Una colección de libros, un anillo barato y dos caballitos me salvaron de 60 días de mishiadura

La peripecia de un estudiante de periodismo en la huelga bancaria más larga de la historia patria, que terminó en la Escuela de Mecánica de la Armada, pero cuando allí no se torturaba ni se asesinaba. Una historia que gracias a la intervención de un misterioso personaje de Buenos Aires no acabó en penurias

Las medidas de fuerza del sindicato bancario entre 1958 y 1959 son las más largas en la historia del gremio

Lo vi, de lejos, a las cuatro de una madrugada gélida, en la más larga y desangelada de las estaciones del Mitre: Beccar. Solos en ese páramo, no había misterio: los dos esperábamos el primer tren de la mañana. Vestía breeches, botas y tenía una fusta en la mano derecha. Jockey, claro. Y volví a enredarme en mi problema. En mi huelga. Nada heroica, aunque no le faltaron módicas dosis de coraje.

Abandonada la idea de ser abogado, a mis 17 años, flamante bachiller y seducido por la palabra periodismo, tuve, como cualquier hijo de vecino -familia: clase media baja-, que trotar la ciudad en busca de trabajo. Pasé el verano del 57 llenando fichas en una sastrería de medida, Charcas y Rodríguez Peña, a la que cada mañana llegaba desde Núñez en el tranvía 31. Sólo un calvario recuerdo. Por ausencia del repartidor, a media tarde de un récord de calor aún no batido -43 a la sombra, en tiempos en que no se medía la sensación térmica- me encomendaron entregar veinte grises uniformes para la empresa Shell, en la Diagonal Norte. Y a pie: imposible subir a vehículo alguno. A las diez cuadras, la barra de madera de la que pendían las prendas, sobre mi hombro izquierdo, me hizo evocar el drama de los galeotes. Pero llegué, y recibí dos pesos de propina: lujo para el taxi de vuelta.

El gobierno de Arturo Frondizi mantuvo una postura de máxima dureza durante el conflicto gremial

Llegado el otoño y ya estudiando periodismo en una castigada casona de Córdoba y Maipú, cerca del bar Moderno, sede de bohemios sin casa, alumnos crónicos y un denso telón de humo de cigarrillos, un vecino me presentó como aspirante a empleado bancario: por entonces, un envidiable puesto y con futuro, como me dijo -me mintió- un obeso jefe de Personal. Rendí el examen (letras y números), entré, y me asignaron a la oficina de Asuntos Legales: castigo por no atreverme a la Facultad de Derecho.

No estuvo mal. Horario: de doce menos cuarto a siete y cuarto, y media hora para almorzar en un comedero cercano y poco oneroso. Pero de pronto, aquella rutina, iluminada después de ocho a once de la noche por la escuela de periodismo, estalló la huelga. No cualquiera: la más larga de la historia del gremio. Sesenta y dos días sin ver un peso. Y para colmo, perseguido, porque como noble joven idealista, acepté el cargo de delegado del tercer piso. No era el trampolín que me llevaría a ser un líder sindical gordo y millonario, pero valía por lo que valía… Aprendí, inflamado, a alentar a los más remisos o más necesitados: "¡No abandonemos la lucha!".

Cada tanto grito para mis adentros: “¡Gambeto solo nomás! ¡Bonete viejo y peludo!”. Como una oración.

Gobernaba Arturo Frondizi, los bancos seguían cerrados, y la escasez empezó a talonearme. Me lancé al rebusque. Un aviso pedía comparsas para la temporada de Aída en el Colón, y me anoté. De buena presencia, logré eludir los roles de la gleba. Ni pueblo ni esclavo: portantino. Treinta pesos por ensayo, cincuenta por función, vestido de dudoso egipcio, y con una larga vara rematada por un león alado. Y lo mejor: entrar al Colón por primera vez, y verlo desde el mismo escenario en el que cantó Caruso. Pero después de cinco funciones, la historia terminó, y volví a la puta calle con los bolsillos vacíos. Eso, hasta la Noche de Epifanía.

Aquella alta noche de invierno en la estación Beccar. Recalé allí por amor: acompañé hasta las Lomas de San Isidro a mi novia; fumando, esperé el tren, y descubrí al hombrecito de la fusta. Que, lentamente, se me acercó. Me saludó, me pidió fuego, y elogió el anillo de mi anular: dorado y con una falsa piedra azul, regalo de otra novia. "Se lo compro", me dijo. Me negué: "No puedo, es un recuerdo". Me preguntó quién era y qué hacía a esa hora en la estación. Fui breve: "Alfredo, empleado bancario, estudiante, y en la lona: más de dos meses de huelga".

Gambeto pagó más de catorce pesos y Bonete, más de once pesos por boleto (Juan R.J.)

Se golpeó la pierna derecha con la fusta, y habló: "Mirá, pibe, yo te voy a sacar del apuro, pero si ganás, tenés que venderme el anillo. El sábado, en la sexta de Palermo, jugale a Gambeto, y el domingo, en la cuarta de San Isidro, a Bonete. Meteles toda la plata que puedas conseguir, y después no jugués más". Llegó el primer tren de la mañana, y le regalé el anillo: el gesto, aunque Gambeto y Bonete llegaran revoleando la cola, lo merecía.

Al otro día, víspera de sábado, empecé a sacar plata de las piedras. Vendí, con dolor, mi colección completa de novelas policiales de la colección Rastros, cuyo primer número se llamaba El enigma del caracol, y que entregarlo me partió el corazón. Le pedí unos pesos prestados al carnicero y al kiosquero de mi barrio. Jugué de afuera, en una agencia. Y sin grandes esperanzas, como la novela de Dickens.

Gambeto ganó por varios cuerpos y pagó más de catorce pesos, y Bonete hizo bien su trabajo: primero, once y pico por boleto. Me sentí Midas. No pude recobrar mi colección, pero pagué las deudas y quedé con resto. Una semana después, Frondizi movilizó al gremio bancario con el ejército y la armada. Delegado, caí preso en la Escuela de Mecánica, muchos años antes de su atroz destino. Pasé dos días en un galpón, con un solo baño y una sola canilla para decenas de huelguistas. Pero acariciando los pesos que me dejaron esos caballitos, como si conocieran mi penuria.

A veces me pregunto qué destino los esperó en el retiro, y qué palmo de tierra guarda sus huesos. Y aunque no sé de la fusta chaquetilla ni color, como reza el tango, cada tanto grito para mis adentros: "¡Gambeto solo nomás! ¡Bonete viejo y peludo!". Como una oración.

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