Tatiana Freire Sosa tiene 20 años y es estudiante de periodismo de la Universidad Católica Argentina (UCA). Pasó su vida peleando contra la obesidad. Luego de mucha angustia, humillaciones, rechazos e insultos, tomó la decisión de cambiar su vida. Hoy siente que renació. Este es su valiente y conmovedor testimonio:
"Los kilos me pesan, no tanto como las miradas". Esa frase describía mi situación de una manera dolorosamente acertada. Ciento veinticuatro kilos, 1,72 de estatura y jóvenes 18 años, daban como resultado un cuadro de obesidad mórbida nivel II, empeorado por una condición de insulinorresistencia e hipotiroidismo. Basándome en esto, y en mis rodillas doloridas y pies destruidos, esos kilos eran muchos, demasiados y el peso de la sociedad y las opiniones era aún peor: multiplicaba los 124 kilos por 124 más.
Suele existir la presunción de que quienes entran en la categoría de "sobrepeso", "obesos" o "gordos" son capaces de resolver la enfermedad por medio de una dieta balanceada y media hora de ejercicio semanal. Pero existen diversos factores que afectan a la salud de un individuo desde la genética hasta el contexto sociocultural en donde vive. Muchas veces con la solución tradicional (la ecuación ensalada+caminata) no alcanza. Ni siquiera con el complemento extra de píldoras pseudo milagrosas o dietas de baja ingesta calórica.
¿Cuántas veces se rieron de alguien a quien las piernas le chocaban al caminar (…) De quien se agitaba si tenía que trotar hasta la parada de colectivo?
"¡Gorda!", me gritaban en la calle. Un adjetivo calificativo que aumentaba el peso de mis kilos y de mi alma. Gorda. Vaca. Tanque australiano. Ballenato… Algunos más originales, otros más recurrentes. Los escuché una, dos, mil veces y siempre dolían. ¿Cuántas veces se rieron de alguien a quien las piernas le chocaban al caminar? ¿De quien se agitaba si tenía que trotar hasta la parada de colectivo? Parecía que mi propia existencia irritaba a mis agresores. No existía lugar de paz: la calle, el boliche, la universidad, un local de ropa… Todo eran campos de guerra donde las miradas y los comentarios eran verdaderas batallas. Y el único respiro lo encontraba en mi trinchera: una heladera llena de calorías. Bien llena.
Desde los 6 meses presenté un cuadro de sobrepeso. "Huesos grandes", decían mis abuelas, mientras me cambiaban el agua de la mamadera por gaseosa. Mis padres, fieles soldados en mi batalla contra esta enfermedad, me llevaron a todos los nutricionistas de la cartilla médica con la esperanza de un cambio. Más allá de su lucha, al final de la contienda se encontraron con un enemigo inesperado: yo.
Los rollos
Primer grado. El guardapolvo blanco inmaculado y la mochila de las Chicas Superpoderosas. Así llegué a la escuela aquel día. Poco sabía que además de lengua y matemática, iba a conocer los límites de la crueldad. Con mi peinado bien tirante, la mochila cargada de útiles, ilusiones y sueños empecé mi camino por la primaria. Fue así que comprendí que un tropiezo puede ser caída: a la hora del recreo la maestra nos daba permiso para sacarnos los guardapolvos y correr libremente. Tenía puesta una remerita verde y azul, por donde asomaba mi abdomen infantil. En el medio del juego de la mancha una profesora me frenó apartándome de la diversión y me retó por usar una remera corta, dijo que se me veían "los rollos". Me agarró la remera y de manera violenta la estiró para que cubriera todo mi torso. Naturalmente, la tela no alcanzó. Nunca más volví a usarla. Tenía 5 años.
Mi peso me privó de experimentar la ilusión del amor adolescente. Nunca me buscaron en la puerta del colegio ni me dieron besos a escondidas
Con el tiempo mi cuadro fue empeorando, sumándose a ser insulinorresistente e hipotiroidea. Muchas veces traté de bajar de peso y poder sentirme finalmente normal. Pero no controlaba a la enfermedad sino que ella me controlaba a mí. Una psicóloga especialista en adicciones considera que existe un puente entre ser adicto a una sustancia y la obesidad. En esa pasarela, firmes como un centinela, están el abuso, la dependencia y la abstinencia. Aquel impulso irresistible de comer, de llenar la boca y la mente con calorías. Esa dificultad para distinguir y expresar los sentimientos, la impulsividad con la que se actúa sin reflexionar, sin pensar en las consecuencias y la compulsión hacia la droga de elección (sea éxtasis o una hamburguesa) son uno de los tantos convergentes. Yo era una adicta. Adicta a esconder mis emociones. Adicta a tapar todo con comida.
Afuera de la vida
Un recuerdo: una de las primeras veces que me enamoré, o por lo menos eso creí, y que pensé que podría llegar a ser recíproco. Pero tuve la mala fortuna de encontrar un mensaje que él había enviado y en el que sentenciaba: "Si solo fuera por la personalidad, todos querrían salir con Tati…". Quizás fue una frase sacada de contexto o no supe interpretar el mensaje, pero, 60 kilos después, lo sigo recordando con particular exactitud. Una vez más las limitaciones externas me privaron de vivir lo que todos podían experimentar: la ilusión del amor adolescente. Nunca tuve el privilegio de que me buscaran en la puerta del colegio o el de darme besos a escondidas. Una vez más, quedaba afuera de la vida, siempre como espectadora y nunca la protagonista.
Y un día me cansé. Me miré al espejo y —a diferencia de las veces anteriores, en las que sólo veía mi cárcel terrenal— pude observar más allá. Llegué a la conclusión de que ese día iba a ser el último en el que sintiera pena de mí. Iba a tomar cartas en el asunto.
La salvadora
No creo en las casualidades y no voy a catalogar a ésta como una. Eran las 7 de un día de junio, de esos que uno quisiera quedarse acostado con muchas frazadas mirando llover por la ventana, pero estaba esperando un remís y la demora superaba los 30 minutos. Con mis rodillas cansadas —como era usual— decidí esperar sentada. A mi derecha, otra mujer hacía lo mismo. Acostumbrada a las miradas "de arriba a abajo" pude ver que no paraba de observarme: desde mis botas talle 39, pasando por mi pantalón talle 56 hasta llegar a mi pelo oscuro y despeinado como siempre. Traté de no encontrarme con sus ojos, pero resultó inútil cuando exclamó: "Yo antes era como vos". La miré con resentimiento, sin entender que sus palabras venían desde un lugar poco conocido por mí. "También tenía sobrepeso, pero pude cambiar", insistió. Sin entender a qué quería llegar, le ofrecí un tímido "¿Ah, sí?", invitándola a seguir mientras decidía si debía darle lugar o si debía agregarla a la lista de personas que se burlaban de mi peso. Le di una oportunidad y hasta hoy agradezco habérmela cruzado.
Su nombre era Belén. Rondaba los 30 años y había sufrido de sobrepeso, hasta hacía un par de años. Contó que había sido intervenida quirúrgicamente con un bypass gástrico. El término me era lejanamente familiar. Narró su cuadro clínico inicial y todo lo que había avanzado… No podía creer que ese encuentro hubiese sido tan oportuno. La profecía de mi salvadora fue el impulso que necesitaba para poder darle fin a mi desdicha.
El procedimiento de un bypass gástrico consiste en disminuir y restringir la absorción de los alimentos y permite una saciedad precoz porque reducen el tamaño del estómago, dejando solo una parte (como un pulgar), y el duodeno. Lo que queda del estómago se conecta en la mitad del intestino delgado y los alimentos no atraviesan la parte restante del estómago o del duodeno. Así, se reduce la cantidad de alimentos ingeridos y el hambre es saciada más rápido; además disminuye la producción de insulina. En otras palabras: te cortan todo y arman un nuevo rompecabezas para que, en vez de combo de comida rápida, solo quepa una papa frita.
Renacida
Considero el 17 de septiembre de 2014 como mi segundo nacimiento. Después de varias consultas, llantos, frustraciones e ilusiones, me operé. Fueron cuatro horas de cirugía, no podía respirar o quizás trataba de respirar más de la cuenta. Sólo recuerdo que pedí morfina y que invoqué a todos los santos. Después de tres días de alimentarme con suero llegó la prueba de fuego: para ir a mi casa tenía que ingerir un vaso de té de 250 ml en una hora. Casi no lo logro, pero pude vaciar el recipiente de telgopor.
Ya no escucho insultos en la calle, nadie denigrándome ni haciéndome sentir que mi existencia es motivo de burla
Primer mes. Me sentía satisfecha con solo una cucharada sopera de pollo procesado con queso crema. Parecía imposible: dos meses atrás podía embuchar 2 combos de comida rápida casi sin respirar. Fue un proceso duro, ¿para qué mentir? Las náuseas ante los olores fuertes, los vómitos cuando olvidaba que el nuevo estómago no tenía la misma capacidad que el anterior, el no poder conservar un jean por más de 15 días porque se me empezaba a caer… Más allá de los distintos inconvenientes, fue un cambio de 180 grados.
Uno no es "gordo", sino que sufre obesidad
Esta enfermedad es tan banalizada que muchos desconocen sus consecuencias y el abanico de complicaciones que perjudican la calidad de vida y la salud física y mental de quienes la padecen. Hoy soy "media Tatiana", en cuestión de kilos —literal—, pero "Tatiana completa" en términos de espíritu. Nunca me sentí tan plena. Logré librarme de una de mis cruces más pesadas, vencer todos los pronósticos y darme una oportunidad de ser feliz. Estoy orgullosa de mí porque aprendí a amarme y, en consecuencia, a dejar que otros me amen.
Ya no escucho insultos en la calle, nadie denigrándome ni haciéndome sentir que mi existencia es motivo de burla o incomodidad.
"Adelgazar es el 1% del tratamiento, el mantenimiento es el 99%. El gran desafío es continuar poniendo en práctica estrategias para que formen parte de un nuevo estilo de vida", dijo René Cormillot, y yo soy la prueba de que sí se puede cambiar. Llevo una vida normal, rodeada de mi familia, amigos y un novio, personas a las que amo y me aman.
Si hace dos años me hubieran preguntado cómo terminaría, hubiese respondido "diabética, ciega, sin una pierna, pesando 500 kilos y postrada en una cama". Era un pronóstico factible si algo no cambiaba en mí. Hoy digo que planeo terminar estudios, mudarme sola, formar una familia y, lo más importante de todo: ser feliz.
Con esta operación fui capaz de darme la oportunidad de disfrutar mi vida.
Por lo que invito a todos lo que están pasando por una situación similar o quienes se ven, de alguna forma, reflejados en mi historia, a que no bajen los brazos porque es posible cambiar y llegar a la meta.
Acepten la ayuda de sus seres queridos. No es fácil, pero es posible. Si no lo creen: ¿qué estuvieron leyendo estos últimos cinco minutos?