A mediados de enero de 1996 varias pintadas de cariz político cubrieron las paredes de Constitución y de la Autopista Riccheri a pesar de que faltaba mucho para las siguientes elecciones. “Viva Evita. Fuera Madonna”.
En algunas de las pintadas había varios signos de admiración, como si el mensaje necesitara algún énfasis extra. Madonna, la diva del rock aterrizaría en unos días a filmar en el país y la recepción sería a través de esos grafitis poco amigables que llegaron a la tapa de los diarios.
Todo había empezado bastante antes. Navidad de 1994. Hacía un largo tiempo que Madonna intentaba consolidar un lugar en el mundo del cine. Buscaba denodadamente cada buen papel que daba vueltas. Hasta el momento no le había demasiado bien (con excepción de la hermosa Un Equipo Muy Especial: “No se llora en el béisbol”). Tal vez empujada por algún brindis de más, se sentó en un escritorio de hotel y a mano escribió una larga carta. El destinatario era Alan Parker, que había sido confirmado hacía pocos días como director de la versión cinematográfica del musical Evita.
Madonna quería ese papel, lo necesitaba. Escribió durante un largo rato. Vomitó sus verdades en la página. Además de mostrar sus ganas y el conocimiento del material, la diva (que no apeló a sus fama, ni a sus dotes vocales, ni a su experiencia: todo eso lo daba por sobreentendido) brindó un argumento casi irrefutable, el motivo que le resultó más convincente a Parker: “Ella y yo -escribió- sufrimos lo mismo, sé lo que sintió. Perdimos al padre de muy chicas, llegamos a la ciudad sin un peso, sin nada, y la peleamos y salimos adelante. Ella y yo compartimos el mismo dolor y la misma pasión”. Apenas recibió la carta, Alan Parker supo que el casting para el papel principal había terminado.
Después del éxito de la obra en Broadway y en Londres tras su estreno en 1979, hubo muchos intentos por llevarla al cine. Cada uno de ellos fracasaba. El primer director en ser buscado fue Alan Parker. Pero declinó porque venía de hacer otro musical, Fama. Francis Ford Coppola y Ken Russell también tuvieron el proyecto entre manos. El que más avanzó fue Oliver Stone, que llegó a viajar a Argentina para buscar locaciones y obtener el apoyo del gobierno de ese momento comandado por Carlos Menem. Pero ante las negativas oficiales, el director también abandonó la idea.
Recién en 1994 se la volvieron a ofrecer a Alan Parker quien finalmente aceptó. Como hubo varios candidatos para Juan Domingo Perón (hasta se mencionó a Julio Iglesias), todas las grandes actrices en actividad en esos años fueron tentadas. Desde Barbra Streissand a Liza Minelli, de Meryl Streep a Michele Pfeiffer. Pero, ya sabemos, fue la Chica Material la que se quedó con el papel.
El 20 de enero de hace 25 años el avión que traía a Madonna aterrizó en Ezeiza. La recepción, al principio, fue mixta. Los fans, incondicionales y eufóricos, por un lado, y, por el otro, los manifestantes peronistas -de izquierda y los más ortodoxos-, también incondicionales y eufóricos. En la vereda del Hotel Hyatt se cruzaron ambos grupos. Gritos, cánticos, amores a alto volumen. La batalla la ganaron los fanáticos de la diva que persistieron durante días, cantando sus canciones, con coreografía, posters y vinchas.
“Mi habitación está en el segundo piso. Mis seguidores están gritando ‘Madonna’, y cantando mis canciones. Es algo encantado y halagador por las mañanas pero no tanto por las noches, cuando trato de dormir. Camino del hotel vi pintadas en que se leía: Fuera Madonna. Una dulce bienvenida. La resistencia viene de un reducido grupo de peronistas en su desesperado búsqueda de atención, aunque no se sepa muy bien por qué protestan. Estoy segura que estarían para tomar el té conmigo si los invitara”, anotó la cantante en su diario de rodaje, publicados tiempo después en la revista Vanity Fair, sobre su primer día en Argentina.
Faltaban todavía unas semanas para el rodaje. Ella ya tenía el look Evita: el pelo platinado, el rodete, y la cara angulosa que conservaba con una rigurosa dieta. La comida argentina la ponía de mal humor. Se salteaba varios turnos porque no conseguía una alimentación saludable. Le sorprendía que el concepto de alimentos libres de colesterol o low fat todavía no estuviera fijado ni en la gente ni siquiera en los restaurantes de alta gama. A la mala comida se le sumaba la falta de sueño. Los cientos de fans que cantaban cada noche en la puerta del hotel no la dejaban dormir. Se preguntaba si esta situación duraría toda su estadía. A la semana optó por pasar las noches en una habitación mucho menos lujosa pero que no daba a la calle.
Ella, mientras tanto, seguía trabajando en su personaje. Había leído todo lo publicado sobre Eva en inglés y le encargó a la producción que la pusieran en contacto con gente que la hubiera conocido y especialistas. El primero que la recibió en su casa fue el veterano diplomático Tuco Paz. Ella quedó fascinada con la conversación, con la biblioteca vasta de Paz y con todo lo que aprendió. Pero a la salida del departamento se produjo el primero de los varios incidentes de su visita. Decenas de periodistas y una pequeña multitud de seguidores la estaban esperando. Los dos guardias de seguridad que la custodiaban resultaron poco cosa para esa marea humana.
Todos querían una porción de Madonna. Manoteaban su pelo, tironeaban del vestido. A uno de sus zapatos Versace se le rompió el taco; el otro, el invicto, lo perdió de un pisotón dos metros antes de entrar a su auto. Ya sentada, descalza, en el vehículo sintió que por fin todo había terminado por un rato. Pero se equivocó. El chofer no podía avanzar porque fotógrafos y fans se ponían en su camino. De a poco atravesó con cuidado a la gente pero un fuerte golpe los hizo detener. Una chica se había tirado sobre el auto y flameaba sobre el techo del mismo. Cuando la quisieran bajar, ella se resistía aferrándose con sus manos como si fueran tenazas.
Al día siguiente Madonna y su equipo sufrieron otro disgusto. Su doble salió del hotel. Estaban probando nuevos métodos para evadir al público y a los periodistas. Pero nadie se dio cuenta del truco y el amontonamiento fue de la misma intensidad que si se tratara de la Madonna real. El auto impactó a dos adolescentes. La producción de la película alegó que eran dos chicos contratados por un periodista para tirarse sobre el coche y provocar un escándalo. Premeditado o no, muchos de los presentes se pusieron a gritar. Intervino la policía y todos los tripulantes del auto terminaron en la comisaría. Naturalmente tras ellos, fueron los fotógrafos y periodistas. Pero estos quedaron en la vereda. A los pocos minutos se conoció la noticia que llenó de decepción y de furia a los periodistas: en el auto iba la doble de Madonna y no ella. Eso, aunque parezca mentira, empeoraba la situación. Al día siguiente cuando la cantante, su chofer y la seguridad quisieron salir del hotel, los despidió un cerrado coro que les gritaba: “Asesinos, asesinos”.
En su diario Madonna se queja amargamente de la prensa local. No entiende por qué la provocan, por qué la maltratan. Critican su vida privada, hablan mal de sus dotes actorales, algunos hasta piden que la expulsen del país. A todo eso se sumó que se difundió que había recibido amenazas de muerte. El jefe de policía se puso a su disposición y le aseguró que nada iba a pasarle. Ella agradeció pero le dijo que no creía que todo eso fuera en serio. Pero desde Estados Unidos el presidente de la discográfica y sus representantes le rogaban que abandonara el rodaje y se volviera. Ella estaba absolutamente determinada a interpretar a Eva y no iba a dejar que la detuvieran. Mientras tanto en sus anotaciones personales, su visión sobre el país era paupérrima.
Madonna trabajaba con denuedo. Hacía meses que ensayaba, que se metía en el personaje.
Madonna cumplió con cada requerimiento del director. Dejó de lado su ego y las exigencias estrambóticas. Hasta podría decirse que fue dócil. “No tuve ningún problema con ella. Hizo un gran trabajo. No sufrí ningún desplante ni ninguno de los inconvenientes que sé que otros miembros del equipo sufrieron”, declaró el director años después.
Le habían pedido disponibilidad durante dos años. Una película lleva mucho tiempo. Aprenderse las canciones, grabar el disco en Londres, los ensayos, la preproducción, el rodaje en varios países, las tareas en la postproducción. Ella cumplió con cada paso. Sentía que este proyecto podía ser el más importante de su trayectoria en el cine. No se equivocó.
En Buenos Aires siguió sus entrevistas con conocidos de Eva. También practicó el tango. Ella creía que era buena en la disciplina pero sus cuatro partenaires le demostraron que no. No los podía seguir, le parecía que los pies de ellos se movían bajo la fuerza de un influjo mágico al que ella nunca tendría acceso. Esos hombres que al principio le habían causado algo de gracia, repletos de gomina, almidonados, con trajes con un corte que atrasaba varias décadas, la terminaron deslumbrando.
La gran preocupación de la actriz era saber si iba a poder cantar No llores por mí, Argentina desde el balcón de la Casa Rosada. Parecía imposible. A ella, a Alan Parker, a Antonio Banderas y a Jonathan Pryce los habían declarado personas no gratas.
La imagen de Eva que, se suponía, la película iba a brindar no era la que los peronistas más radicalizados (de derecha y de izquierda) pretendían. Además, decían, Madonna no tenía autoridad moral para encarnar a la abanderada de los humildes. Su vida disipada lo impedía. No sabían que con ese argumento estaban repitiendo muchas de las críticas que había recibido Eva Perón tras su irrupción en la vida argentina. Las acusaciones de prostituta, de promiscuidad, y hasta de mala actriz eran muy similares con las que habían señalado a Eva. Lo mismo sucedía con quienes blandían el argumento chauvinista afirmando que la obra musical y por ende la película perjudicaban la imagen de la Argentina.
Lo que hacían las amenazas, las personas non-gratas, las trabas oficiales y los grafitis era tan solo destrozar la imagen de lo que decían defender. “La imagen nacional se arrastra malherida en los diarios y los canales de televisión del mundo. Se nos representa como intolerantes, regresivos, algo ridículos”, escribió Tomás Eloy Martínez en ese momento. Un país especialista en paradojas, en la repetición boba de la historia.
Las críticas permanentes, la mala fama de la obra de Webber y Rice, impedían que el gobierno nacional autorizara la filmación en el balcón de la Rosada. Madonna quería que Menem la recibiera. Pero al entonces presidente argentino le habían aconsejado no hacerlo. Ella no entendía por qué Menem recibía a Claudia Schiffer o a los Rolling Stones y no a ella.
Una noche Constancio Vigil, dueño de Editorial Atlántida y de Telefe, y amigo personal de Menem, cenó con ella. Vigil llegaba como una especie de intermediario, debía tantear a la cantante, medir su nivel de peligrosidad. Después de la velada quedaron en volver a juntarse. Al segundo encuentro Vigil llegó con un mensaje alentador. Menem estaba dispuesto a conocerla. Pero sería en privado, sin prensa.
Al día siguiente, sacaron a Madonna del hotel a escondidas y la llevaron a un helicóptero. En una mansión del Tigre, propiedad de un empresario cercano al poder, el Presidente la esperaba.
Dejemos que siga Madonna el relato tal como lo escribió en su diario: “El presidente es un hombre muy agradable. Me sorprendió lo bien que le caía. Es bajito, desafiante, de tez morena. Junto a él había un grupo de hombres de aspecto sospechoso y una preciosa mujer mayor que hizo de intérprete. Sus ojos recorrieron palmo a palmo mi cuerpo, atravesándome. Un hombre muy seductor. Me di cuenta que sus pies eran pequeños y que tenía el pelo teñido de negro. Me dijo que tenía el mismo aspecto que Evita, a la que él conoció de joven. No me quitaba los ojos de encima. Nos trajeron champagne y caviar. Esos hombres sospechosos seguían a Menem a todas partes; parece que están enamorados de él. (...). Lo agarré mirándome el bretel del corpiño que asomaba por el vestido. Lo hizo toda la tarde y clavaba sus ojos osadamente en mí...”.
Cuando ya estaban en confianza Madonna se animó a hacer su pedido. Quería filmar en el balcón de la Casa Rosada. Menem se río y, por primera vez, no negó. “Todo puede ser”, dijo. Y la invitó a cenar. Al terminar, Menem la acompañó hasta el helicóptero: “El presidente tomó mi cara entre sus manos, me besó en la mejilla y me deseó buena suerte. Volvimos a la ciudad y me sentí flotar en el interior de la cabina. Sin duda, me había embrujado. Tan sólo esperaba haber hecho lo mismo con él”, escribió Madonna.
Madonna seguía preparándose para el papel. Conociendo gente, estudiando, ensayando. Probándose el vestuario. En ese film, Madonna batió un módico récord que, como corresponde, quedó asentado en el Libro Guinness: se convirtió en la actriz con mayor cantidad de cambios de vestuario en un film; la desplazada fue la Cleopatra de Elizabeth Taylor. Más de 80 vestidos y 40 sombreros.
También visitó a Amalita Fortabat y hablaron horas sobre pintura. Una tarde tuvo la mala idea de querer pasear por San Telmo. A los pocos minutos el camuflaje no resultó suficiente, la descubrieron y una multitud se abalanzó sobre ella. Una evacuación de emergencia la puso a salvo. Pero ya no volvió a salir a pasear. El incidente provocó también que cambiara la empresa de seguridad que la custodiaba.
Para evitar sorpresas desagradables, todos los miembros del equipo eran trasladados al lugar de filmación en combis tabicadas para que no pudieron dar las coordenadas y que ni los curiosos ni los periodistas pudieran llegar.
Un día, poco antes del inicio del rodaje, les avisaron que el Presidente recibiría oficialmente en la Quinta de Olivos a Alan Parker, a Antonio Banderas, a Jonathan Pryce y a Madonna. Hacia allá fueron. El encuentro fue menos suelto que la vez anterior. Hubo bromas a destiempo, rigidez y formalismos. En un momento, mientras los demás hablaban de la comida, Madonna interrumpió: “Cuando terminen de hablar de pizzas, podemos hablar de balcones”. Menem con naturalidad les informó: “Ah, pueden filmar en el balcón de la Casa Rosada y en cualquier otro edificio público”. Y siguió hablando de sus pizzas favoritas.
Madonna saltó de alegría, mientras Alan Parker, sobrio, dijo que tal vez no lo utilizaban porque ya habían gastado millones en reconstruir el balcón en un estudio londinense y que además de aprovechar la inversión, iba a ser más fácil conseguir la luz deseada por él.
Madonna necesitaba el balcón. Ella sabía que la escena se potenciaría si cantaba mirando a la Plaza, si cantaba No llores por mí, Argentina frente a la multitud de extras que la producción consiguiera.
El sábado 9 de marzo de 1996, frente a cuatro mil extras, Madonna salió al balcón como Eva Perón y cantó la famosa canción. Fue una de sus noches más intensas como actriz.
Una semana después, el 16 de marzo, se subió a un avión y volvió a Estados Unidos. Casi dos meses después de su arriba terminaba la etapa argentina del film. Todavía quedaban casi dos meses de rodaje en Budapest y un par de semanas en Londres.
La Evita de Madonna y Alan Parker se estrenó a fines de 1996 (en Argentina recién en febrero de 1997). Llegó a la temporada de premios. Las críticas fueron mixtas.
En Argentina, mientras tanto, se estrenó una biopic de Eva Perón, financiada por políticos y empresarios peronistas, dirigida por Juan Carlos Desanzo con guión de José Pablo Feinmann. Una especie de hagiografía fílmica que pretendía mostrarse como contrapartida de la súper producción de Hollywood. Cuando le preguntaron a Alan Parker si la había visto respondió: “Sí, por supuesto. Es un esmerado telefilm”.
Evita recibió varias nominaciones a los Globos de Oro (ganaron a Mejor Musical, mejor director y Madonna como mejor actriz) y cinco a los Oscars (sólo obtuvo el de mejor canción original, la única escrita exclusivamente para el film, You Must Love Me). Recaudó más del triple de su presupuesto, casi 160 millones de dólares; y la banda de sonido vendió más de 11 millones de copias en todo el mundo.
Pero, tal vez, su mayor logro haya sido que Madonna cumplió su sueño como actriz y que consiguió la mejor interpretación de su carrera.
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