El 13 de febrero de 1996, Gary Barlow, líder de Take That anunciaba el final del grupo en una conferencia de prensa. Se trataba de la boy band británica más exitosa de la historia. En apenas seis años habían vendido 25 millones de discos, un número que los ubicaba solo detrás de Los Beatles. Pero los conflictos internos habían hecho mella en el grupo de Manchester y lo que el bueno de Gary tenía para decir era lo que todos sabían aunque nadie quería escuchar.
Para ese entonces, de la formación original de Take That solo quedaban cuatro. Meses antes, había partido la del último miembro en sumarse al grupo que irónicamente fue el primero en abandonarlo. Ese día, en algún lugar del mundo, Robbie Williams celebraba su cumpleaños número 22 pensando cuánto odiaba al tipo que llevaba la voz en la conferencia de prensa. Su carrera solista era una incógnita, su estado de salud una montaña rusa y sus adicciones al alcohol y las drogas un problema tan grande que por su cabeza rondaba peligrosamente la idea del suicidio.
Take That fue un grupo pergeñado por el joven productor Nigel Martin-Smith para tomar por asalto los charts británicos a principios de los ‘90. Desde la populosa Manchester, se propuso matizar el sonido oscuro y fabril de la ciudad con una fórmula nada original y absolutamente maleable: la de la boy band, un grupo de jóvenes carilindos y con algún tipo de talento. Del otro lado del océano, los New Kids on The Block arrasaban, y ese modelo tomó el productor para llevar a cabo su plan.
Martin empezó a recolectar los integrantes desde diferentes rincones de la ciudad. El grupo iba a tener un líder marcado en Gary Barlow de apenas 18 años, pero con una vasta experiencia en el circuito de pubs y con capacidad probada de escribir canciones, un plus decisivo para armar el grupo en torno suyo. Sumó a Jason Orange (19), un bailarín de breakdance probado en las calles y en la televisión; a Howard Leonard (21), que trabajaba pintando autos y alguna que otra experiencia bailarina y a Mark Owen (18), un empleado de banco que soñaba jugar en el Manchester United, pero que cantaba bien y tenía facha.
Para cumplir su objetivo, Nigel necesitaba otra pieza. Los Take That tenían que ser cinco, como los New Kids On The Block. Y el quinto elemento tenía que tener un poco de cada uno de sus compañeros. Pero sobre todo, personalidad y carisma. Una desfachatez y una rebeldía pero para llevar a rienda corta. Había un adolescente en la región de Stoke que podía cumplir esos requisitos.
Robert Peter Williams nació el 13 de febrero de 1974 y creció en un ambiente nocturno y bohemio a tal punto que la noche de su nacimiento, su padre Pete actuaba como tantas otras en un espectáculo de variedades. Su madre, Janet regenteaba pubs y el escenario siempre fue un buen lugar para jugar. Solía acompañar a su padre en las giras por los pueblos, donde descubrió que se llevaba bien con su histrionismo y empezó a actuar en obras infantiles, de Dickens a Andersen. Con el tiempo, esas herramientas le iban a servir para sobresalir entre sus amigos y para acortar distancias con las chicas, que veían en ese adolescente gordito y carismático, alguien interesante para pasar el rato.
No es que Robert sintiera una vocación o un deseo irrefrenable de convertirse en artista. Pero por lo pronto, los empleos le duraban poco y las calificaciones no eran las mejores. Su madre vio un aviso para el que en Manchester buscaban bailarines y cantantes para una nueva boy band. Se lo comentó a Robbie, mandó el curriculum y siguieron con sus vidas.
Un día sonó el teléfono en la casa de Janet, citando a su hijo para la audición en Manchester. No fue fácil localizar a Robbie, de gira con su padre en algún poblado perdido de Gales. Algo avergonzado por la compañía de su madre, el joven se presentó en las oficinas de Nigel, y lo primero que sintió fue cuánto lo intimidaba ese hombre. Del otro lado, el productor vio en los ojos de Robbie el brillo que necesitaba para saber que era la pieza que necesitaba para completar su grupo.
Pasaron los días hasta que, como sucede en las mejores películas, madre e hijo se citaron porque tenían algo importante que decirse. Robert se había tomado unas cuantas cervezas para tomar el valor necesario para contarle a Janet que el resultado de sus exámenes no era el esperado, pero no llegó a decir nada. “Estás en la banda”, le dijo su madre, y era todo lo que quería oír. Su vida iba a cambiar para siempre.
Lo primero que cambió fue su nombre. Ya no iba a ser Robert, ni Rob como gustaba que le llamaran: desde ese momento iba a ser Robbie Williams. Era idea de Nigel y a Nigel no se le podía decir que no. “Robbie suena más divertido, más travieso”, señaló el productor ante el adolescente, que desde ese día odió su sobrenombre. También lo invitaron a cambiar su imagen, y adelgazar esos kilos de más siempre presentes desde su niñez. Y aprender algunos pasos de baile, para cumplir con su rol en la banda.
Lo dicho, Robbie sumaría un poco de cada característica de sus compañeros. No hacía nada mal, pero tampoco lo suficientemente bien. Su verdadera atracción estaba en el magnetismo sobre el escenario, ese que llevaba en sus genes y que había forjado como un juego en las largas giras de su padre. Los ojos del público lo seguían y el manual de instrucciones que tenía Nigel para su boy band empezaba a mostrar sus primeras fallas.
Los ensayos de Take That tenían poco de formación musical y mucho de disciplina militar, con horas y horas de práctica para lograr la coreografía buscada. Pero lo que pronto fastidiaría a Robbie era el reglamento de conducta, una serie de reglas estrictas que Nigel buscaba imponer en los jóvenes: nada de novias, nada de alcohol, nada de tabaco y nada de drogas. Y sobre todo, nada de exposición pública.
El recién bautizado Robbie nunca encajó en la férrea disciplina que impuso Nigel para su boy band. Se cansó muy rápido de los malos tratos del productor, de sentirse el bailarín de fondo de la banda de Gary, de que no escucharan todo lo que él tenía para aportar. Y para colmo, la fórmula mágica tardaba en llegar. Pensó en abandonar el grupo, pero el consejo de su padre lo hizo permanecer. Y los frutos no tardaron en llegar
Con una grotesca estética acorde a los cánones de época, Take That comenzó sus actuaciones en el circuito de pubs gays de Inglaterra, el objetivo del productor hasta que el éxito de “It Only Takes A Minute”, el cuarto single de su álbum debut, lo hizo virar hacia el de las colegialas. Si no les gustan mis principios, tengo otros, aplicó Nigel con lógica grouchomarxiana y la takethatmania no tardó en explotar.
Lo que también explotó fueron las tensiones internas entre Gary y Robbie. Artísticamente, cada uno tenía lo que le faltaba o deseaba el otro y personalmente, estaban en las antípodas. El atildado Gary seguía el camino que vaticinaba para los ídolos plásticos del pop. Nada de excesos, nada de juergas de hotel. Robbie no podía entender cómo había gastado su sueldo de estrella en una prolija casa cerca de la de sus padres.
Cada vez más fastidioso, Robbie empezó a poner a prueba el estricto reglamento de Nigel. Del tabaco, el alcohol y la marihuana que frecuentaba antes de ingresar a la banda, pasó a experimentar con drogas más peligrosas como la cocaína y el éxtasis. También dejó de preocuparse por mantener su conducta en el ámbito privado. La exposición pública fue la manera de expresar su descontento, ya sea mostrándose con alguna novia ocasional o con sus nuevos camaradas de Oasis, los parias del rock de Manchester, en el festival de Glastonbury, la gota que empezó a rebalsar el vaso. Sus fotos, desmejorado y fuera de foco, empezaron a inundar los tabloides británicos. Era cuestión de tiempo para que deje la banda.
A mediados de julio de 1995, se dio otro de los diálogos cruzados. Con un contrato millonario sobre la mesa y con actuaciones pautadas por todo el mundo, Robbie fue a reunirse con sus compañeros para anunciarle que quería bajarse del barco. Pero uno de ellos, Jason Orange, lo primereó y le informó que la banda de cinco había decidido convertirse en una de cuatro. Robbie lo lamentó un par de días. Luego se fue de vacaciones con George Michael y otros integrantes del star system británico y empezó a moldear su carrera solista.
La teoría de Nigel no se rompió ni siquiera luego de la salida de su manzana podrida. De su lado, las declaraciones nunca iban a ser polémicas. Pero Robbie estaba preparado para disparar con munición gruesa, con dos objetivos marcados: el productor y el líder. Lanzarse en solitario no era tan sencillo. Tenía que librarse de los asuntos contractuales, escribir sus propias canciones y, sobre todo, superar sus propios demonios.
Los escándalos de Robbie no tenían freno. Se esparcían por donde fuera y no se preocupaba por pasar desapercibido. Quizás, todo lo contrario, necesitaba llamar la atención. Elton John captó el mensaje, cuando lo vio totalmente desdibujado en su fiesta de cumpleaños. Elton había estado del otro lado y sabía de qué se trataba. Decidió ayudar al joven rebelde y desenfocado después que supo de un fin de semana salvaje, otro más, en los pubs de Londres.
Una vez que pudo acomodar las ideas, firmó contrato con EMI y comenzó una carrera que, a pesar de sus altibajos, dejó chiquito el suceso de su ex boy band. “Freedom”, de su mentor George Michael, fue la canción elegida, un grito de libertad, una toma de posición. Tiempo después, trascendieron algunos secretos de las grabaciones. Robbie estaba en una de sus jornadas de caravana y su voz, cascada por los excesos, no estaba en condiciones de grabar. Para el clip, utilizaron la cinta original de Michael y el ex Take That tuvo que apelar al playback.
No fue la mejor jugada artística, incluso el propio autor se manifestó en disgusto, sin embargo la canción tuvo un éxito impactante casi por decantación que obtuvo la canción. Tuvo que esperar a unirse a Guy Chambers y su muñeca para la factoría de hits, para tomarse en serio el oficio de compositor. Con el carisma intacto y apoyado por su compañía discográfica, superó las ventas de su ex banda y alcanzó el éxito en todas partes del mundo.
Para su segundo disco, Robbie firmó “No regrets”, (Sin arrepentimientos) una canción catárquica, y posteriormente sanadora, inspirada en su paso por Take That y dedicada eventualmente a sus ex compañeros y a su odiado productor. El tiempo ayudó a curar las heridas y los caminos de la boy band y su díscolo integrante volvieron a juntarse para grabar un disco, compartir escenarios y unirse en un show benéfico. Ya habían vivido lo suficiente como para dejar atrás aquellas asperezas de la adolescencia.
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