En los 70, decenas de niñas –esta cronista, incluida– corrían en “cámara lenta” convencidas de que lo hacían a una velocidad superior, colocaban una mano en su oído, seguras de escuchar conversaciones ajenas, y con un brazo levantaban ramitas, persuadidas de estar alzando cargas de cien kilos. Los juegos tradicionales seguían siendo “a la maestra” y “a la mamá”, pero las nenas no tradicionales soñaban con un mundo más grande que su casa y su cuadra. A ese mundo se entraba de la mano de Jaimie Sommers, La mujer biónica.
Las que ya peinamos canas –aunque no tantas– crecimos viendo tres series que nos marcarían: La mujer maravilla, Los ángeles de Charlie y La mujer biónica. Las tres proponían un nuevo estilo de heroína. Es cierto que seguían cumpliendo el estereotipo de belleza blanca y joven, que las protagonistas peleaban sin que –literalmente– se les moviera un pelo, el maquillaje jamás se les corría y la ropa era de diseño. Pero también se defendían solas, podían dar una buena piña, y no eran “tontitas” ni mucho menos solo figuritas decorativas. Entre esas heroínas brillaba Lindsay Wagner.
Su personaje fue creado no para la serie que la hizo famosa, sino para otra que arrasaba, El hombre nuclear. El actor Lee Majors era Steve Austin, un astronauta que sufre un terrible accidente que lo hace perder las dos piernas, el brazo derecho y uno de los ojos. Si hubiera perdido un riñón o se le hubiera dañado el corazón, la opción era un buen trasplante, pero no tendríamos serie. Así que le insertaron prótesis mecánicas impulsadas por energía nuclear que al protagonista lo convirtieron en un superhombre, y a los creadores de la serie, en unos genios.
Y ahí andaba Steve peleando contra espías, delincuentes malos y malísimos hasta que conoce a Jaimie Sommers, una tenista profesional. Pasa lo que tiene que pasar. Hombre nuclear y chica linda se enamoran, pero en vez de ser “felices y comer perdices”, ella sufre una accidente de paracaidismo. Le intentan poner implantes biónico, pero ella muere. Ups.
Pero que ella muriera no significaba que tenía que morir. Los seguidores del programa inundaron el canal de cartas en una especie de operativo clamor pidiendo que la heroína volviera a la vida. Los productores vieron que en esa historia había un éxito, y así nació La mujer biónica.
Cuando a Lindsay le dijeron que lo que parecía una actuación de dos capítulos se transformaría en una serie, no lo podía creer. Por otra parte, no era la primera vez que la vida la sorprendía. Trabajaba como niñera, y ser actriz no era un proyecto, pero comenzó a cuidar a los hijos de James Best, estrella de Los duques de Hazzard, que la convenció para que tomara clases de actuación, se presentara a pruebas y empezara su camino.
Con el fervor del público, la protagonista fue revivida. El primer episodio se emitió en 1976 por la cadena ABC. Para ese momento, Lindsay Wagner tenía 26 años. No era una desconocida para los productores. Había sorprendido en La vida íntima de un estudiante, pero para el gran público era una desconocida.
Pero como La mujer biónica alcanzó la fama mundial. Ella, como su par masculino, podía correr a velocidades inalcanzables, aunque para hacerlo fuera en cámara lenta, también contaba con un brazo superpoderoso. Pero en vez de un ojo que todo lo ve, le asignaron un oído que todo lo escucha. Algo que ella no usaba para saber todos los chismes del barrio, sino los planes secretos de sus enemigos. Ya no era tenista, sino maestra en una escuela. Ese ámbito no le resulta lejano, ya que Bill Wagner, su papá, se ganaba la vida fotografiando alumnos en distintos colegios.
Aunque su personaje era una ex tenista, Lindsay reconocía que ella apenas practicaba algún deporte. Con un poco de entrenamiento y mucho de actuación logró disimular esa falencia. Pero hubo otra situación más complicada. Un día, camino al rodaje, sufrió un accidente con su auto, se golpeó el labio, y le quedó una cicatriz. Ponerle labios biónicos no era una opción, así que se recurrió a un buen maquillaje.
La serie pensada como éxito fue exitazo. Para medirlo no alcanzaban solo los índices de audiencia, sino entrar a una juguetería y ver cómo las muñecas de la mujer biónica eran de las más vendidas, además de transitar por cualquier callecita y observar cientos de nenas corriendo en cámara lenta. Lindsay no solo tuvo el reconocimiento del público, también de la crítica. Durante la segunda temporada obtuvo un Emmy como mejor actriz dramática.
La serie tuvo 58 episodios. Al terminar, su protagonista siguió trabajando, pero en papeles que nunca lograron esa repercusión. Sin preocuparse por su futuro, el 25 de mayo de 1979 sacó pasajes para abordar el vuelo 191 de American Airlines que la llevaría de Chicago a Los Ángeles. A último momento decidió no abordar ese vuelo, porque tuvo un mal presagio. No se equivocó. El aparato se estrelló minutos después del despegue y mató a sus 271 ocupantes más dos personas en tierra.
Ese hecho no impidió que la actriz se atreviera a cruzar el continente para visitar la Argentina en 1981. Además de cumplir el rito de conocer Caminito y visitar San Telmo, vivió otra pasión bien Argentina. Se disputaba un Boca- River veraniego, y la muchacha dio el puntapie inicial en el estadio de Mar del Plata, más de uno se debe haber desilusionado porque no fue una patada biónica.
Quizá la Argentina hasta ese momento le resultaba desconocida, pero no los argentinos, o al menos no uno en particular, Germán Krauss. La historia la reveló el protagonista: “Todo empezó en el Festival de San Sebastián, nos conocimos de manera casual en los 70 y tuvimos una historia que siguió en Madrid. Estuvimos seis meses juntos”, dijo. “Ella no hablaba español, y en ese entonces yo no hablaba inglés, era muy gracioso. La idea era que esto iba a continuar en Estados Unidos, pero después se cortó. Yo recién llegaba a Europa, tenía ganas de quedarme ahí, y fue apresurado tener que irme para otro lado, entonces decidí quedarme un tiempo, y se me fue el tren”, reconoció Krauss.
En ese momento, Lindsay aún no había encarnado a su famoso personaje, pero ya había protagonizado películas en Estados Unidos: “Fue biónica después de Krauss”, bromeó.
Y asumió que fue ella quien tomó la iniciativa a la hora de la conquista: “Perdón mi inmodestia pero ella me encaró a mí. Yo pensé que era algo inalcanzable. Fue muy lindo y era biónica en todo sentido”, concluyó.
El romance con Krauss no prosperó, pero la actriz siempre creyó en el amor. En el año 1971 se casó con Allan Richard Rider y se separó tres años después. Cuando comenzó la serie, en 1976 volvió a dar el sí, esta vez con el actor y guionista Michael Brandon. Se divorciaron en 1979, cuando terminó la serie. Dos años después se casó con el especialista de cine Henry Kingi, con quien tuvo a sus hijos Dorian y Alex. La tercera no fue la vencida, y se divorció en 1984. En 1994, volvió a apostar por el matrimonio, con el productor Lawrence Mortorff, y se divorció tres años después. Y sí, parece que a Lindsay no le agarra la comezón del séptimo año, sino la del tercero.
Pero si los matrimonios son cortos y no volvió a protagonizar un gran éxito, sí logró, y con creces, tener eso que se llama una “linda vida”. Convencida de que ser famosa puede ayudar a mejorar el mundo, y no solo su mundo privado, se involucró en diversas causas. Casi todas las películas que protagonizó –siempre para televisión– invitaban a disfrutar de una buena historia y, de paso, a pensar. En Quiero vivir, plantea el dilema moral de la pena capital; Chicos que lloran se trató del abuso sexual infantil, y Solo por venganza, sobre violencia familiar, entre otras historias igual de dramáticas. En total protagonizó cerca de 60 películas y miniseries. Desde 1984 tiene su estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood.
Fuera de pantalla, durante más de 25 años, presidió el Consejo Interinstitucional sobre Abuso y Negligencia Infantil. También estuvo involucrada en causas en defensa de los derechos humanos, contra la violencia doméstica, el maltrato animal y la protección del medio ambiente. Escribió dos libros de cocina vegana y otro sobre las bondades de la acupresión, una técnica que, según ella, sirve para tener “la piel tersa”.
En su página web, Lindsay asegura que “hace poca distinción entre su vida como actriz, defensora, madre o autora. Lo que une a estas diversas partes es un compromiso a través de su trabajo y su vida personal, para explorar y promover el potencial humano”. Por eso organiza talleres y retiros espirituales que invitan a superar los propios desafíos personales.
Al volver a mirar la serie, no se puede evitar la sonrisa al ver a esa heroína que lograba romper una guía telefónica con una sola mano solo para lograr que sus alumnos le presten atención sin dejar jamás de sonreír. Hoy podría parecer una propuesta algo inocentona. Y sin embargo, esa heroína de ayer quizá fue el germen de estas madres de hoy que aunque no cuentan con miembros biónicos, sí saben que las heroínas de la tele no existen, pero que las que luchan por lo que creen, como Lindsay Wagner, sí.
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