Ricardo Piglia murió hace apenas nueve días, el 6 de enero, noche de Reyes, después de una larga lucha de victoria imposible contra la Esclerosis Lateral Amiotrófica (una enfermedad conocida como ELA). El mismo mal que abatió a otro gran talento: Roberto Fontanarrosa. Tenía 76 años. Deja una obra literaria brillante con títulos ya clásicos: "Respiración artificial", "La ciudad ausente", "Corazón iluminado", "Formas breves".
A lo largo de su vida no sólo de escritor sino de gran profesor de literatura (dictó clases en la prestigiosa Princeton University y en universidades argentinas), ganó el premio Rómulo Gallegos, la Beca Guggenheim en Humanidades, América latina y Caribe, y hasta el premio Internacional Neustadt de Literatura.
Como homenaje, Infobae publica el primer reportaje que concedió, al día siguiente de ganar el Premio Planeta por su novela "Plata quemada", en septiembre de 1997. Su entrevistador, Alfredo Serra, lo recuerda como "un apasionado que no tenía otro destino que la literatura, y la honró en cada libro, en cada clase, en cada uno de sus alumnos". Un nuevo capítulo de la serie de escritores que le hablaron al grabador del periodista. Después de Eco y Rivera, el turno de Piglia.
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Buenos Aires, 1997
"Nunca llegues a parar / ande veas perros flacos", del Martín Fierro, José Hernández (1872)
El verso le llegó, seguro, cuando era chico y su padre le leía un vasto poema en la casa de Adrogué. Pero, temerario, desoyó al maligno Viejo Vizcacha y eligió un luminoso rincón de perros flacos: la literatura.
No se equivocó tanto: más o menos medio siglo después, en la noche del cuarto día de septiembre de 1997, forrado su poco más de metro sesenta en negro riguroso, se llevó al bolsillo los 40 mil dólares del Premio Planeta. Él, Ricardo Emilio Piglia Renzi, escritor, 56, al que le digo que…
-Cuando alguien gana un premio gordo, lo convierten en vaca sagrada, lo pasean como toro campeón y le amolan la paciencia con preguntas tipo "¿Cuál es el signo de su literatura?". Eso acaba de pasarle, Piglia. ¿Cómo se siente?
-No hay que tomarse demasiado en serio. Un escritor aprende pronto la diferencia entre su mundo privado, secreto -la literatura- y el público. En todo caso, los premios sirven para que se hable de literatura.
-Sobre todo en tiempos en que se le llama literatura a cualquier cosa apretada entre una tapa y una contratapa…
-Es cierto. Pero siento que las cosas decantan. Esos movimientos fugaces pasarán. Pero persistirá la tradición tejida por Sarmiento, Arlt, Borges, Macedonio Fernández.
-Dicen que en las situaciones límite (peligro de muerte, por ejemplo) se recuerda la vida entera. ¿Qué recordó esa noche al oír su nombre y subir al escenario?
-A mi padre leyendo. Creo que lo que hacen los padres importa más que lo que dicen. Y mi padre siempre leía.
-Un padre ferroviario, peronista, que murió de cáncer en 1990, y que le leía obstinadamente el Martín Fierro, ¿no?
-Sí, sí. Se hizo peronista en el 45, el mismo 17 de octubre, acaso ante la convicción de que surgía algo nuevo. Pero el peronismo apareció en mi vida recién en el 55, a mis 14 años. Tras la caída de Perón, mi padre, como tantos, tuvo problemas, nos fuimos de Adrogué y nos instalamos en Mar del Plata. Una especie de miniexilio del que recuerdo reuniones en la cocina de hombres -pacíficos todos- que se preguntaban qué hacer.
-¿Qué pasó entre usted y el peronismo?
-La política no fue para mí un elemento de posición personal. Pero la mudanza a Mar del Plata (llamarla "exilio" me parece exagerado) me sacó de la calle y de la infancia: el potrero, el billar, los vagos de la esquina…
-¿Quiénes ocuparon la escena?
-Ratliff (un norteamericano, escritor fracasado pero muy bueno), poetas, bohemios, estudiantes crónicos, gente de cine club… Una fauna que se reunía en el bar del restaurante "Ambos Mundos" (¡abierto toda la noche!) y entre la que empecé a construirme otro perfil.
-Todo un escritor suele tener un libro-iluminación, un botón de arranque. ¿Cuál fue el suyo?
-Papá amaba el Martín Fierro y me lo leía continuamente: ése fue el punto de partida. Después, los cuentos de Hemingway. Pero nada fue tan fuerte como Faulkner.
-¿Qué es Plata Quemada, su novela Premio Planeta?
-En el ´65, mientras escribía La Invasión (mi primer libro), una banda robó en San Fernando 700 mil dólares de un camión de caudales, huyó a Montevideo, mató a un vigilante que la descubrió, perdió sus contactos, quedó aislada en un departamento, y durante tres días resistió hasta morir. Pero antes quemaron 500 mil dólares…
-El género Non Fiction empezó a apretarle el cuello…
-Sí. Pensé en Truman Capote y su A sangre fría. Estaba frente a un incidente policial mínimo, pero esos hombres atrapados en una ratonera, su resistencia loca y la quema de esa fortuna era tragedia, épica, ceremonia metafórica. Un material riquísimo. Empecé a escribir, pero en el 67 abandoné el proyecto, quizá porque estaba demasiado cerca de los hechos y no conseguía resolver algunos problemas. Sobre todo, qué sacrificar.
-Año 67. Pasaron tres décadas. Ese tiempo es una novela dentro de la novela.
-Con mucho de azaroso: mandé el material a la casa de mi hermano, en Mar del Plata, pasó años guardado en una caja, corrió el riesgo de perderse, pero lo recuperé, y ya con la distancia necesaria volví a emprender el relato.
-¿Cómo trabaja, Piglia?
-Soy metódico. Me levanto muy temprano y escribo sin parar hasta las dos de la tarde.
-¿Corrige mucho?
-En lugar de corregir sobre la marcha hago varias versiones completas del libro hasta encontrar el tono. Soy lentísimo.
-¿Herramienta?
-Empecé con una Lettera 22 que me regaló mi padre en el 59, pero desde el 90 escribo en una computadora.
-¿Fetiches, cábalas?
-No. Sólo levantarme temprano, arremeter, y ceñirme al horario de trabajo. Como dijo el marqués de Sade, "hay que poner un poco de orden en nuestras pasiones".
-¿Después?
-Amigos, cenar afuera, ir al cine dos o tres veces por semana, ver a Boca Juniors…
-Nadie escapa de la tragedia, Piglia.
-Sin duda. Mi padre me llevaba a la cancha. Con el fútbol pasa eso: uno empieza yendo con el padre, y sigue.
-¿Madre?
-Ira Renzi. Tiene 82 años. Vive en Mar del Plata. Un personaje lleno de luz, optimista, fuerte, que sostuvo mucho a mi padre en situaciones difíciles. Si uno está preso, ella dice: "Bueno, nos vamos a escapar por aquí". Jamás se deja abatir.
-Defina a sus dioses: ¿Arlt?
-Hace pensar que es posible escribir.
-Borges.
-Un gigante. Pero hace pensar lo contrario: que escribir es una cosa muy complicada.
-Faulkner.
-Otro gigante. Y un modelo de ética. No tenía plata para comprar las estampillas y mandar sus trabajos, pero seguía escribiendo, contra todo.
-¿Una gran felicidad?
-Vivir de la palabra. Escribo novelas, cuentos, guiones de cine, doy clases de literatura, y nunca tuve que hacer otra cosa ni caer en concesiones.
-¿Cómo juzga a Sábato?
-Soy menos crítico que mis compañeros de generación. Su obra me parece mucho más interesante de lo que suele pensarse. Pero rechazo su actitud pública: me parece demagógica.
-¿Cómo juzga a Bioy Casares?
-Me gusta muchísimo lo que hoy, a él, le gusta menos: "La invención de Morel", "Plan de evasión", "La trama celeste", "El sueño de los héroes". Después renegó de lo más intenso, adoptó una postura optimista, elogió los libros fáciles y divertidos, se dirigió al hombre promedio.
-¿Dónde vive, Piglia?
-En Palermo: Malabia y Gorriti.
-Adrogué en la infancia, Palermo después. Lo persigue el fantasma de Borges.
-Es que Borges es una referencia absoluta. Tanto para acercarse a él como para escapar de él. Tanto para amarlo como para recordar sus pequeñas miserias, aquellas frases llenas de maldad que preparaba en sus noches de insomnio: parecían elogios, y eran sepulturas.
-¿Un escritor de su generación?
-Juan José Saer. Lo admiro muchísimo. Siempre espero un libro de él, que es la mejor manera de expresar devoción. Es un ejemplo y un maestro.
-Al fin, la pregunta inevitable: ¿qué hará con la plata?
-Comprar tiempo. Esos 40 mil dólares me dan un año de tranquilidad para escribir. Claro que hay acreedores que empezarán a llamarme por teléfono. Eso sí: creo que hasta voy a poder arreglar el techo de mi casa.
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