La adolescente que sufrió por un padre ausente tanto que casi no pudo llorarlo. La joven que vivió al límite y un día apareció con la cabeza completamente rapada. La mujer madura que supo ver otra belleza que la que el mundo había seteado. Jimena Cyrulnik es un poco cada una de estas personas y muchas más. Hoy dedica la mayoría de su tiempo a Xyrus, el emprendimiento de trajes de baño que se propone un mercado tan amplio como mujeres haya. Ese que empezó casi como una necesidad personal y terminó en un puente para conocer historias de vida que conmueven.
Así son hoy los días de Jimena. Remándola con todo lo que significa una pyme en Argentina, observando incrédula el crecimiento de sus hijos -Calder, de 13 años, y Tyron, de ocho- y con un buen vínculo con su ex que terminó afianzar durante la convivencia forzada en la pandemia mientras construía y ensamblaba una nueva historia de amor. Y aunque esté algo alejada de los medios, siempre guarda un lugarcito entre sus deseos para volver a la tele “Me veo más en algo lúdico tipo Masterchef que en un programa de panel”, advierte.
—Con tu ex mostraron un nivel de evolución y de civilidad que muchas parejas separadas con hijos quisiéramos tener.
—Igual, no fue todo color de rosa. Creo que nos ganó el pensar en los chicos y la situación externa (por la pandemia): tenía miedo de abrir la puerta de casa y que se me metan los virus adentro. Había una paranoia... Entonces todo lo que es el conflicto de separación y todo lo que son las relaciones humanas queda en un quinto plano. Primero eran los chicos. Primero era sobrevivir. Y al final terminó en algo bueno porque nos empezamos a divertir.
—¿En ese mientras tanto, ya te andabas enamorando?
—Sí, ya estaba conociendo a mi actual pareja.
—Estás enamoradísima. Sé que a él no le gusta mucho contar.
—No le gusta: ya hace tres años que estamos y no hay manera. No le gusta que suba fotos a mi Instagram. Él es así en su vida: es un pibe muy reservado, no tiene redes sociales. Y yo, que soy de mostrar bastante, cuando lo conocí quería ponerlo en todos lados. Al principio me costó, lo veía como un desamor: “¿Cómo puede ser que no quieras que te suba una foto? ¿No me querés? ¿Qué tenemos que ocultar?”. Después lo entendí. Vamos tres años y estamos súper.
—¿Conviven o cada uno en su casa?
—No convivimos. Yo tengo hijos chicos, él tiene hijas grandes, de 22. Estamos mucho tiempo juntos. Dormimos casi todos los días juntos, ensamblamos todo el tiempo, pero nos respetamos esos espacios donde están los chicos.
—Me contabas que tus hijos son muy adultos y que en las charlas te pueden descolocar un poco. ¿Qué te preguntan?
—Mil cosas. Lo sexual todo el tiempo: ¿cómo nacen los chicos? Y después, mucho tema con la muerte. ¿Adónde nos vamos? Ojalá sea como tal película que vi. Si nos vamos encontrar con los abuelos, con sus seres que ya no están. A la noche se quedan filosofando y siempre sale alguna pregunta así, existencial, que me los como.
—Hace poquito en una charla en Infobae con María Laura Santillán, Valeria Mazza habló de la diferencia entre tener hijos varones e hijas mujeres. ¿Vos sentís que los varones son más fáciles que las mujeres?
—Yo creo que sí. La mataron a Valeria, ¿no?
—Fue cuestionada.
—Sí, pero es un tema antropológico: me parece que no entra en discusión que la mujer es de una manera y el hombre es de otra. Mis hijos vuelven del colegio y les tengo que pedir por favor que me cuenten qué pasó y a muchas amigas las hijas les cuentan cantidad de historias. Desde que tenemos tres años nosotras ya estamos haciendo lío en el colegio y ya una le dice algo a la otra… Las mujeres somos así, somos complejas, el hombre es más de simplificar: ellos ven cuatro colores, nosotras tenemos una paleta interminable, y me parece que el hombre en la vida es más simple, es de simplificar.
—¿El hombre ve cuatro colores?
—El hombre no sé si cuatro, pero tiene una paleta de colores que nosotras... vos decís color terracota. O un color…
—Color salmón.
—Eso no es un terracota. Claro, es así. Nosotras tenemos la vida en millones de colores, y buenos y malos, y cajitas en la cabeza que abrís y abrís y abrís... Y el hombre, no.
—¿Y cómo es en ese sentido educar hijos varones en este mundo, con esta mirada que tenemos de las mujeres, de la igualdad de derechos, de la importancia del consentimiento? Son chicos que vienen con otra cabeza que la que tuvimos nosotras.
—El mundo en el que vivimos es distinto. En el colegio les enseñan otras cosas. Yo soy una mina súper inclusiva en todo sentido y la evolución que estamos viviendo me parece espectacular. No comulgo con los extremos para nada, pero si el feminismo tiene que irse a un extremo para después más o menos equilibrar, me parece que está bien. El mundo solo va a demostrar que los extremos no sirven.
Cuando Jimena tenía cuatro años, sus padres se instalaron en Mar del Plata con su hermano mayor, Sebastián. Allí nacieron Fede y Sol para completar la familia. A sus 12 regresaron a Buenos Aires, pero a su padre no volvería a verlo casi nunca más: se fue a Mendoza por trabajo, pero se enamoró y solo regresó de manera esporádica. Murió cuando Jimena tenía 19. “No me acuerdo de mi viejo después de los 12 años. Y fue muy loco, porque tardé en caer que había fallecido. Hice un duelo bastante más tarde, en ese momento no lo sufrí, porque no tenerlo era lo normal”, confiesa.
—¿Te enojaste?
—No me enojé. Era un picaflor: quería estar con mi mamá, quería estar con su novia. Mi viejo era así, bravo.
—¿Cómo era ser adolescente con ese modelo paterno?
—Como que lo anulé. Él fallece en una de sus visitas. Nos lleva a almorzar y después se va a la casa de mis abuelos y le agarra un paro cardíaco, y se muere.
—¿Después de haber almorzado con ustedes? Fuerte.
—Fue muy fuerte. Es como que vino a despedirse de nosotros y de sus papás. Como una película.
—¿Y cómo fue tu adolescencia para tu mamá? ¿Eras muy brava?
—Creo que era una mezcla. Era brava conmigo. Yo era rebelde, me gustaba llegar al límite, era curiosa. Pero con mi mamá era bastante compañera. Le daba dolores de cabeza, pero por cómo era yo conmigo. No es que le hacía maldades.
—¿Los trastornos alimentarios empiezan ahí?
—A los 19, más o menos.
—¿Sentís que tuvo que ver con la muerte de tu papá?
—Seguro. Tuvo que ver todo. La relación con mi mamá, la relación con mi papá, la autoestima. Los trastornos alimenticios son directamente una enfermedad relacionada con la autoestima y con el vínculo materno/paterno. Con mi mamá estuve unos años peleada, en un momento le echaba la culpa de todo. Después entendí que con cuatro hijos hizo lo que pudo y que le salió como le salió. Yo me analicé muchos años y la verdad es que con mis hijos trato de concientizar todo para no repetir algunas cosas.
—Pienso en cómo con tu exmarido tienen una separación tan civilizada y logran priorizar a los chicos, y eso es algo que evidentemente pudiste sanar.
—Sí, hice muchos años de análisis. Me parece que salva. Yo me daba con un caño, era mi peor enemiga.
—¿Tenía que ver con eso? ¿Era lastimarte a vos misma?
—Y... no comer, algo básico. Es así.
—Y no fue lo único: también has tocado otras situaciones y otros excesos que te lastimaron.
—Sí, como que coqueteé un verano: estaba recién separada de una relación muy larga y sí, me excedí.
—¿Estamos hablando de alcohol o drogas?
—Un poco y un poco.
—Ahí, ya siendo más grande.
—Ahí ya a los veintipico, sí.
—¿Sentís que estuviste en peligro en algún momento?
—Sí, puede ser que haya estado en peligro.
—Porque uno en el momento piensa que lo controla, ¿no? La situación alimenticia, las adicciones.
—Sí. Subirte a una moto, ir a toda velocidad con un amigo… Estuve en peligro.
—¿Y qué pasó para que decidieras parar y cuidarte y quererte?
—En un momento era empezar a cuidarme o terminar mal. Corté con todo, me empecé a dar bolilla a mí misma y volví a análisis. Y ahí arrancó todo.
—Me acuerdo el día que apareciste con la cabeza rapada, que fue una sorpresa para todos. ¿Estabas mal o tenía que ver con empezar a sanar?
—Estaba empezando a sanar. Lo que pasa es que me veías de afuera y decías: “Esta chica enloqueció”. Y un poco había enloquecido porque la verdad es que me fui como de un extremo a otro. Desde el lado frívolo, me quería afeitar la cabeza hacía mucho, tenía esa necesidad.
—¿Qué significaba?
—Leía mucho Osho y la filosofía hindú, y el pelo acumula mucho de lo bueno y de lo malo. El karma. Y yo necesitaba renacer, quería empezar a vivir de otra manera, y me fui a un extremo. Hoy no lo haría ni loca. En ese momento tenía muchas chicas que me seguían, estaba en un momento de mucha exposición. Y decidí contar mi verdad, y capaz así ayudar a mucha gente.
—Y después se vino un camino muy lindo ¿no?
—Sí. Me empezó a crecer el pelo. Volví a trabajar en los medios. Conocí a mi exmarido y me fui a vivir a México un tiempo, que estuvo muy bueno.
Como una consecuencia de ese renacer, Jimena le dio vida a Xyrus, su emprendimiento de trajes de baño. En un momento en el que se cuestionan los cánones de belleza y se objeta la mirada crítica sobre los cuerpos, fue de las primeras en pensar en un producto que privilegie la comodidad sin descuidar la estética.
—¿Cómo empezaste a diseñar?
—Después del nacimiento de Tyron la piel de la panza no me quedó bien. Quería ir a la playa y no tenía sobrepeso, pero tenía panza. Me gustaba comer y tomar una cerveza, pero me hacía panza y parecía embarazada. Las mallas enterizas me apretaban. Y tenía un body que tenía un strapless con un buche y dije: “¿Y si hago un traje de baño de esto?”.
—Y ahí empezó todo.
—Hice una tirada de 300 unidades, lo publiqué en Instagram y me escribieron chicas del medio. Paula Chaves había sido mamá, lo posteó en sus redes y se empezó a hacer como una bola. Ahí me di cuenta de que había muchas chicas a las que les pasaba lo mismo. Después de ser mamá el cuerpo te cambia, y un traje de baño en la playa es una segunda piel, y yo quería estar cómoda y también sexy. La marca te puede tapar lo que no quieras pero que a la vez muestres otras que sí. Entonces, capaz tenés un volado, pero tenés escote.
—¿Siempre te gustó el diseño?
—Mi mamá diseñaba camperas de cuero y siempre le di bola a la moda. Cuando hacía Versus me acuerdo que intervenía la ropa, la cortaba con Fabián Medina Flores, que era mi vestuarista. Me habían ofrecido hacer cápsulas para marcas, pero nunca había cerrado nada, no me gustaba, y se dio con mi marca.
—Es súper importante lo que pasa con la marca: le devolvió la seguridad a muchas mujeres.
—Sí, cuanto más cómoda estás más linda te ves. Vinimos a esta vida a pasarla bien y a hacer lo que uno quiere. Yo soy muy rompe con que no podés estar pendiente de la mirada del otro. Hay que ir al frente siempre con lo que uno es, con lo que uno quiere, y me llegan unos mensajes alucinantes en este sentido. La otra vez me escribió una chica y me contaba que hacía 13 años que no se sacaba la remera en la playa ni para meterse al agua. Y que desde que descubrió la marca sentía que podía hacerlo. “Me cambiaste la vida en serio. Me cambiaste los veranos”, me dijo. Es alucinante.
—Te escribieron chicas con cáncer también, a las que les han hecho mastectomías.
—Sí, me tiran ideas para diseños en donde ellas puedan adaptar sus prótesis al traje de baño. Y es hermoso lo que me pasa, me llena el alma. No es vender un traje de baño, va mucho más allá de eso.
—¿Qué entendés hoy por belleza? Seguramente es muy distinta que la mirada de esa adolescente de 19 años.
—Sí, totalmente. La belleza es tu interior. Hoy la belleza está en la fuerza. La integridad es todo. Si ves una mujer íntegra y fuerte es una mujer bella sí o sí. Creo que es el objetivo de todas, ir cada vez más hacia adentro y ser cada vez más auténticas.
—¿Y cómo es tener una pyme hoy en Argentina?
—Tenemos un país tan lindo, pero tan complicado. La verdad es que es remarla en dulce de leche. Yo soy pro Argentina y me encanta vivir acá. Viví afuera y no es lo mismo: podría irme ahora y no lo haría. Me encanta nuestro país, me parece que la pifiamos mucho con los que elegimos para que nos gobiernen y estamos pagando las consecuencias. Soy totalmente apolítica, no comulgo con nadie, pero me parece que está mal…
—Pero pudiste sostener la empresa durante la pandemia. Eso es un montón.
—Quedé con la nariz afuera del agua. No me ahogué, pero se ahogaron muchos. Y para mí fue insólito lo que pasó. Tener que pagar monotributo, patentes: que te impidan vender pero que te obliguen a pagar casi todo. Fue una locura. Es como que sentís que no tenemos un país que te acompaña para tener una empresa. Vos estás afuera y decís: “¿Invertir en Argentina? Salgo corriendo”. No es un país copado que decís: “¡Qué bueno! Nos dan una mano a todos los que tenemos empresas!”. Está todo mal. Está todo mal desde donde lo mires. Pero así y todo para mí vale la pena estar acá y pelearla. Porque cuando estás bien, los buenos momentos son excelentes.
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