Pasó un tiempo largo hasta que Paulo Kablan logró desconectar el celular los fines de semana para disfrutar de su familia y descansar de una rutina laboral intensa en cantidad y en contenido. La inquietante actualidad de las noticias policiales, con todo lo que eso implica, le ocupa las mañanas de Telefe con Georgina Barbarossa, las tardes de C5N con Jorge Rial y las noches de Radio 10 con su programa Puro Cuento.
Mientras, se entusiasma con el estreno de Salvajes, un nuevo desafío en su aventura profesional en un momento en el que el género policial domina buena parte del contenido en las plataformas. “Genera mucho interés en la gente por fisgonear, por ingresar a esas realidades. De ahí el éxito que tienen estos programas. Esperemos que el que voy a hacer siga con ese éxito”, explica Kablan.
Porque mientras se presta al juego periodístico de repasar algunos de los casos más escabrosos del policial argentino, Paulo todavía se emociona cuando habla de aquel pibe de Gualeguay que perdió a su padre siendo adolescente y que creció con un respeto profundo por el esfuerzo de su madre y la dosis justa de picardía. Que construyó una hermosa historia de amor adolescente que se volvió familia, con cuatro hijos, una nieta y mil anécdotas para contar. Y que se hizo periodista en el oficio, con un estilo riguroso que sabe desacartonar, serio pero también empático, que le hizo un lugar en la mesa familiar. “Lo que cae bien es que soy común, nada más”, analiza sin falsa modestia en esta charla del pasado y del presente.
—Quiero empezar el recorrido hasta este presente exitoso por tu historia familiar en Gualeguay.
—Somos ocho hermanos; yo soy el segundo. Cuatro varones, cuatro mujeres. Papá libanés, se casó a los 39 años con una hija de italianos de 23 años. De ahí salimos.
—Una mamá que tuvo que arremangarse y sacarlos adelante.
—Sí. 36, 37 años tenía Marta cuando enviudó. El mayor tenía 15, yo 14, y la más chiquita tres. Una historia de perseverancia. Somos de un pueblo chico y todos fuimos a la universidad y en esa época no era fácil. Tenías que irte a otra ciudad, laburar y todo gracias al esfuerzo de mamá.
—Otra época además para ser mujer. ¿Cuándo tu papá muere tu mamá queda en una posición económica tranquila?
—No. Ella era docente, papá comerciante y hacía un año y pico que ya no trabajaba por problemas de salud. La pasamos mal económicamente, pero en la vida diaria la pasábamos bien.
—¿Vos te dabas cuenta que faltaba plata?
—Sí, claro. Con mis hermanos salíamos a trabajar. Mi primera locución fue de vendedor de helados en la calle. Teníamos un árbol de palta en casa y vendíamos en los comercios. Trabajé descargando garrafas, tubos y cilindros, de 45, 30 y 15 kilos. Trabajé en una distribuidora de vinos, en una distribuidora de galletitas. Repartí lácteos. Todos laburamos en mi casa, pero mamá sola se hizo cargo de todo.
—Me saco el sombrero.
—Teníamos turnos para la tarea del hogar. No me olvido más: a mí me tocaba el martes lavar los platos, otro día había que lavar la ropa. Porque mamá trabajaba a la mañana, a la tarde hacía otras horas en el colegio, después cocinaba para vender y hacía la cena. No lo recuerdo como un padecimiento, sino como un juego hermoso.
—La muerte de tu papá sí la padecieron.
—Sí, totalmente. Fue un impacto. Tenía problemas cardíacos. Era muy fumador: llegó a fumar cinco atados de cigarrillos por día. Típico comerciante libanés, almacén, cigarrillos todo el tiempo. Y eso te consume. Llegó a 55 años, y llegó demasiado lejos.
—¿Cuándo se juntan hoy a comer un asado, quién lava los platos?
—Hacemos lo mismo, una vez cada uno. Soy bueno lavando los platos.
—Ojo con los talentos ocultos de Paulo Kablan.
—Sé coser a mano y te hago la misma costura que te hace la máquina. Sé planchar, cocinar. El criarnos de esa manera nos abrió una puerta que los hombres de mi generación tuvieron que aprender de grandes.
El origen. Con este afán indestructible por la cultura del trabajo, Paulo aceptó una changa que le cambió de vida. Dijo que sí sin dudar cuando el disc jockey de la radio del pueblo le pidió que lo acompañara para animar una bailanta, porque faltaba un locutor. Allí conoció a Edith Garibotti y no se separaron nunca más. “No me imaginaba que iba a ser la mujer de mi vida, lo único que pensaba era en lo que iba a cobrar. Se fue dando de manera natural y este año queremos casarnos”, dice el periodista mirando con orgullo la familia que construyeron y que apuntaló su crecimiento profesional.
—¿Algún caso o cobertura fue importante en tu carrera?
—Siempre trabajé mucho, no tengo familiares en los medios ni conocía gente, pero tuve la suerte de estar en los lugares indicados en los momentos justos. Cuando llego a vivir a La Plata, aparecen un par de casos muy fuertes y el que estaba cubriéndolo era yo. Y después surge la posibilidad de producir televisión y el que se tomaba el colectivo para venir bien temprano era yo. Y cuando aparece el caso Belsunce, año 2002, yo ya tenía 31 años, venía con una historia periodística gráfica importante, y un productor amigo Marcelo Salomone, me dice: “Necesitamos a alguien que haga policiales en C5N, ¿te animas?”. Me sentaron al mediodía, hice una crónica y a los dos días me llamó Daniel Hadad y me mandó al aire de una. No era lo que yo quería, no me animaba, no me gustaba la televisión. Me parecía que no tenía nada para decir. Con el tiempo me fui acostumbrando. Y después se fueron dando las cosas.
—¿Y hoy te gusta verte?
—No me gusta. La verdad que encontré mi lugar y me siento cómodo, pero nunca veo algo que hago.
—El periodista que hace policiales tiene que tomar una distancia del caso porque si no es imposible abordarlo.
—Tomar distancia no quiere decir que no tengas un enorme compromiso con los familiares de las víctimas. Los acompañás, sos el que va a atenderles el teléfono cuando nadie más los atiende. La distancia para mí es una historia para contar. Con mucho respeto y responsabilidad. El día que te empezás a comprometer personalmente, es el día que dejas de hacer policiales. A lo largo de mi carrera me he cruzado con brillantes periodistas de policiales que dejaron de serlo porque les pasó eso.
—¿No tuviste que dejar ningún caso porque te lastimara?
—Nunca. No me gustan casos donde hay nenes, pero si los tengo que hacer los hago. Y no me afectan por eso, porque tengo muy claro que es una historia para contar. Con mucho compromiso y seriedad, pero no es mi problema. Si no, me hubiese dedicado a otra cosa.
—¿Cómo decidís hasta dónde contar?
—Lo que no es necesario, no se cuenta. He aprendido a diferenciar mucho lo que es vida privada de las personas de información periodística de una causa. Hay detalles que no le agregan ni le quitan nada a un expediente, pero sí puede afectar a la víctima. Y ese es el límite. Por ejemplo, en un femicidio, en una violación seguida de muerte, hay un cierto morbo periodístico por buscar esa foto de chica linda, que no agrega ni cambia nada al hecho. Los periodistas de policiales de mi generación fuimos aprendiendo con los años. Yo empecé escribiendo “homicidio pasional”; después, aprendí.
—¿Cómo estamos en materia de seguridad e inseguridad?
—Creció la violencia urbana, que no necesariamente es lo que se conoce como seguridad pública, que serían los robos y delitos contra la propiedad. Eso viene creciendo y es muy preocupante. La inseguridad es oscilante y depende de las épocas, pero siempre tiene una explicación. En 2001 estalló todo y los peores años fueron 2003, 2004. Ahora estamos en una crisis. ¿El delito ha crecido? Sí. Pero no lo suficiente. Lo peor si seguís las estadísticas va a ser el año que viene y el próximo. Ahí vamos a tener los peores años de inseguridad. Dicen los que saben que las políticas de seguridad funcionan por décadas. Y venimos cambiando de teoría, de librito, sin ponernos de acuerdo, incluso sin que cambie un gobierno te cambian las políticas de seguridad. El día que los dos o tres que manejan todo se sienten y digan “estas tres cosas no las cambiamos y esperamos diez años”, va a mejorar.
—¿Qué hace que un caso en particular paralice la atención del país?
—Hay casos que los ves cercanos, que sentís que te pudo pasar a vos o a tu familia, y eso te preocupa, te ocupa y te asusta. Por otro lado, en la Argentina somos todos investigadores frustrados y los casos con algo de misterio se vuelven tema en charlas de café. Opinamos sin ningún tipo de información, solamente con lo que creemos que pudo haber pasado. Y miran la tele buscando que vos digas al aire lo que ellos creen que pasó.
—Ahí cuando vas a un cumpleaños te vuelven loco…
—”¿Vos qué sabés?”; “¿No es cierto que fue tal?”. Y está bien, forma parte hasta de un entretenimiento charlar sobre un caso policial. El tema es que muchas veces eso pasa con los responsables de las investigaciones. Salen a probar lo que quieren o creen que pasó y así salen los grandes disparates.
—¿Cuánto influye la presión social y mediática en un juez que tiene que tomar una decisión?
—No en todos, pero lamentablemente en muchos, y está mal. Hay fallos que te das cuenta que están escritos para responder a alguien o para seguir una línea de un lado y de otro, y son un disparate.
—Te pregunto por ejemplo por Fernando Báez Sosa, un homicidio espantoso. ¿Si el caso no hubiera hecho el ruido público que hizo los rugbiers estarían hoy presos esperando el juicio?
—Es posible que hayan estado presos uno o dos. Es un caso que uno desea que los condenen a la máxima pena a todos, pero por lo que se vio de la causa no sé si va a pasar eso. Yo tengo que decirlo, soy periodista. Hay algunos que no les pueden dar perpetua por lo que hicieron, más allá que son una porquería de gente.
—Mucha gente cree que no tiene sentido hacer una denuncia ante un delito porque los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra. ¿Es así?
—En algunos casos sí, en otros no. Lo grave es que se ha instalado esa frase como absolutamente cierta y genera que muchos no denuncien. Pero no es así, por eso están las cárceles llenas de presos.
—Me angustio de recibir mensajes de mujeres que denuncian violencia de género y no pasa nada o en el mejor de los casos les dan un botón antipánico que en general no sirve. Y algunas terminan siendo asesinadas por un tipo al que denunciaron ocho veces. ¿Qué tiene que pasar para que nos cuiden?
—Que la justicia avance y sea más seria toda como conjunto. Yo te puedo nombrar un par de jueces que actúan de una forma excepcional y te puedo nombrar dos o tres que son un desastre. Debería ser más parejo.
—¿Eso tiene que con la interpretación y las ganas que aplica cada uno?
—Y con la formación. Porque puede ser un tipo que estudió en las universidades más importantes, que sabe un montón, pero tiene una educación retrograda que van a interpretar de una manera que no es la manera de hoy. Las herramientas están casi todas.
—Una justicia en líneas generales machista.
—Sí, sí, claro es eso.
—A la vez a veces escucho instalado un reclamo masculino que dice que los hombres pierden siempre en las causas de divorcio porque la justicia está a favor de las mujeres o hablan de falsas denuncias.
—Sí, pero son excepcionales. Cuando hay un tema económico favorecen a la mujer. Estamos hablando de justicia civil, comercial. Porque es lo más fácil. No se toman el tiempo de leer el expediente y pasa eso que vos decís. Cuando es penal, cuando hay riesgo, la justicia sigue siendo machista. Muy machista. Es muy chiquito el margen de las falsas denuncias, es marginal. No me gusta dar ese tipo de casos sabés por qué, porque lo pones como algo que invalida todo y no es así.
—Me parece importante esta diferenciación que hacés de la justicia civil y la penal.
—Sí. Y en el caso de la civil, porque también existe una idea machista de “pero si yo trabajo todo el día afuera, la plata, ella sale dos horas y yo estoy diez horas afuera, la plata es mía, no es de ella”. No. Es de los dos. Es miti y miti. Es una sociedad, es 50 y 50. Si no, escribilo.
—¿Paulo Kablan cometió algún delito?
—Estuve en cana. En el 82, yo tenía 11. Estoy hablando de época de dictadura. Se podía jugar en carnaval hasta las cinco de la tarde, en los pueblos había edictos policiales, te podían llevar en cana si tirabas bombitas a las seis de la tarde, cosa que hicimos. Y el policía nos llevó presos a todos. Yo era uno de los más grandes, éramos entre siete y 10, 11 años. Y nos largaron: el que iba desatando una bombita, lo largaban. La pasamos muy mal. Los policías se divertían con nosotros evidentemente. Otra vez, un amigo le sacó el auto al papá para dar unas vueltas por el campo. Se nos acabó la nafta y dejamos tirado el auto, con la particularidad de que al otro día tuve que dar la noticia en la radio. No pasaba nada en el pueblo, todas cosas muy chiquitas.
—Vos diste la noticia de tu propio robo.
—Sí, del de mi amigo. Esos fueron los delitos que confieso, porque ya prescribieron. No me pueden endilgar nada (risas).
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