dolores y, por primera vez, comprende lo que significa pensar a futuro. Parece un detalle pequeño, pero el solo hecho de hacer la tarea para el otro día, una actividad común para la mayoría de los niños, la motiva, le ilumina los ojos.
La historia de Anabelle puede parecer excepcional, pero no lo es. Cientos de miles, sino millones de niños en el mundo son explotados, abusados y entienden la vida como una cárcel en sí misma. Ella tuvo una segunda oportunidad y todavía nos seguimos preguntando qué es lo que podemos hacer. Ya es momento de pasar a la acción. Hay muchas personas esperándonos. Hay muchas personas que quieren volver a reír.
*Gonzalo Erize es un joven argentino que se dedica a recorrer el mundo rescatando personas que están en una situación de extrema vulnerabilidad. Armó una red de personas solidarias con la misma pasión y sensibilidad que él y fundó la organización Saun Life.
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